15 de octubre de 2010
Revista Poder
Algunos detalles de la vida y obra del flamante ganador del Premio Nobel de Literatura, a partir de los recuerdos de uno de sus amigos y colegas.
Por Alonso Cueto
Foto: EFE / Justin Lane |
No recuerdo la primera vez que vi a Mario aunque creo que fue en 1958, en París, cuando yo tenía cuatro años y él veintidós. Mi padre trabajaba como director del Departamento de Educación de la Unesco, y vivíamos en un departamento en el barrio de Neuilly, junto con Marcos, mi hermano recién nacido. Fue André Coyné, amigo de mis padres, quien les dijo que había llegado a París un joven peruano “muy talentoso” y que “valía la pena conocerlo”.
Un día Coyné lo llevó a nuestro departamento a almorzar. Luego, en las navidades, Mario fue con su esposa Julia a pasar la Nochebuena. De esa reunión surgió una relación con mis padres que siempre se mantendría. Mi madre me dice que en una de esas reuniones en la casa, Mario me cargó y me puso (“me parece que lo estoy viendo”, acota) encima de la mesa. En una ocasión, cuando él estaba a punto de regresar a Lima, ella lo convenció de comprar algunos regalos en unas tiendas que conocía. Mario quería comprarle un traje a Julia y en la tienda le pidió a mi madre (“en vista de que usted tiene un cuerpo parecido”) que se lo probara, y así lo hizo ella.
Luego pasaron los años y recuerdo que en algún momento, cuando ya vivíamos en Lima, mi padre entró a mi dormitorio, impresionado. Acababa de leer La Casa Verde y alzaba el libro delante de mí, como un lector alza un trofeo. Poco después, recuerdo la impresión que tuve yo mismo al leer La ciudad y los perros. Por entonces tenía quince años y me pareció raro que pudiera escribirse una gran novela que no tuviera como escenario París o Londres o San Petersburgo o el sur americano, donde ocurrían las novelas que leía entonces. Me parecía un acto de magia poder leer esas páginas sobre La Punta, la Plaza Manco Cápac, la calle Diego Ferré, lugares que conocía y que aparecían trastocados en lugares sagrados por la gracia de la gran narrativa.
Sin embargo, en mi familia, no todos estaban de su lado. Entre sus opositores se contaba una vecina piurana. “No es cierto lo que dice sobre la Casa Verde”, comentaba a veces. “En Piura se hablaba de un lugar como ese, pero yo creo que los hombres iban a tomar con las mujeres. A lo más iban a bailar. No a lo que dice allí en esa novela. Es una barbaridad”. Recuerdo que mi madre trataba de calmar a mi vecina, que seguía reclamando por el honor de las mujeres piuranas.
A comienzos de la década del setenta, un grupo de amigos veinteañeros, Alfredo Barnechea, Luis Llosa, Augusto Ortiz de Zevallos y yo, hacíamos una revista llamada Diagrama. Fue en una visita que le hicimos, cuando lo vi por primera vez en mi recuerdo consciente. Por entonces él vivía en el edificio Las Cascadas que daba a la Bajada de Armendáriz. Recuerdo claramente el día en el que apareció en la sala de ese departamento donde lo esperábamos. Y fue entonces que comprobé por primera vez cómo se parecen los autores a sus ficciones. Si los libros de Vargas Llosa habían sido un torrente de escenarios, situaciones y personajes, su conversación también lo era. Durante esa primera reunión, la charla fue variada, llena de energía y de golpes de humor de Mario. De algún modo, ya en esa reunión advertimos que había una energía secreta y constante en él, que solo puede definirse como una pasión por la diversidad de la vida. Todos los temas de conversación eran experiencias íntimas que él vivía intensamente y convertía en frases vibrantes.
Creo que esa transparencia y compromiso que se ha trazado viene de familia, de personas con tanto sentido del compromiso como su abuelo Pedro y como su madre Dora y sus tíos Lucho y Olga, de quienes tiene retratos en su casa y en su escritorio. Recuerdo especialmente a su madre, de quien Mario vivía pendiente. Pocas veces he visto una relación de cariño tan grande de un hijo hacia una madre. Era un cariño lleno de admiración pues siempre recordaba la proeza de la señora Dora al haberse ido a vivir a Estados Unidos y a buscar trabajo en Los Ángeles.
Una de las historias que mejor recuerdo es la de nuestro viaje a Kuélap, en Amazonas. Fue un viaje que duró varias horas en un camino terroso, con un grupo de amigos. En el trayecto, el chofer fue tomando varias bifurcaciones. En la ruta de regreso, sin embargo, el chofer se equivocó en una de las tantas curvas, y fue Mario quien lo advirtió. Su memoria de los espacios había sido tan precisa a lo largo del camino de ida, que era capaz de recordar la ruta de regreso mejor que un chofer nativo de la zona. Es obvio que la minuciosidad en el registro de los lugares en sus novelas no es casual.
En otro de los viajes, cuando estábamos en el antiguo hotel de turistas de Ayacucho, un adivino ayacuchano tiró las hojas de coca delante de él, y le predijo que iba a ganar el Nobel pero no pronto sino en unos años. Mario agradeció y se siguió hablando de otra cosa. Han pasado cuatro o cinco años desde entonces. Creo que como a cualquier verdadero artista, estaba y sigue estando obsesionado por su obra, no por los premios.
Es una persona sensible y vulnerable, como cualquier otra. Los temas de los amigos, por los que tiene veneración, lo tocan muy de cerca. Lo he visto molesto, indignado pero nunca apesadumbrado, escéptico o sombrío. Siempre ha estado dispuesto a dar la lucha, tanto las políticas y morales como la de la creación literaria. Si bien tiene ideas políticas bien afirmadas, respeta mucho a personas honestas y decentes que no piensan como él. Lo he oído dedicar grandes elogios a adversarios ideológicos y denigrar a los falsos aliados de ocasión de las ideas que defiende.
Pocas veces he visto a parejas tan integradas como la que forman él y Patricia, una de las personas más inteligentes que conozco. En ellos se cumple probablemente la consigna de que las personas afines se parecen físicamente, algo que me hizo notar Blanca Varela hace muchos años. Caminar, hacer ejercicio, viajar, ver amigos, salir al cine y al teatro, conversar, son pasiones compartidas por ambos. Sin embargo, la presencia de Patricia es singular. En un discurso que dio en uno de sus cumpleaños, Mario la definió como la “estratega de su existencia”, pues es ella quien con frecuencia colabora y gestiona los proyectos, itinerarios de viajes, reuniones y eventos, que rodean su vida. En un mundo de historias y ficciones, una mujer con un sentido de la realidad como el suyo se convierte en un núcleo. No todos saben además que ella es una lectora de enorme inteligencia y sensibilidad, una virtud a la que se agrega su capacidad intuitiva para conocer y reconocer a las personas.
La capacidad de indignarse es esencial entre los habitantes de un país. Creo que en el Perú muchos habían perdido la capacidad de protestar porque habían perdido la esperanza de que la protesta tuviera algún efecto. Si algo demostró siempre Mario, desde que se enfrentó a la estatización de la banca en 1987, hasta que mandó la carta sobre el decreto 1097 hace algunas semanas, es que vale la pena protestar, vale la pena salir a las calles, vale la pena decir lo que uno piensa y que indignarse, esa virtud olvidada, todavía tiene un sentido. Su influencia en nuestra vida literaria no ha sido menor que su influencia en nuestra vida cívica. Desde su famoso mitin contra la estatización de la banca en 1987, esa lucha se ha mantenido. El premio es la posibilidad de lograr que el Perú sea un poco mejor. Y este es el premio que más le agradecemos.
Recuerdo que cuando terminó la ceremonia de inauguración de la exposición “La libertad y la vida”, que el Centro Cultural de la Universidad Católica organizó hace un par de años, Mario golpeó la mesa y dijo: “Un homenaje tan valioso como este no significa que mi obra ha terminado. Doy un golpe en la mesa y les digo que tengo para muchos años más”.
Pronto el Nobel quedará atrás. Pero seguirá estando allí, largo y lleno de peripecias, el camino.
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