Diario Tiempo argentino
Publicado el 8 de Octubre de 2010Por
Lo esperó durante tres décadas. Incluso suavizó sus declaraciones políticas para obtenerlo. Y lo ganó cuando casi se había acostumbrado a aguardarlo inútilmente.
Podemos imaginar la escena de la siguiente manera. Es una brillante mañana en el otoño boreal de Nueva York. Mario Vargas Llosa se aplica colonia en las mejillas cansadas luego de una prolija rasurada. Cada palmada le ratifica las palabras que habrá de repetir en su conferencia ante estudiantes de Princeton. Conoce hasta las respuestas del silencio. En eso, un pájaro se para ante su ventana. “Buenos días, señor”, le dice el ave. “Vengo a informarle que acaba de obtener el Nobel de Literatura.” “¿Yo señor?”, responde atónito el peruano. “Sí señor”, contesta el pájaro. “¡Fabuloso! Espero que esta vez sea verdad”, se alegra el escritor.
El pájaro, en realidad, responde al nombre de Peter Englund y es el secretario permanente de la Academia Nobel de Letras. Horas más tarde, a las 13 de Estocolmo, habría de confirmarlo para el mundo alegando que el Premio le fue otorgado “por su cartografía de las estructuras de poder y de sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, la rebelión y la derrota”. Cuando se le consultó a Englund sobre la reacción de Vargas Llosa, respondió: “Se trata de un gran narrador, pero no sólo eso: es alguien que desarrolló las técnicas narrativas de una forma fantástica. A través de su producción se puede apreciar que es una persona apasionada. Y reaccionó como tal: se mostró muy pero muy feliz, muy conmovido.”
“¡Fabuloso! Espero que esta vez sea verdad”, fue la primera respuesta de Vargas Llosa, y no le faltaban motivos para dudar de la realidad. Su historia con el Nobel es demasiado larga, tanto que desde hace casi tres décadas aparece como uno de los potenciales candidatos siempre postergados, y ya nadie lo incluía entre los favoritos. “Estoy muy sorprendido”, fue lo primero que reconoció cuando la novedad se hizo pública. “No me lo esperaba; hace tantos años que se mencionaba mi nombre que ya no sabía si era en serio o no. Pensé que la Academia Sueca me había olvidado. Ni siquiera sabía que el premio se entregaba este mes”, exageró al final. Si de algo estaba seguro Vargas Llosa, era del mes, día y hora en que su nombre sonaba nuevamente para ser olvidado. Luchó demasiado para ello.
El premio a Vargas Llosa ratifica el adagio que lo último que se debe perder es la esperanza. Perteneciente a la llamada “generación del boom latinoamericano” a mediados de los ’60, sus obras fueron rápidamente traducidas al sueco (La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la Catedral), y obtuvo una gran aceptación por parte de crítica y público. Junto al chileno José Donoso y Gabriel García Márquez, fueron los mascarones de proa del movimiento. Con el continente bajo el yugo de dictaduras varias a comienzos de los ’80, la conversión de Vargas Llosa a un liberalismo ramplón y desaliñado resultó incomprensible a la visión de propios y extraños, sobre todo a la mirada de los académicos suecos para quienes, por muchos méritos que tuviera su obra, no entendían que esa pudiera ser la posición de un intelectual latinoamericano. El Nobel en 1982 a García Márquez fue un duro golpe para Vargas Llosa, que no sólo se distanció aun más del colombiano, sino que incluso se comprometió decididamente con la actuación política, al punto de someter algunas de sus obras (Historia de Mayta, por ejemplo) a su discurso ideológico. En 1990 llegó a presentarse como candidato a presidente, donde perdió en segunda vuelta con Alberto Fujimori.
Si bien no renunció a su credo político, con los años fue modificando algunas posiciones, en particular en lo relativo a su exposición pública y, sobre todo, de cara al siempre ansiado Nobel. Se reconcilió, si no con la persona, al menos con la obra de García Márquez (escribió un elogioso artículo en la edición conmemorativa de Cien años de soledad publicada por la Real Academia Española), sus novelas se abrieron a temáticas más amplias, y publicó artículos donde comulgaba, por ejemplo, con los policiales de moda de Stieg Larsson y, más sorprendentemente, con la legalización de la marihuana.
Pero no sólo Vargas Llosa cambió: en el signo inverso, también lo hizo la política europea y su “sensibilidad en la percepción de las cosas”. El 8 de diciembre de 2001, Knut Ahnlund, uno de los académicos suecos de corte más conservador (y responsable directo del Nobel a Camilo José Cela, en un episodio que tuvo ribetes escandalosos), publicó un artículo en el mismo Svenska Dagbladet titulado “Vargas Llosa: Indagando el estado del mundo”. Antes que destacar los valores de su obra literaria, Ahnlund pone de relieve que el peruano es “una de las mentes más claras y brillantes en el debate internacional”, y que la ceguera de sus compatriotas –al menos, de una parte de ellos– al no elegir por su opción reformista liberal, terminó condenando al país. Desde la Academia, entonces, Ahnlund fue uno de quienes retomó con mayor fuerza el impulso de restituir para el peruano lo que entendía como una injusticia divina.
Y hay algo más. En las últimas elecciones suecas de septiembre pasado se sumaron dos hechos históricos. El candidato de la coalición conservadora, el primer ministro Fredrik Reinfeldt, logró la reelección de su sector por primera vez en la vida moderna del país, desplazando así a la socialdemocracia en la alternancia del poder (su peor resultado desde 1914), y sumergiéndola en una profunda crisis. El otro hecho a destacar es que no consiguió la mayoría absoluta por tres escaños que fueron a manos de los Demócratas de Suecia, una agrupación de ultraderecha que centra su discurso en la xenofobia y la política contra los inmigrantes. El Vargas Llosa que obtiene el Nobel, en consecuencia, es hoy saludado en Suecia casi como un progresista. Claro que con matices. Su traductor, Jens Nordenhök, quien ha llevado seis de sus novelas y dos obras de teatro al sueco, naturalmente se manifestó feliz por la consagración del autor, aunque no deja de reconocer que el sueño del Nobel siempre intervino como un ingrediente problemático en su obra.
“Se podría decir Vargas Llosa es una especie de víctima del Premio Nobel”, afirma el traductor. “Siempre ha demostrado una gran ambición por obtenerlo. Él sentía que podía, quería e incluso estaba destinado a obtenerlo, lo cual a mi juicio lo llevaba a perder la perspectiva cuando escribía. Por ejemplo, La fiesta del chivo es una muy buena novela que tranquilamente podría prescindir de al menos 200 páginas, pero él creía que sólo con obras de largo aliento podía hacerse merecedor del premio. Y hace tanto que lo esperaba, que el hecho de que le llegue justo en este momento debe haberlo tomado por sorpresa.”
Nordenhök dice que traducir su obra no le resulta demasiado complejo: “No, es muy sencillo, puedo traducir 15 páginas de un tirón en un día de trabajo. Siento una gran afinidad con su forma de narrar, en particular por el manejo de la armonía, la coherencia con la que crea sus historias. Por supuesto, es muy afortunado para un traductor poder sentir eso.” Sin embargo, no experimenta la misma comunión con su mirada política. “El liberalismo para Vargas Llosa es su forma de ser en el mundo. Pero para mí no fue sencillo. Lo conocí cuando estuvo en Lund hace un par de años atrás y le pregunté su opinión sobre las dos lenguas de las minorías indígenas, el aymara y el quechua, que son habladas por 10 millones de personas en el Perú. Me respondió que debían olvidarse: ‘Todos tenemos una lengua, que es el español, y debemos remitirnos a ella’, me dijo. A pesar de la estrecha relación que siento con su prosa y su técnica narrativa, no puedo seguir traduciéndolo. En la Suecia de hoy, Vargas Llosa bien podría ser un ministro liberal.”
Finalmente, Vargas Llosa no fue presidente de Perú ni será ministro en Suecia. Pero llegó a alcanzar el Premio Nobel de Literatura, la obsesión que siempre lo persiguió.<
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