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06 de agosto de 2010
Escrito por Gustavo Faveón
Extraído del blog Puente Aéreo
¿El fin de los monumentos literarios?
Hay una especie de postulación paradójica, o involuntariamente irónica, al menos, en quienes defienden las ideas que Vargas Llosa ha puesto una vez más sobre la mesa en el artículo que vengo comentando. Resumo los dos puntos contradictorios así:
1. Por una parte, Vargas Llosa señala al postestructuralismo, y a la filosofía postmodernista en general, con sus variantes y su descendencia en la antropología, la critica cultural, la teoría literaria, etc., como los responsables cruciales (junto a la mecánica de la "especialización") de la decadencia de lo canónico, la ubicua desconfianza ante los valores estéticos o morales tradicionales y la pérdida de criterios jerárquicos, ordenadores, en esos terrenos, en el mundo contemporáneo.
2. Por otra parte, Vargas Llosa explica que el postestructuralismo y el pensamiento postmodernista en general son poco menos que ejercicios solipsistas, autorreferenciales, desconectados de la realidad, llevados a cabo por una suerte de monjes laicos que viven encerrados en facultades universitarias sin ventana al mundo exterior, santones de clausura que producen textos que nadie puede comprender porque, en el fondo, nada dicen.
La pregunta es evidente: ¿cómo pueden estos "boys in the bubble" de la academia, escritores ininteligibles de paparuchas sin sentido detectable, cómo pueden, digo, haber operado lo que Vargas Llosa parece percibir como el más radical (y enfermizo) transtorno que hayan sufrido la cultura y las tradiciones occidentales en toda su historia?
Pregunto esto porque parece que habría que elegir: o estamos hablando de discursos vacuos, inconexos, incapaces siquiera de describir parte del mundo correctamente, carentes incluso de la intención de hacerlo, ilegítimos como labor intelectual en cuanto parecen plantear construcciones ideológicas indiferenciables de la mala ficción; o estamos ante discursos altamente influyentes, con la capacidad de transformar los fundamentos del juicio estético, de la opción ética, de la conducta moral, del sentido común y del trato cotidiano con mis semejantes, todo ello a partir de la construcción de alegatos en el seno de la academia.
Mi impresión es que Vargas Llosa está reaccionando ante la molestia que le produce, no una academia desconectada del mundo real (porque tal cosa no es fundamentalmente cierta), sino una academia que no se opone radicalmente a las transformaciones del mundo real: una academia que no reclama con la centralidad de antes un rol de autoridad a nombre de la cultura o las culturas occidentales, una academia que no asume un papel básicamente reaccionario ante la multiculturalidad y que, horror de horrores, a veces se permite proponerla e incentivarla.
Cuando Vargas Llosa (en otro artículo) no se refiere a los hijos de la postmodernidad como portadores del virus de la gran degeneración de "la cultura", se refiere a ellos como "light", y en el campo de la literatura define lo "light" como "leve, ligero, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir".
El problema viene cuando enumera los que él considera autores "light". Por ejemplo, Julian Barnes, Haruki Murakami y Paul Auster. Les reconoce algún "talento", pero los considera autores que escriben sólo para divertir, para entretener, que no exigen mayor "concentración intelectual". En ese punto, claro, uno corre el riesgo del recurso chato, como preguntarle a Vargas Llosa cuál de esos autores ha escrito libros más superficiales, fáciles, ligeros e intelectualmente pasivos que Los cuadernos de don Rigoberto, por ejemplo.
Pero no se trata de hacer eso y devaluar la conversación: mejor será preguntarse cómo puede alguien leer Invisible, la novela más reciente de Paul Auster, o su primera colección de ficciones, La trilogía de New York, y suponer que son sólo entretenimiento ligero. ¿Y en qué consiste la levedad de Murakami? ¿Es Julian Barnes un escribidor y no un escritor, un intelectual?
Vargas Llosa atribuye a la proclividad de los escritores a satisfacer las demandas de consumo ligero del mercado el hecho de que la literatura contemporánea sea mayoritariamente dominada por lo "light". Y dice más: que en nuestro tiempo no se escriben novelas osadas, empresas de aquellas que le dieron brillo al género en sus décadas de oro, en el siglo diecinueve y las primeras décadas del veinte.
Habría que estar ciego para discutir la afirmación básica: no estamos en los tiempos de Proust y Joyce y es verdad que el mercado influye en todo eso. También es cierto que todos los géneros literarios, y sobre todo los narrativos, han tenido ciclos de vida y de muerte, y que la novela no tiene por qué no correr una suerte parecida. Pero sospecho que ser tan categórico como Vargas Llosa lo es en sus afirmaciones equivale a irrespetar el trabajo de autores como Sebald o Piglia o Roth o McCarthy o Pynchon, por una parte, y a juzgar de manera miope el alcance de la obra de otros como, justamente, Barnes u Auster.
Y todo eso me sorprende porque yo creía entender que el mismo Vargas Llosa, cuando menciona el giro pro-Victo Hugo que ha tomado su obra, reemplazando con lo que él llama "literatura popular culta" la herencia flaubertiana y experimental de sus primeras novelas, está reconociendo que ni el experimento formal evidente ni la gravedad a ultranza equivalen a una mayor ambición que la detectable en narraciones mucho menos complejas en apariencia.
En el fondo, mi impresión es que Vargas Llosa encuentra ligeros, y acaso leves y fáciles, libros que no ostentan en su forma exterior las marcas de la vieja novela, aquella que reclamaba para sí una mirada de respeto ante ella como objeto monumental y como dispositivo ordenador del universo. Es verdad: una novela de Sebald no le dice al lector nunca: "esto que lees es un intento de comprensión de la voluntad de auto-aniquilamiento que abriga en sí la humanidad toda"; una novela de Auster no nos advierte: "he aquí una compleja imbricación de Wittgenstein y Borges, hecha para imaginar qué significa ser alguien en este mundo de engaños superficiales".
Auster y Barnes, como Murakami o Ware, como Chabon o Pyncheon, tienen algo que no tenían Flaubert, Zola, Tolstoi o Dostoievski: tienen una cierta capacidad para desprenderse irónicamente de su posición como autores de ficción, y dar un paso atrás de sus ficciones, y dudar doblemente de sus propios instrumentos, y desestabilizar sus textos con la intuición de que esos textos pueden ser errores, malentendidos o simulacros de comprensión mal encaminados.
Entendiendo así sus propias obras (y esa es una forma de comprensión que tiene mucho que ver con la postmodernidad, claro), dudando de su estatus dentro del mundo del conocimiento, mal pueden pretender construir sus novelas como munumentos y como ocupantes de un sitio privilegiado en la jerarquía de las formas de entendimiento de la cultura. Pero eso no es ligereza: eso es una forma contemporánea de sabiduría.
Hay una especie de postulación paradójica, o involuntariamente irónica, al menos, en quienes defienden las ideas que Vargas Llosa ha puesto una vez más sobre la mesa en el artículo que vengo comentando. Resumo los dos puntos contradictorios así:
1. Por una parte, Vargas Llosa señala al postestructuralismo, y a la filosofía postmodernista en general, con sus variantes y su descendencia en la antropología, la critica cultural, la teoría literaria, etc., como los responsables cruciales (junto a la mecánica de la "especialización") de la decadencia de lo canónico, la ubicua desconfianza ante los valores estéticos o morales tradicionales y la pérdida de criterios jerárquicos, ordenadores, en esos terrenos, en el mundo contemporáneo.
2. Por otra parte, Vargas Llosa explica que el postestructuralismo y el pensamiento postmodernista en general son poco menos que ejercicios solipsistas, autorreferenciales, desconectados de la realidad, llevados a cabo por una suerte de monjes laicos que viven encerrados en facultades universitarias sin ventana al mundo exterior, santones de clausura que producen textos que nadie puede comprender porque, en el fondo, nada dicen.
La pregunta es evidente: ¿cómo pueden estos "boys in the bubble" de la academia, escritores ininteligibles de paparuchas sin sentido detectable, cómo pueden, digo, haber operado lo que Vargas Llosa parece percibir como el más radical (y enfermizo) transtorno que hayan sufrido la cultura y las tradiciones occidentales en toda su historia?
Pregunto esto porque parece que habría que elegir: o estamos hablando de discursos vacuos, inconexos, incapaces siquiera de describir parte del mundo correctamente, carentes incluso de la intención de hacerlo, ilegítimos como labor intelectual en cuanto parecen plantear construcciones ideológicas indiferenciables de la mala ficción; o estamos ante discursos altamente influyentes, con la capacidad de transformar los fundamentos del juicio estético, de la opción ética, de la conducta moral, del sentido común y del trato cotidiano con mis semejantes, todo ello a partir de la construcción de alegatos en el seno de la academia.
Mi impresión es que Vargas Llosa está reaccionando ante la molestia que le produce, no una academia desconectada del mundo real (porque tal cosa no es fundamentalmente cierta), sino una academia que no se opone radicalmente a las transformaciones del mundo real: una academia que no reclama con la centralidad de antes un rol de autoridad a nombre de la cultura o las culturas occidentales, una academia que no asume un papel básicamente reaccionario ante la multiculturalidad y que, horror de horrores, a veces se permite proponerla e incentivarla.
Cuando Vargas Llosa (en otro artículo) no se refiere a los hijos de la postmodernidad como portadores del virus de la gran degeneración de "la cultura", se refiere a ellos como "light", y en el campo de la literatura define lo "light" como "leve, ligero, fácil, una literatura que sin el menor rubor se propone ante todo y sobre todo (y casi exclusivamente) divertir".
El problema viene cuando enumera los que él considera autores "light". Por ejemplo, Julian Barnes, Haruki Murakami y Paul Auster. Les reconoce algún "talento", pero los considera autores que escriben sólo para divertir, para entretener, que no exigen mayor "concentración intelectual". En ese punto, claro, uno corre el riesgo del recurso chato, como preguntarle a Vargas Llosa cuál de esos autores ha escrito libros más superficiales, fáciles, ligeros e intelectualmente pasivos que Los cuadernos de don Rigoberto, por ejemplo.
Pero no se trata de hacer eso y devaluar la conversación: mejor será preguntarse cómo puede alguien leer Invisible, la novela más reciente de Paul Auster, o su primera colección de ficciones, La trilogía de New York, y suponer que son sólo entretenimiento ligero. ¿Y en qué consiste la levedad de Murakami? ¿Es Julian Barnes un escribidor y no un escritor, un intelectual?
Vargas Llosa atribuye a la proclividad de los escritores a satisfacer las demandas de consumo ligero del mercado el hecho de que la literatura contemporánea sea mayoritariamente dominada por lo "light". Y dice más: que en nuestro tiempo no se escriben novelas osadas, empresas de aquellas que le dieron brillo al género en sus décadas de oro, en el siglo diecinueve y las primeras décadas del veinte.
Habría que estar ciego para discutir la afirmación básica: no estamos en los tiempos de Proust y Joyce y es verdad que el mercado influye en todo eso. También es cierto que todos los géneros literarios, y sobre todo los narrativos, han tenido ciclos de vida y de muerte, y que la novela no tiene por qué no correr una suerte parecida. Pero sospecho que ser tan categórico como Vargas Llosa lo es en sus afirmaciones equivale a irrespetar el trabajo de autores como Sebald o Piglia o Roth o McCarthy o Pynchon, por una parte, y a juzgar de manera miope el alcance de la obra de otros como, justamente, Barnes u Auster.
Y todo eso me sorprende porque yo creía entender que el mismo Vargas Llosa, cuando menciona el giro pro-Victo Hugo que ha tomado su obra, reemplazando con lo que él llama "literatura popular culta" la herencia flaubertiana y experimental de sus primeras novelas, está reconociendo que ni el experimento formal evidente ni la gravedad a ultranza equivalen a una mayor ambición que la detectable en narraciones mucho menos complejas en apariencia.
En el fondo, mi impresión es que Vargas Llosa encuentra ligeros, y acaso leves y fáciles, libros que no ostentan en su forma exterior las marcas de la vieja novela, aquella que reclamaba para sí una mirada de respeto ante ella como objeto monumental y como dispositivo ordenador del universo. Es verdad: una novela de Sebald no le dice al lector nunca: "esto que lees es un intento de comprensión de la voluntad de auto-aniquilamiento que abriga en sí la humanidad toda"; una novela de Auster no nos advierte: "he aquí una compleja imbricación de Wittgenstein y Borges, hecha para imaginar qué significa ser alguien en este mundo de engaños superficiales".
Auster y Barnes, como Murakami o Ware, como Chabon o Pyncheon, tienen algo que no tenían Flaubert, Zola, Tolstoi o Dostoievski: tienen una cierta capacidad para desprenderse irónicamente de su posición como autores de ficción, y dar un paso atrás de sus ficciones, y dudar doblemente de sus propios instrumentos, y desestabilizar sus textos con la intuición de que esos textos pueden ser errores, malentendidos o simulacros de comprensión mal encaminados.
Entendiendo así sus propias obras (y esa es una forma de comprensión que tiene mucho que ver con la postmodernidad, claro), dudando de su estatus dentro del mundo del conocimiento, mal pueden pretender construir sus novelas como munumentos y como ocupantes de un sitio privilegiado en la jerarquía de las formas de entendimiento de la cultura. Pero eso no es ligereza: eso es una forma contemporánea de sabiduría.
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