viernes, 22 de agosto de 2014


Entre los Escombros

Fuente La Republica
Escribe Mario Vargas llosa
Domingo, 10 de agosto de 2014 

Escribo este artículo al segundo día del alto el fuego en Gaza. Los tanques israelíes se han retirado de la Franja, han cesado los bombardeos y el lanzamiento de cohetes, y ambas partes negocian en El Cairo una extensión de la tregua y un acuerdo de largo alcance que asegure la paz entre los adversarios. Lo primero es posible, sin duda, sobre todo ahora que Benjamín Netanyahu se ha declarado satisfecho –"misión cumplida", ha dicho– con los resultados del mes de guerra contra los gazatíes, pero lo segundo –una paz definitiva entre Israel y Palestina– es por el momento una pura quimera.

El balance de esta guerra de cuatro semanas es (hasta ahora) el siguiente: 1.867 palestinos muertos (entre ellos 427 niños) y 9.563 heridos, medio millón de desplazados y unas 5.000 viviendas arrasadas. Israel perdió 64 militares y 3 civiles y los terroristas de Hamás lanzaron sobre su territorio 3.356 cohetes, de los cuales 578 fueron interceptados por su sistema de defensa y los demás causaron solo daños materiales.

Nadie puede negarle a Israel el derecho de defensa contra una organización terrorista que amenaza su existencia, pero sí cabe preguntarse si una carnicería semejante contra una población civil, y la voladura de escuelas, hospitales, mezquitas, locales donde la ONU acogía a refugiados, es tolerable dentro de límites civilizados. Semejante matanza y destrucción indiscriminada, además, se abate contra la población de un rectángulo de 360 kilómetros cuadrados al que Israel, desde que le impuso, en 2006, un bloqueo por mar, aire y tierra tiene ya sometido a una lenta asfixia, impidiéndole importar y exportar, pescar, recibir ayuda y, en resumidas cuentas, privándola cada día de las más elementales condiciones de supervivencia. No hablo de oídas; he estado dos veces en Gaza y he visto con mis propios ojos el hacinamiento, la miseria indescriptible y la desesperación con que se vive dentro de esa ratonera.

La razón de ser oficial de la invasión de Gaza era proteger a la sociedad israelí destruyendo a Hamás. ¿Se ha conseguido con la eliminación de los 32 túneles que el Tsahal capturó y deshizo? Netanyahu dice que sí pero él sabe muy bien que miente y que, por el contrario, en vez de apartar definitivamente a la sociedad civil de Gaza de la organización terrorista, esta guerra va a devolverle el apoyo de los gazatíes que Hamás estaba perdiendo a pasos agigantados por su fracaso en el gobierno de la Franja y su fanatismo demencial, lo que lo llevó a unirse a Al Fatah, su enemigo mortal, aceptando no tener un solo representante en los Gobiernos de Palestina y de Gaza e incluso admitiendo el principio del reconocimiento de Israel que le había exigido Mahmud Abbas, el Presidente de la Autoridad Nacional Palestina. Por desgracia, el desfalleciente Hamás sale revigorizado de esta tragedia, con el rencor, el odio y la sed de venganza que la diezmada población de Gaza sentirá luego de esta lluvia de muerte y destrucción que ha padecido durante estas últimas cuatro semanas. El espectáculo de los niños despanzurrados y las madres enloquecidas de dolor escarbando las ruinas, así como el de las escuelas y las clínicas voladas en pedazos –"Un ultraje moral y un acto criminal", según el Secretario General de la ONU, Ban Ki-Moon– no van a reducir sino multiplicar el número de fanáticos que quieren desaparecer a Israel.

Lo más terrible de esta guerra es que no resuelve sino agrava el conflicto palestino-israelí y es solo una secuencia más en una cadena interminable de actos terroristas y enfrentamientos armados que, a la corta o a la larga, pueden extenderse a todo el Oriente Medio y provocar un verdadero cataclismo.

El Gobierno israelí, desde los tiempos de Ariel Sharon, está convencido de que no hay negociación posible con los palestinos y que, por lo tanto, la única paz alcanzable es la que impondrá Israel por medio de la fuerza. Por eso, aunque haga rituales declaraciones a favor del principio de los dos Estados, Netanyahu ha saboteado sistemáticamente todos los intentos de negociación, como ocurrió con las conversaciones que se empeñaron en auspiciar el Presidente Obama y el Secretario de Estado John Kerry apenas este asumió su ministerio, en abril del año pasado. Y por eso apoya, a veces con sigilo, y a veces con matonería, la multiplicación de los asentamientos ilegales que han convertido a Cisjordania, el territorio que en teoría ocuparía el Estado Palestino, en un queso gruyère.

Esta política tiene, por desgracia, un apoyo muy grande entre el electorado israelí, en el que aquel sector moderado, pragmático y profundamente democrático (el de Peace Now, Paz Ahora) que defendía la resolución pacífica del conflicto mediante unas negociaciones auténticas se ha ido encogiendo hasta convertirse en una minoría casi sin influencia en las políticas del Estado. Es verdad que allí están, todavía, haciendo oír sus voces, gentes como David Grossman, Amos Oz, A. B. Yehoshúa, Gideon Levy, Etgar Keret y muchos otros, salvando el honor de Israel con sus tomas de posición y sus protestas, pero lo cierto es que cada vez son menos y que cada vez tienen menos eco en una opinión pública que se ha ido volviendo cada vez más extremista y autoritaria. (Es sabido que en su propio Gobierno, Netanyahu tiene ministros como Avigdor Lieberman, que lo consideran un blando y amenazan con retirarle el apoyo de sus partidos si no castiga con más dureza al enemigo). Cegados por la indiscutible superioridad militar de Israel sobre todos sus vecinos, y en especial Palestina, han llegado a creer que salvajismos como el de Gaza garantizan la seguridad de Israel.

La verdad es exactamente la contraria. Aunque gane todas las guerras, Israel es cada vez más débil, porque ha perdido toda aquella credencial de país heroico y democrático, que convirtió los desiertos en vergeles y fue capaz de asimilar en un sistema libre y multicultural a gentes venidas de todas las regiones, lenguas y costumbres, y asumido cada vez más la imagen de un Estado dominador y prepotente, colonialista, insensible a las exhortaciones y llamados de las organizaciones internacionales y confiado solo en el apoyo automático de los Estados Unidos y en su propia potencia militar. La sociedad israelí no puede imaginar, en su ensimismamiento político, el terrible efecto que han tenido en el mundo entero las imágenes de los bombardeos contra la población civil de Gaza, la de los niños despedazados y la de las ciudades convertidas en escombros y cómo todo ello va convirtiéndolo de país víctima en país victimario.

La solución del conflicto Israel-Palestina no vendrá de acciones militares sino de una negociación política. Lo ha dicho, con argumentos muy lúcidos, Shlomo Ben Ami, que fue ministro de Asuntos Exteriores de Israel precisamente cuando las negociaciones con Palestina –en Washington y Taba en los años 2000 y 2001– estuvieron a punto de dar frutos. (Lo impidió la insensata negativa de Arafat de aceptar las grandes concesiones que había hecho Israel). En su artículo La trampa de Gaza (El País, 30 de julio del 2014) afirma que "La continuidad del conflicto palestino debilita las bases morales de Israel y su posición internacional" y que "el desafío para Israel es vincular su táctica militar y su diplomacia con una meta política claramente definida".

Ojalá voces sensatas y lúcidas como las de Shlomo Ben Ami terminen por ser escuchadas en Israel. Y ojalá la comunidad internacional actúe con más energía en el futuro para impedir atrocidades como la que acaba de sufrir Gaza. Para Occidente lo ocurrido con el Holocausto judío en el siglo XX fue una mancha de horror y de vergüenza. Que no lo sea en el siglo XXI la agonía del pueblo palestino.
Marbella, 7 de agosto del 2014

El pasado imperfecto

Fuente La Republica
Escribe Mario Vargas Llosa
Domingo, 27 de julio de 2014

Se acaba de reeditar en Estados Unidos un libro de Tony Judt que apareció por primera vez en 1992 y que yo no conocía: Past Imperfect: French Intellectuals, 1944-1956. Me ha impresionado mucho porque yo viví en Francia unos siete años, en un período, 1959-1966, aún impregnado por la atmósfera y los prejuicios, acrobacias y desvaríos ideológicos que el gran ensayista británico describe en su ensayo con tanta severidad como erudición.

El libro quiere responder a esta pregunta: ¿por qué, en los años de la posguerra europea y más o menos hasta mediados de los sesenta, los intelectuales franceses, de Louis Aragon a Sartre, de Emmanuel Mounier a Paul Éluard, de Julien Benda a Simone de Beauvoir, de Claude Bourdet a Jean-Marie Doménach, de Maurice Merleau-Ponty a Pierre Emmanuel, etcétera, fueron pro soviéticos, marxistas y compañeros de viaje del comunismo? ¿Por qué resultaron los últimos escritores y pensadores europeos en reconocer la existencia del Gulag, la injusticia brutal de los juicios estalinistas en Praga, Budapest, Varsovia y Moscú que mandaron al paredón a probados revolucionarios? Hubo excepciones ilustres, desde luego, Albert Camus, Ray-mond Aron, François Mauriac, André Breton entre ellos, pero escasas y poco influyentes en un medio cultural en el que las opiniones y tomas de posición de los primeros prevalecían de manera arrolladora.

Judt traza un fresco de gran rigor y amenidad del renacer de la vida cultural en Francia luego de la liberación, una época en la que el debate político impregna todo el quehacer filosófico, literario y artístico y abraza los medios académicos, los cafés literarios y revistas como Les Temps Modernes, Esprit, Les Lettres Françaises o Témoignage Chrétien, que pasan de mano en mano y alcanzan notables tirajes. Comunistas o socialistas, existencialistas o cristianos de izquierda, sus colaboradores discrepan sobre muchas cosas pero el denominador común es un antinorteamericanismo sistemático, la convicción de que entre Washington y Moscú aquél representa la incultura, la injusticia, el imperialismo y la explotación y éste el progreso, la igualdad, el fin de la lucha de clases y la verdadera fraternidad. No todos llegan a los extremos de un Sartre, que, en 1954, luego de su primer viaje a la URSS, afirma, sin que se le caiga la cara de vergüenza: « El ciudadano soviético es completamente libre para criticar el sistema».

No se trata siempre de una ceguera involuntaria, derivada de la ignorancia o la mera ingenuidad. Tony Judt muestra cómo ser un aliado de los comunistas era la mejor manera de limpiar un pasado contaminado de colaboración con el régimen de Vichy. Es el caso, por ejemplo, del filósofo cristiano Emmanuel Mounier y algunos de sus colaboradores de Esprit, quienes, en los comienzos de la ocupación, habían sido seducidos por el llamado experimento de nacionalismo cultural Uriage, patrocinado por el gobierno, hasta que, advertidos de que era manipulado por las fuerzas nazis de ocupación, se apartaron de él. Y yo recuerdo que, a comienzos de los años sesenta, ante unos manifestantes universitarios que querían impedirle hablar y le citaban a Sartre, André Malraux les respondió: «¿Sartre? Lo conozco. Hacía representar sus obras de teatro en París, aprobadas por la censura alemana, al mismo tiempo que a mí me torturaba la Gestapo».

Tony Judt dice que, además de la necesidad de hacer olvidar un pasado políticamente impuro, detrás del izquierdismo dogmático de estos intelectuales, había un complejo de inferioridad del medio intelectual, por la facilidad con que Francia se rindió ante los nazis y aceptó el régimen pelele del Mariscal Pétain, y fue liberada de manera decisiva por las fuerzas aliadas encabezadas por Estados Unidos y Gran Bretaña. Aunque existió, desde luego, una resistencia local y una participación militar (gaullista y comunista) en la lucha contra el nazismo, Francia sola no hubiera alcanzado jamás su propia liberación. Esto, sumado a la cuantiosa ayuda que recibía de Estados Unidos, a través del Plan Marshall, en sus trabajos de reconstrucción, habría diseminado un resentimiento que explicaría, según Judt, esa enfermedad infantil del izquierdismo pro estalinista que signó su vida intelectual entre 1945 y los años sesenta.

En el polo opuesto, destaca la figura de Albert Camus. No sólo lucidez hacía falta, en los años cincuenta, para condenar los campos soviéticos de exterminio y los juicios trucados; también un gran coraje para enfrentar una opinión pública sesgada, la satanización de una izquierda que tenía el control de la vida cultural y una ruptura con sus antiguos compañeros de la resistencia. Pero el autor de El hombre rebelde no vaciló, afirmando, contra viento y marea, que disociar la moral de la ideología, como hacía Sartre, era abrir las puertas de la vida política al crimen y a las peores injusticias. El tiempo le ha dado la razón y por eso las nuevas generaciones lo siguen leyendo, en tanto que a la mayor parte de quienes entonces eran los dómines de la vida intelectual francesa, se los ha tragado el olvido.

Un caso muy interesante, que Tony Judt analiza con detalle, es el de François Mauriac. Resistente desde el primer momento contra los nazis y Vichy, sus credenciales democráticas eran impecables a la hora de la liberación. Eso le permitió enfrentarse, con argumentos sólidos, a la marea pro estalinista y, sobre todo, como católico, a los progresistas de Esprit y Témoignage Chrétien, que en muchas ocasiones, como durante las polémicas sobre el Gulag que desataron los testimonios de Víktor Kravchenko y de David Rousset, hicieron de meros rapsodas de las mentiras que fabricaba el Partido Comunista francés. Por otra parte, tanto en sus memorias como en sus ensayos y columnas periodísticas se adelantó a todos sus colegas en iniciar una profunda autocrítica de los delirios de grandeza de la cultura francesa, en una época en la que –aunque muy pocos lo percibieran entonces además de él– precisamente entraba en una declinación de la que hasta ahora no ha vuelto a salir. Nunca me gustaron las novelas de Mauriac y por eso descarté sus ensayos; pero este libro el Past Imperfect de Judt me ha convencido de que fue un error.

Sin embargo, no todo es convincente en el libro. Es imperdonable que, además de Camus, Aron y otros, no mencione siquiera a Jean-François Revel que, desde fines de los años cincuenta, libraba también una batalla muy intensa contra los fetiches del estalinismo, y que no resalte bastante la denuncia del colonialismo y el apoyo a las luchas del Tercer Mundo por librarse de las dictaduras y la explotación imperial, que fue uno de los caballos de batalla y quizá el aporte más positivo de Sartre y muchos de sus seguidores de entonces.

De otro lado, aunque la dura crítica de Tony Judt a lo que llama la «anestesia moral colectiva» de los intelectuales franceses sea, hechas las sumas y las restas, justa, omite algo que, quienes de alguna manera vivimos aquellos años, difícilmente podríamos olvidar: la vigencia de las ideas, la creencia –acaso exagerada– de que la cultura en general, y la literatura en particular, desempeñarían un papel de primer plano en la construcción de esa futura sociedad en que libertad y justicia se fundirían por fin de manera indisoluble. Las polémicas, las conferencias, las mesas redondas en el escenario atestado de la Mutualité, el público ávido, sobre todo de jóvenes, que seguía todo aquello con fervor y prolongaba los debates en los bistrots del Barrio Latino y de Saint Germain: imposible no recordarlo sin nostalgia. Pero es verdad que fue bastante efímero, menos trascendente de lo que creímos, y que lo que entonces nos parecían los grandes fastos de la inteligencia eran, más bien, los estertores de la figura del intelectual y los últimos destellos de una cultura de ideas y palabras, no recluida en los seminarios de la academia, sino volcada sobre los hombres y mujeres de la calle.
Cascais,  julio de 2014

La Careta del Gigante

Fuente La Republica
Escribe Mario Vargas llosa
Domingo, 13 de julio de 2014 

Me apenó mucho la cataclísmica derrota de Brasil ante Alemania en la semifinal de la Copa del Mundo, pero confieso que no me sorprendió tanto. De un tiempo a esta parte, la famosa “Canarinha” se parecía cada vez menos a lo que había sido la mítica escuadra brasileña que deslumbró mi juventud y esta impresión se confirmó para mí en sus primeras presentaciones en este campeonato mundial, donde el equipo carioca dio una pobre imagen haciendo esfuerzos desesperados para no ser lo que fue en el pasado sino jugar un fútbol de fría eficiencia, a la manera europea.

No funcionaba nada bien; había algo forzado, artificioso y antinatural en ese esfuerzo, que se traducía en un desangelado rendimiento de todo el cuadro, incluido el de su estrella máxima, Neymar. Todos los jugadores parecían embridados. El viejo estilo –el de un Pelé, Sócrates, Garrincha, Tostao, Zico– seducía porque estimulaba el lucimiento y la creatividad de cada cual, y de ello resultaba que el equipo brasileño, además de meter goles, brindaba un espectáculo soberbio, en que el fútbol se trascendía a sí mismo y se convertía en arte: coreografía, danza, circo, ballet.

Los críticos deportivos han abrumado de improperios a Luiz Felipe Scolari, el entrenador brasileño, al que responsabilizan de la humillante derrota por haber impuesto a la selección carioca una metodología de juego de conjunto que traicionaba su rica tradición y la privaba de la brillantez y la iniciativa que antes eran inseparables de su eficacia, convirtiendo a los jugadores en meras piezas de una estrategia, casi en autómatas. Sin embargo, yo creo que la culpa de Scolari no es solo suya sino, tal vez, una manifestación en el ámbito deportivo de un fenómeno que, desde hace algún tiempo, representa todo el Brasil: vivir una ficción que es brutalmente desmentida por una realidad profunda.

Todo nace con el gobierno de Lula da Silva (2003-2010), quien, según el mito universalmente aceptado, dio el impulso decisivo al desarrollo económico de Brasil, despertando de este modo a ese gigante dormido y encarrilándolo en la dirección de las grandes potencias. Las formidables estadísticas que difundía el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística eran aceptadas por doquier: de 49 millones los pobres bajaron a ser sólo 16 millones en ese período y la clase media aumentó de 66 a 113 millones. No es de extrañar que, con estas credenciales, Dilma Rousseff, compañera y discípula de Lula, ganara las elecciones con tanta facilidad. Ahora que quiere hacerse reelegir y que la verdad sobre la condición de la economía brasileña parece sustituir al mito, muchos la responsabilizan a ella de esa declinación veloz y piden que se vuelva al “lulismo”, el gobierno que sembró, con sus políticas mercantilistas y corruptas, las semillas de la catástrofe.

La verdad es que no hubo ningún milagro en aquellos años, sino un espejismo que sólo ahora comienza a despejarse, como ha ocurrido con el fútbol brasileño. Una política populista como la que practicó Lula durante sus gobiernos pudo producir la ilusión de un progreso social y económico que era nada más que un fugaz fuego de artificio. El endeudamiento que financiaba los costosos programas sociales era, a menudo, una cortina de humo para tráficos delictuosos que han llevado a muchos ministros y altos funcionarios de aquellos años (y los actuales) a la cárcel o al banquillo de los acusados. Las alianzas mercantilistas entre gobierno y empresas privadas enriquecieron a buen número de funcionarios y empresarios, pero crearon un sistema tan endemoniadamente burocrático que incentivaba la corrupción y ha ido desalentando la inversión. De otro lado, el Estado se embarcó muchas veces en faraónicas e irresponsables operaciones, de las que los gastos emprendidos con motivo de la Copa Mundial de Fútbol son un formidable ejemplo.

El gobierno brasileño dijo que no habría dineros públicos en los 13 mil millones que invertiría en el mundial de fútbol. Era mentira. El BNDS (Banco Brasileño de Desarrollo) ha financiado a casi todas las empresas que ganaron la buena pro en las obras de infraestructura y que, todas ellas, subsidiaban al Partido de los Trabajadores actualmente en el poder. (Se calcula que por cada dólar donado han obtenido entre 15 y 30 dólares en contratos).

Las obras mismas constituían un caso flagrante de delirio mesiánico y fantástica irresponsabilidad. De los doce estadios acondicionados sólo se necesitaban ocho, según advirtió la propia FIFA, y la planificación fue tan chapucera que la mitad de las reformas de la infraestructura urbana y de transportes debieron ser canceladas o sólo serán terminadas ¡después del campeonato! No es de extrañar que la protesta popular ante semejante derroche, motivado por razones publicitarias y electoralistas, sacara a miles de miles de brasileños a las calles y remeciera a todo el Brasil.

Las cifras que los organismos internacionales, como el Banco Mundial, dan en la actualidad sobre el futuro inmediato del Brasil son bastante alarmantes. Para este año se calcula que la economía crecerá apenas un 1.5%, un descenso de medio punto sobre los últimos dos años en los que sólo raspó el 2% . Las perspectivas de inversión privada son muy escasas, por la desconfianza que ha surgido ante lo que se creía un modelo original y ha resultado ser nada más que una peligrosa alianza de populismo con mercantilismo y por la telaraña burocrática e intervencionista que asfixia la actividad empresarial y propaga las prácticas mafiosas.

Pese a un horizonte tan preocupante, el Estado sigue creciendo de manera inmoderada –ya gasta el 40% del producto bruto– y multiplica los impuestos a la vez que las “correcciones” del mercado, lo que ha hecho que cunda la inseguridad entre empresarios e inversores. Pese a ello, según las encuestas, Dilma Rousseff ganará las próximas elecciones de octubre, y seguirá gobernando inspirada en las realizaciones y logros de Lula da Silva.

Si es así, no sólo el pueblo brasileño estará labrando su propia ruina y más pronto que tarde descubrirá que el mito en el que está fundado el modelo brasileño es una ficción tan poco seria como la del equipo de fútbol al que Alemania aniquiló. Y descubrirá también que es mucho más difícil reconstruir un país que destruirlo. Y que, en todos estos años, primero con Lula da Silva y luego con Dilma Rousseff, ha vivido una mentira que irán pagando sus hijos y sus nietos, cuando tengan que empezar a reedificar desde las raíces una sociedad a la que aquellas políticas hundieron todavía más en el subdesarrollo. Es verdad que Brasil había sido un gigante que comenzaba a despertar en los años que lo gobernó Fernando Henrique Cardoso, que ordenó sus finanzas, dio firmeza a su moneda y sentó las bases de una verdadera democracia y una genuina economía de mercado. Pero sus sucesores, en lugar de perseverar y profundizar aquellas reformas, las fueron desnaturalizando y regresando el país a las viejas prácticas malsanas.

No sólo los brasileños han sido víctimas del espejismo fabricado por Lula da Silva, también el resto de los latinoamericanos. Porque la política exterior del Brasil en todos estos años ha sido de complicidad y apoyo descarado a la política venezolana del comandante Chávez y de Nicolás Maduro, y de una vergonzosa “neutralidad” ante Cuba, negándoles toda forma de apoyo ante los organismos internacionales a los valerosos disidentes que en ambos países luchan por recuperar la democracia y la libertad. Al mismo tiempo, los gobiernos populistas de Evo Morales en Bolivia, del comandante Ortega en Nicaragua y de Correa en el Ecuador –las más imperfectas formas de gobiernos representativos en toda América Latina– han tenido en Brasil su más activo valedor.

Por eso, cuanto más pronto caiga la careta de ese supuesto gigante en el que Lula habría convertido al Brasil, mejor para los brasileños. El mito de la “Canarinha” nos hacía soñar hermosos sueños. Pero en el fútbol como en la política es malo vivir soñando y siempre preferible –aunque sea dolorosa– atenerse a la verdad.
Madrid, julio de 2014

El fracaso de Ortega y Gasset

Fuente La República
Escribe Mario Vargas Llosa
Domingo, 29 de junio de 2014 

Me hubiera gustado escuchar una conferencia de Ortega y Gasset, o, mejor todavía, seguir alguno de sus cursos. Todos quienes lo oyeron dicen que hablaba con la misma elegancia e inteligencia que escribía, en un español rico y fluido, muy seguro de sí mismo, con ciertos desplantes vanidosos que no ofendían a nadie por la enorme cultura que exhibía y la claridad con que era capaz de desarrollar los temas más complejos. La doctora Margot Arce, que fue su alumna, me contaba en Puerto Rico, medio siglo después de haberlo oído, el silencio reverencial y extático que su palabra imponía a su auditorio.

Me lo imagino muy bien; incluso cuando uno lo lee –y yo lo he leído bastante, siempre con placer– tiene la sensación de estarlo oyendo, porque en su prosa clara y frondosa hay siempre algo de oral.

La biografía que acaba de publicar Jordi Gracia (Taurus), muestra un Ortega y Gasset mucho menos recio y firme en sus ideas y convicciones de lo que se creía, un intelectual que de tanto en tanto experimenta crisis profundas de desánimo que paralizan esa energía que, en otras épocas, parece inagotable, y lo lleva a escribir, estudiar y meditar sin tregua, durante semanas y meses, produciendo artículos, ensayos, una correspondencia ingente, dando clases y conferencias y desarrollando al mismo tiempo una labor editorial que dejaba una huella importante en la cultura de su tiempo.

Muestra, también, que ese trabajador infatigable era, como un Isaiah Berlin, prácticamente incapaz de planear y terminar un libro orgánico, pese a tener la intuición premonitoria de tantos, que nunca llegaría a escribir, porque la dispersión lo ganaba. Por eso fue, sobre todo, un escritor de artículos y pequeños ensayos, y, sus libros, todos ellos con excepción del primero –Las Meditaciones del Quijote– recopilaciones o inconclusos. Nada de eso empobrece ni resta originalidad a su pensamiento; por el contrario, como ocurre con los textos casi siempre breves de Isaiah Berlin, los artículos de Ortega son generalmente algo mucho más rico y profundo que lo que suele ser un artículo periodístico, planteamientos, exposiciones o críticas que a menudo abordan temas de muy alto nivel intelectual y cargados de sugestiones a veces deslumbrantes y, sin embargo, siempre asequibles al lector no especializado.

Por eso ha hecho muy bien Jordi Gracia rastreando como un sabueso toda la trayectoria de los artículos de Ortega y Gasset; es la más segura manera de acercarse a su intimidad de pensador y de escritor, de averiguar cómo discurría en él su vocación de filósofo y de literato. Todo comenzaba por una idea o una intuición que volcaba en un artículo (a veces en varios). De allí, ese embrión pasaba la prueba de una clase o una charla pública y, enriquecido, cuajaba en un ensayo. Aunque muchas veces tenía la idea de prolongarlo en un libro, por lo general no pasaba de allí, porque otra intuición, hallazgo o invención genial lo desviaba a otro artículo, que, luego, siguiendo el mismo itinerario, terminaba desembocando en uno de esos ensayos –con frecuencia excelentes y a menudo soberbios– que son la columna vertebral de su obra y que ocuparon gran parte de su vida.

Jordi Gracia muestra también que la vocación política fue tan importante en Ortega como la intelectual. En su juventud, en su temprana y media madurez, ambas vocaciones se fundían en una sola; quería ser un gran pensador y un gran escritor para cambiar a España de raíz, volverla europea, modernizarla, democratizarla, lo que para él –como para los intelectuales que atrajo a la Agrupación al Servicio de la República– significaba llevar a gobernar el país a sus hijos más cultos, inteligentes y decentes, en vez de esa clase política que desprecia por mediocre, falta de ideas y de creatividad, acomodaticia y cínica. A tratar de formar un movimiento que materialice ese proyecto dedica buena parte de su tiempo, pues él está convencido que se trata de una acción cultural, de diseminación de ideas nuevas y fértiles, y eso explica que se vuelque de ese modo a una tarea periodística, en diarios y revistas, convencido de que esa es la mejor manera de cambiar la política en uso, contagiando entusiasmo por unas ideas y unos valores que deben llegar al gran público de la misma manera que llegaban a sus estudiantes: a través de la persuasión. En eso consistía lo que él llamaba su “liberalismo”, aunque, muchas veces, le añadiera la palabra socialismo, para indicar que aquella revolución cultural de la vida política no estaría exenta de un fuerte contenido social. La República le pareció que era el régimen más propicio para aquella transformación política de España.

Sin embargo, aquellos no eran tiempos para la sana controversia de las ideas como quería Ortega, sino la de los fanatismos encontrados en la que los insultos y las pistolas reemplazaban rápidamente los debates y los diálogos entre los adversarios. Este será el gran fracaso de Ortega, la absoluta inoperancia de aquella pacífica revolución cultural que proponía y que, primero la violenta experiencia republicana y luego la sublevación fascista y la guerra enterrarían por más de medio siglo.

El libro de Jordi Gracia da cuenta pormenorizada y con admirable objetividad de la traumática experiencia que significó para Ortega el desmoronamiento de todos sus anhelos políticos. Primero, la desilusión que tuvo con la República que no se parecía en nada a aquella ilustrada coexistencia en la diversidad que había previsto, y, luego, la sublevación militar y la Guerra Civil. La impotencia lo condujo al silencio. Pero nunca traicionó su propio ideal, aunque admitiera que, en esa circunstancia, era simplemente impracticable, desprovisto de toda realidad. El silencio que guardó en tantos años de exilio, en Francia, en Portugal, en Argentina, desprestigió a Ortega a los ojos de muchos. Yo creo que fue un acto de gran coraje tratar de mantenerse al margen, sin tomar partido, por dos opciones que le parecían igualmente inaceptables: el fascismo y una república muy poco democrática, dominada por los extremismos sectarios.

Creo que fue un gran error de su parte volver a España en plena dictadura, creyendo ingenuamente que con la posguerra el régimen se abriría; y la verdad es que lo pagó caro, pues, como muestra con lujo de detalles Jordi Gracia, a la vez que seguía siendo atacado (y silenciado) con ferocidad por el nacional catolicismo, ciertos sectores falangistas trataban de apropiárselo, sembrando la confusión en torno de él, al extremo de que seguidores suyos tan fieles como María Zambrano llegaran a creer que había traicionado sus viejos ideales. Nunca los traicionó; hasta el fin de sus días fue laico y ateo y defensor de una democracia liberal signada por la tolerancia. Al mismo tiempo, pese a la incomodidad política permanente en la que pasó sus últimos años, su vitalidad intelectual nunca cesó de manifestarse, en ensayos y artículos que recobraban a veces el vigor expresivo y la riqueza creativa de antaño. El reconocimiento que tuvo en los últimos años fue en el extranjero, en Alemania sobre todo, pero también en Inglaterra y en Estados Unidos. En España, en cambio, y hasta hoy día, nunca se le ha reivindicado del todo, porque, para unos, es una figura ambigua y reticente, que mantuvo durante la Guerra Civil y la inmediata posguerra un silencio cobarde que constituía una discreta complicidad con los fascistas, o un conservador de viejo cuño, inadaptado e irremisiblemente enemistado con la modernidad.

Uno de los grandes méritos del libro de Jordi Gracia es que, sin excusarle ninguna de sus equivocaciones y errores políticos, ni dejar de señalar cómo a veces la vanidad lo cegaba y lo llevaba a exagerar sus exabruptos, hecho el balance, Ortega y Gasset es uno de los grandes pensadores de nuestra época, y que, precisamente en el tiempo en que vivimos –no en el que él vivió– sus ideas políticas han sido en buena medida confirmadas por la realidad. Leerlo ahora no es un quehacer arqueológico, sino una inmersión en un pensamiento candente, muy provechoso para encarar la problemática actual, a la vez que disfrutar del placer exquisito que produce un escritor que pensaba con gran libertad y originalidad y expresaba sus ideas con la belleza y la precisión de los mejores prosistas de nuestra lengua.
Barcelona, junio de 2014

Cambio de Guardia

Fuente La República
Escribe Mario Vargas Llosa
Domingo, 15 de junio de 2014 

Vi el discurso de abdicación del rey Juan Carlos en un pequeño televisor de un hotelito de Florencia y me emocionó escucharlo. Por el visible esfuerzo que hacía para mantener la serenidad y presentar su apartamiento del trono como algo natural, sabiendo muy bien que daba un paso trascendental, lo que suele llamarse un “hecho histórico”. Y porque esta renuncia en favor de su hijo, el príncipe Felipe, cerraba un período durísimo para él, de quebrantos de salud, escándalos familiares y personales, unas excusas públicas y unos esfuerzos denodados en los últimos tiempos a fin de recuperar, para él y para la institución monárquica, la popularidad y el arraigo que había sentido resquebrajarse. El discurso fue impecable: breve, preciso, persuasivo y bien escrito.

Desde entonces, el Rey ha recibido múltiples manifestaciones de cariño en todas sus presentaciones públicas y muy pocos ataques y diatribas. Yo estoy seguro que, a medida que discurra el tiempo, el balance de los historiadores irá haciendo crecer su figura de estadista y terminará por reconocerse que los 39 años de su reinado habrán sido, en gran parte gracias a él, los más libres, democráticos y prósperos de la larga historia de España. Y nada me parece tan justo como decir –lo ha afirmado Javier Cercas en un artículo– que sin el rey Juan Carlos no hubiera habido democracia en este país. Ciertamente que no, por lo menos de la manera pacífica, consensuada e inteligente que fue la transición.

Espero que, en el futuro, algún novelista español de aliento tolstoiano, se atreva a contar esta fantástica historia. El régimen de Franco había urdido, con las mejores cabezas de que disponía, su supervivencia, mediante la restauración de una monarquía de corte autoritario, para la cual el Caudillo y su entorno habían educado, desde niño, apartándolo de su familia y sometiéndolo a una celosa formación especial, al joven príncipe, al que las Cortes franquistas, luego de la muerte de Franco, entronizaron Rey de España. Pero en su fuero íntimo, nadie sabe exactamente de qué modo y desde cuándo, el joven Juan Carlos había llegado a la conclusión de que, asumido el trono, su obligación debía ser exactamente la opuesta a la que había sido prefacturada para él. Es decir, no prolongar –guardando ciertas formas– la dictadura, sino acabar con ella y conducir a España hacia una democracia moderna y constitucional, que abriera su patria al mundo del que había estado poco menos que secuestrada los últimos cuarenta años, y reconciliara a todos los españoles dentro de un sistema abierto, tolerante, de legalidad y libertad, donde coexistieran pacíficamente todas las ideas y doctrinas y se respetaran los derechos humanos.

Parecía una tarea imposible de alcanzar sin que los herederos de Franco, que controlaban el poder y contaban todavía –para qué mentir– con un fuerte apoyo de opinión pública, se rebelaran contra esta democratización de España que los condenaría a la extinción, y se opusieran a ella con todos los medios a su alcance, incluida, por supuesto, la de una violencia militar. ¿Por qué no lo hicieron? Porque, con una habilidad extraordinaria, guardando siempre las formas más exquisitas, pero sin dar jamás un paso en falso, el joven monarca los fue embarcando de tal modo en el proceso de transformación que, cuando advertían que ya habían cedido demasiado, confundidos y desconcertados, en vez de reaccionar estaban ya haciendo una nueva concesión. La opinión pública, transformada en el curso de esta marcha hacia la libertad, se alistaba en ella y apoyaba de manera cada vez más dinámica los cambios que, semana a semana, día a día, fueron cambiando de raíz la realidad política de España.

Con motivo de su fallecimiento, se ha recordado hace poco y con mucha justicia, la notable labor que cumplió Adolfo Suárez en la transición. Claro que sí. Pero hay que recordar que fue el rey Juan Carlos quien, con olfato infalible, eligió para que fuese su colaborador en esta extraordinaria operación, a quien era entonces nada menos que Ministro Secretario General del Movimiento, es decir, del conjunto de organizaciones e instituciones políticas del régimen franquista. Nadie debe menoscabar, desde luego, la importancia que alcanzaron en la transición pacífica de España de la dictadura a la democracia, de un régimen vertical a un sistema plural y abierto, prácticamente todas las fuerzas políticas del país, de la derecha a la izquierda, y que todas ellas estuvieran dispuestas, en aras de la paz, a hacer concesiones que hicieran posibles los consensos de los que resultó el gran acuerdo constitucional. Pero nadie debería tampoco olvidar que quien, desde un principio, concibió, impulsó y llevó a buen puerto este proceso, fue el monarca que, prestando un nuevo gran servicio a su país, acaba de abdicar a fin de que herede el trono el príncipe Felipe y con él se abra para España “una nueva etapa de esperanza en la que se combinen la experiencia adquirida y el impulso de una nueva generación”.

Si, de este modo, el rey Juan Carlos contribuyó de manera decisiva a que la democratización de España se llevara a cabo de manera pacífica, con su conducta clara y firme que hizo debelar el intento golpista del 23 de febrero de 1981, consiguió para la monarquía una legitimidad que había perdido vigor y calor popular. Porque lo cierto es que el pueblo español no era monárquico cuando murió Franco. Empezó a ser, o a volver a serlo, gracias al protagonismo que tuvo el Rey apoyando y liderando la democratización de España. Pero fue luego del aplastamiento del intento golpista del 23/F que el rey Juan Carlos devolvió a la Monarquía el respaldo resuelto y entusiasta de la gran mayoría de la población, lo que ha sido factor decisivo de la estabilidad política e institucional de la España de estas últimas décadas.

Esta historia, que he resumido en pocas líneas, está todavía por contarse. Es una historia fuera de lo común, de una complejidad y sutileza sólo comparable con las de las más grandes novelas, en la que, en la soledad más absoluta, un joven prisionero de una maquinaria casi invencible, se libera de ella y decide, ejerciendo unos poderes que entonces sí tenía el Rey, rebelarse contra el sistema que estaba encargado de salvar, deshaciéndolo y rehaciéndolo de pies a cabeza, cambiando sutilmente todo el libreto que debía aprenderse y ejecutar y reemplazándolo por su contrario. Mucha gente lo ayudó, desde luego, pero él fue, él solo, desde el principio hasta el final, el director del espectáculo.
Por eso la España sobre la que va a reinar don Felipe VI es, hoy, esencialmente distinta de aquella que era cuando murió Franco: una democracia moderna y respetada, un país libre, solvente y culto, que figura entre los más avanzados del mundo. Conviene no olvidar cuánto de todo ello se debe al monarca que ahora se retira para que lo sustituya su heredero.

Es verdad que el príncipe Felipe ha sido muy bien preparado para la difícil responsabilidad que va a asumir. También lo es que España vive hoy problemas enormes –el primero y el más grave de ellos, las amenazas de secesión que podrían hundirla en una crisis de incalculables consecuencias– y que, por más que el monarca en una monarquía constitucional reine pero no gobierne, los desafíos que va a enfrentar van a poner a prueba todos los conocimientos y experiencias que ha adquirido en el curso de su exigente formación. Lo más importante es que el nuevo rey, mediante sus gestos, iniciativas, tacto y comportamiento, mantenga viva la adhesión que es hoy aún muy profunda en la sociedad española hacia la monarquía constitucional. No es cierto que, mientras haya democracia, importe poco si un régimen es republicano o monárquico. No cuando el problema de la unidad de un país es tan grave como hoy día en España. La monarquía es una de las pocas instituciones que garantiza esa unidad en la diversidad sin la cual podría sobrevenir la desintegración de una de las más antiguas e influyentes civilizaciones del mundo. En todas las otras la división, el encono, el fanatismo y la miopía política han sembrado ya las semillas de la fragmentación. Ayudemos todos a Su Majestad don Felipe VI a tener éxito poniendo nuestro granito de arena en la tarea de mantener a España unida, diversa y libre como lo ha sido estos 39 últimos años.
Madrid, junio de 2014

Decadencia de Occidente


Fuente La República
Domingo, 01 de junio de 2014
Escribe Mario Vargas llosa


Aunque en apariencia los partidos tradicionales –populares y socialistas– han ganado las elecciones al Parlamento Europeo, la verdad es que ambos han perdido muchos millones de votos y que el hecho central de esta elección es la irrupción torrencial en casi toda Europa de partidos ultraderechistas o ultraizquierdistas, enemigos del euro y de la Unión Europea, a los que quieren destruir, para resucitar las viejas naciones, cerrar las fronteras a la inmigración y proclamar sin rubor su xenofobia, su nacionalismo, su filiación antidemocrática y su racismo. Que haya matices y diferencias entre ellos no disimula la tendencia general de una corriente política que hasta ahora parecía minoritaria y marginal y que, en esta justa electoral, ha demostrado un crecimiento espectacular.

Los casos más emblemáticos son los de Francia y Gran Bretaña. El Front National de Marine Le Pen, que, hasta hace pocos años era un grupúsculo excéntrico, es ahora el primer partido político francés –de no tener un solo diputado europeo tiene ahora 24– y el UKIP, Partido de la Independencia del Reino Unido, luego de derrotar a conservadores y laboristas, se convierte en la formación política más votada y popular de la cuna de la democracia. Ambas organizaciones son enemigas declaradas de la construcción europea y quieren enterrarla a la vez que acabar con la moneda común y levantar barreras inexpugnables contra una inmigración a la que hacen responsable del empobrecimiento, el paro y la subida de la delincuencia en toda Europa occidental. La extrema derecha triunfa también en Dinamarca, en Austria los eurófobos del FPÖ alcanzan el 20%, y en Grecia el ultraizquierdista antieuropeo Syriza gana las elecciones y el partido neonazi Amanecer Dorado (10% de los votos) envía tres diputados al Parlamento Europeo. Catástrofes parecidas, aunque en porcentajes algo menores, ocurren en Hungría, Finlandia, Polonia y demás países europeos donde el populismo y el nacionalismo aumentan también su fuerza electoral.

Algunos comentaristas se consuelan afirmando que estos resultados denotan un voto de rabia, una protesta momentánea, más que una transformación ideológica del Viejo Continente. Pero como es seguro que la crisis de la que han resultado los altos niveles de desempleo y la caída del nivel de vida tardará todavía algunos años en quedar atrás, todo indica que el vuelco político que muestran estas elecciones en vez de ser pasajero, probablemente durará y acaso se agravará. ¿Con qué consecuencias? La más obvia es que la integración europea, si no se frena del todo, será mucho más lenta de lo previsto, con la casi seguridad de que habrá desenganches entre los países miembros, empezando por el británico, que parece ya casi irreversible. Y, acosada por unos movimientos antisistema cada vez más robustos y operando en su seno como una quinta columna, la Unión Europea estará cada vez más desunida y conmovida por crisis, políticas fallidas y una contestación permanente que, a la corta o a la larga, podrían enterrarla. De este modo, el más ambicioso proyecto democrático internacional se iría a pique y la Europa de las naciones encrespadas regresaría curiosamente a los extremismos y paroxismos de los que resultaron las matanzas vertiginosas de la Segunda Guerra Mundial. Pero, incluso si no se llega al cataclismo de una guerra, su decadencia económica y política seguiría siendo inevitable, a la sombra vigilante del nuevo (y viejo) imperio ruso.

Al mismo tiempo que me enteraba de los resultados de las elecciones europeas yo leía, en el último número de The American Interest, la revista que dirige Francis Fukuyama (May/June 2014), una fascinante encuesta titulada America Self-Contained? (que podría traducirse como “¿América ensimismada?”), en la que una quincena de destacados analistas estadounidenses de distintas tendencias examinan la política exterior del gobierno del presidente Obama. Las coincidencias saltaban a la vista. No porque en Estados Unidos haya hecho irrupción el populismo nacionalista y fascistón que podría acabar con Europa, sino porque, con métodos muy distintos, el país que hasta ahora había asumido el liderazgo del Occidente democrático y liberal, discretamente iba eximiéndose de semejante responsabilidad para confinarse, sin traumas ni nostalgia, en políticas internas cada vez más desconectadas del mundo exterior y aceptando, en este globalizado planeta de nuestros días, su condición de país destronado y menor.

Sobre las razones de esta “decadencia” los críticos discrepan, pero todos están de acuerdo con que esta última se refleja en una política exterior en la que Obama, con el apoyo inequívoco de una mayoría de la opinión pública, se desembaraza de manera sistemática de asumir responsabilidades internacionales: su retiro de Irak, primero, y, ahora, de Afganistán, tras dos fracasos evidentes, pues en ambos países el islamismo más destructor y fanático sigue haciendo de las suyas y llenando las calles de cadáveres. De otro lado, el gobierno de Estados Unidos se dejó derrotar pacíficamente por Rusia y China cuando amenazó con intervenir en Siria para poner fin al bombardeo con gases venenosos a la población civil por parte del gobierno de El Asad y no sólo no lo hizo sino toleró sin protestar que aquellas dos potencias siguieran suministrando armamento letal a la corrupta dictadura. Incluso Israel se dio el lujo de humillar al gobierno norteamericano cuando éste, a través de los empeños del secretario de Estado Kerry, intentó una vez más resucitar las negociaciones con los palestinos, saboteándolas abiertamente.

Según la encuesta de The American Interest nada de esto es casual, ni se puede atribuir exclusivamente al gobierno de Obama. Se trata, más bien, de una tendencia que viene de muy atrás y que, aunque soterrada y discreta por buen tiempo, encontró a raíz de la crisis financiera que golpeó con tanta fuerza al pueblo estadounidense ocasión de crecer y manifestarse a través de un gobierno que se ha atrevido a materializarla. Aunque la idea de que Estados Unidos se enrosque en solucionar sus propios problemas y, a fin de acelerar su desarrollo económico y devolver a su sociedad los altos niveles de vida que alcanzó en el pasado, renuncie al liderazgo de Occidente y a intervenir en asuntos que no le conciernan directamente ni representen una amenaza inmediata a su seguridad, sea objeto de críticas entre la elite y la oposición republicana, ella tiene un apoyo popular muy grande, la de los hombres y mujeres comunes y corrientes, convencidos de que Estados Unidos debe dejar de sacrificarse por los “otros”, enfrascándose en costosísimas guerras donde dilapida sus recursos y sacrifica a sus jóvenes, en tanto que escasea el trabajo y la vida se vuelve cada vez más dura para el ciudadano común. Uno de los ensayos de la encuesta muestra cómo, cada uno de los importantes recortes en gastos militares que ha hecho Obama, han merecido el respaldo aplastante de la ciudadanía.

¿Qué conclusiones sacar de todo esto? La primera es que el mundo ha cambiado ya mucho más de lo que creíamos y que la decadencia de Occidente, tantas veces pronosticada en la historia por intelectuales sibilinos y amantes de las catástrofes, ha pasado por fin a ser una realidad de nuestros días. ¿Decadencia en qué sentido? Ante todo, en el papel director, de avanzada, que tuvieron Europa y Estados Unidos en el pasado mediato e inmediato, para muchas cosas buenas y algunas malas. La dinámica de la historia ya no sólo nace allí sino, también, en otras regiones y países que, poco a poco, van imponiendo sus modelos, usos, métodos, al resto del mundo. Esta descentralización de la hegemonía política no estaría mal si, como creía Francis Fukuyama luego de la caída del Muro de Berlín, la democracia liberal se expandiera por todo el planeta erradicando la tradición autoritaria para siempre. Por desgracia no ha sido así sino, más bien al revés. Nuevas formas de autoritarismo, como los representados por la Rusia y China de nuestros días, han sustituido a las antiguas, y es más bien la democracia la que empieza a retroceder y a encogerse por doquier, debilitada por los caballos de Troya que han comenzado a infiltrarse en las que creíamos ciudadelas de la libertad.
Madrid, mayo de 2014

El Mago del Norte

Fuente La República
Domingo, 18 de mayo de 2014
Escribe Mario Vargas Llosa

Isaiah Berlin fue un demócrata y un liberal, uno de esos raros intelectuales tolerantes, capaces de reconocer que sus propias convicciones podían ser erradas y acertadas las de sus adversarios ideológicos. Y la mejor prueba de ese espíritu abierto y sensible que contrastaba siempre sus ideas con la realidad a ver si las confirmaba o contradecía, la dio dedicando sus mayores empeños intelectuales a estudiar, no tanto a los filósofos y pensadores afines a la cultura de la libertad, como a sus más enconados enemigos, por ejemplo un Carlos Marx o un Joseph de Maistre, a los que dedicó ensayos admirables por su rigor y ponderación. Tenía la pasión del saber y, a quienes promovían las cosas que él detestaba, como el autoritarismo, el racismo, el dogmatismo y la violencia, antes que refutarlos, quería entenderlos, averiguar cómo y por qué habían llegado a defender causas y doctrinas que agravaban la injusticia, la barbarie y los sufrimientos humanos.

Un buen ejemplo de todo ello es el volumen titulado The Magus of the North. J.G. Hamann and the Origins of Modern Irrationalism (1993), colección de notas y ensayos que Berlin no llegó a integrar en un libro orgánico y que recopiló y prologó Henry Hardy, su discípulo, al que nunca podremos agradecerle bastante su extraordinaria labor de rastreo y edición de las decenas de trabajos que Isaiah Berlin, por su escaso interés en publicar y su maniático perfeccionismo, dejó dispersos en revistas académicas o inéditos. Yo creía haber leído todos los trabajos del gran pensador liberal, pero éste se me había escapado y acabo de hacerlo, con el mismo absorbente placer que todo lo que escribió.

Lo extraordinario de estas notas, artículos y bocetos de ensayos que a lo largo de su vida dedicó Berlin al teólogo y filósofo alemán Johann Georg Hamann (1730-1788), enemigo mortal de la Ilustración y portavoz afiebrado del irracionalismo, es que, a través de ellas, este reaccionario convicto y confeso resulta una figura simpática y en muchos sentidos hasta moderna. Su defensa de la sinrazón –las pasiones, el instinto, el sexo, los abismos de la personalidad– como parte integral de lo humano y su idea de que todo sistema filosófico exclusivamente racionalista y abstracto constituye una mutilación de la realidad y la vida son perfectamente válidas y sus audaces teorías, por ejemplo sobre el sexo y la lingüística, en cierto modo prefiguran algunas de las posiciones libertarias y anárquicas más radicales, como las de un Michel Foucault. Asimismo, resulta profética su denuncia de que, si continuaba por el camino que había tomado, la filosofía del futuro naufragaría en un oscurantismo indescifrable, máscara del vacío y la inanidad, que la pondría fuera del alcance del lector común.

Donde estas coincidencias cesan es en aquella encrucijada en la que aparece Dios, a quien Hamann subordina todo lo que existe y que es, para el místico germano, la justificación y explicación única y final de la historia social y los destinos individuales. Su rechazo de las generalizaciones y de lo abstracto y su defensa de lo particular y lo concreto hicieron de él un confaloniero del individualismo y un enemigo mortal de lo colectivo como categoría social y signo de identidad. En este sentido fue, de un lado, dice Berlin, un precursor del romanticismo y de lo que dos siglos más tarde sería el existencialismo (sobre todo en la versión católica de un Gabriel Marcel), pero, del otro, uno de los fundadores del nacionalismo e, incluso, al igual que Joseph de Maistre, del fascismo.

Hamann nació en Königsberg, hijo de un barbero cirujano, en el seno de una familia pietista luterana, y su infancia transcurrió en un medio de gentes religiosas y estoicas, cuyos antepasados desconfiaban de los libros y la vida intelectual; él, sin embargo, fue un lector voraz y se las arregló para entrar a la universidad donde adquirió una formación múltiple y algo extravagante de historia, geografía, matemáticas, hebreo, teología, a la vez que por su cuenta aprendía francés y escribía poemas. Comenzó a ganarse la vida como tutor de los hijos de la próspera burguesía local y, durante algún tiempo, pareció ganado por las ideas que venían de la Francia de Voltaire y Montesquieu. Pero no mucho después, durante una estancia en Londres vinculada a una misteriosa conspiración política, y luego de unos meses de disipación y excesos que lo llevaron a la ruina, experimentó la crisis que cambiaría su vida.

Ocurrió en 1757. Sumido en la miseria, aislado del mundo, se sepultó en el estudio de la Biblia, convencido, según escribiría más tarde, como Lutero, que el libro sagrado del cristianismo era “una alegoría de la historia secreta del alma de cada individuo”. Emergió de esa experiencia transformado en el conservador y reaccionario pendenciero y solitario que, en panfletos polémicos que se sucedían como puñetazos, criticaría con ferocidad todas las manifestaciones de la modernidad allí donde aparecieran: en la ciencia, en las costumbres, en la vida política, en la filosofía y, sobre todo, en la religión. Había regresado, y con celo ardiente, al protestantismo luterano de sus ancestros. Se hizo de adversarios y enemigos por doquier por su carácter intratable. Solía, incluso, enemistarse con gentes que lo respetaban y querían ayudarlo, como Kant, lector suyo y quien trató de conseguirle un puesto en la Universidad. De él dijo que “era un pequeño homúnculo agradable para chismear un rato pero totalmente ciego ante la verdad”. A Herder, que fue su admirador confeso y se consideraba su discípulo, nunca le tuvo el menor aprecio intelectual. No es extraño, por eso, que su vida transcurriera casi en el anonimato, con pocos lectores, y fuera sumamente austera, debido a los oscuros empleos burocráticos con los que ganaba su sustento.

Después de muerto, el Mago del Norte, como Hamann gustaba llamarse a sí mismo, fue pronto olvidado por el escaso círculo que conocía sus obras. Isaiah Berlin se pregunta: “¿Qué hay en él que merezca ser resucitado en nuestros días?” La respuesta da lugar al mejor capítulo de su libro: “The Central Core” (“El núcleo central”).

Lo verdaderamente original en Hamann, explica, es su concepción de la naturaleza del hombre, en las antípodas de la visión optimista y racional que de ella promovieron los enciclopedistas y filósofos franceses de la Ilustración. La criatura humana es una creación divina y, por lo tanto, soberana y única, que no puede ser disuelta en una colectividad, como hacen quienes inventan teorías (“ficciones”, según Hamann) sobre la evolución de la historia hacia un futuro de progreso, en el que la ciencia iría desterrando la ignorancia y aboliendo las injusticias. Los seres humanos son distintos y también sus destinos; y su mayor fuente de sabiduría no es la razón ni el conocimiento científico sino la experiencia, la suma de vivencias que acumulan a lo largo de su existencia. En este sentido, los pensadores y académicos del siglo dieciocho le parecían auténticos “paganos”, más alejados de Dios que “los ladrones, mendigos, criminales y vagabundos –los seres de vida “irregular”–, que, por la inestabilidad y los tumultos de su arriesgada existencia podían muchas veces acercarse de manera más honda y directa a la trascendencia divina.

Era un puritano y, sin embargo, en materia sexual propugnaba ideas que escandalizaron a todos sus contemporáneos. “¿Por qué un sentimiento de vergüenza rodea a nuestros gloriosos órganos de la reproducción?”, se preguntaba. A su juicio, tratar de domesticar las pasiones sexuales debilitaba la espontaneidad y el genio humano y, por eso, quien quería conocerse a fondo debía explorarlo todo, e, incluso, “descender al abismo de las orgías de Baco y de Ceres”. Sin embargo, quien en este dominio se mostraba tan abierto, en otro sostenía que la única manera de garantizar el orden era mediante una autoridad vertical y absoluta que defendiera el individuo, la familia y la religión como instituciones tutelares e intangibles de la sociedad.

Aunque este libro de Isaiah Berlin es una amalgama de textos, adolece de repeticiones y da a veces la impresión de que hay muchos vacíos que quedaron por llenar, se lee con el interés que él sabía imprimir a todos sus ensayos a los que siempre convertía, no importa de qué trataran, en una fiesta de las ideas.


Madrid, mayo de 2014