Dom, 10/10/2010
La República
Por Jorge Bruce
Esta semana los peruanos experimentamos una alegría vigorizante, que nos ayudó a sobrellevar mejor las diarias asperezas. El Nobel a Vargas Llosa lo sentimos como propio, por delirante o huachafa que esa emoción vicaria parezca. Bayly ha criticado ese sentimiento colectivo, afirmando el triunfo individual, fruto del trabajo encarnizado de una persona. Lo cual es cierto y falso a la vez.
Preguntémonos por qué vemos ese logro como algo que nos pertenece a todos los integrantes de esa variopinta comunidad llamada Perú.
¿Es la euforia encendida por las escasas victorias de los equipos nacionales de fútbol? Algo de eso hay, aunque esos grupos representan a la nación: es el equipo peruano. Vargas Llosa no es partidario de las banderitas o del nacionalismo, como sabemos. Sin embargo, ha dicho una frase rotunda y deliciosamente empalagosa como un suspiro a la limeña: “Soy Perú”. Así ha subrayado su hechura, raíces y afectos más primarios, todos peruanos.
Ha hecho más.
Alguna vez afirmó que el novelista es “un buitre que se alimenta de la carroña social”. Esa carroña dejó de ser esencialmente peruana a partir de La guerra del fin del mundo. Pero hasta entonces sus basurales eran blanquirrojos. A lo que se podría agregar que su carroña psíquica íntima, lo que él llama sus demonios, está arraigada en nuestro infierno patrio.
No es, sin embargo, solo esa raigambre lo que hace que nos reconozcamos en sus obras. Es el hecho de que, a partir de las miserias y sufrimientos de una sociedad frustrante e injusta como la nuestra, el escritor haya podido construir una obra deslumbrante y majestuosa como una catedral. Es esa capacidad única de transformación de la mierda –social, personal– en belleza y profundidad sinfónicas lo que nos da esperanza y confianza en la posteridad.
Cuando leí Los cachorros, La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, el Perú no volvió a ser el mismo para mí. Podría haber quedado fijado en una visión deprimente de la vida acá. Ocurrió lo contrario. Supe que es posible hallar grandeza en lo más bajo, y construir una realidad alternativa, mil veces mejor, con tenacidad, talento, integridad y valentía. Freud no hace otra cosa cuando coloca este epígrafe de Virgilio en su Interpretación de los sueños: Flectere si nequeo superos, acheronta movebo (“Si no puedo persuadir a los dioses del cielo, moveré a los de los infiernos”).
Pese a ser un triunfo personal, gracias a una disciplina legendaria e intimidante, Vargas Llosa es a su manera el prototipo del emprendedor solitario que lleva sus sueños hasta los confines del alma. Así, incluso quienes no han leído sus libros pueden identificarse con esa gesta excepcional, dándole una dimensión colectiva.
Por último, el hecho de que pese a tener un talento inmenso no sea un genio del castellano como Borges o Vallejo, no hace sino añadirle más mérito, pues demuestra que el esfuerzo puede llegar más lejos que los dones divinos. Pienso releer Conversación... Quiero averiguar no qué le ha hecho el tiempo a la novela sino qué me ha hecho a mí. Las grandes obras de arte, decía André Green, mi psicoanalista en Francia, no se interpretan: lo interpretan a uno.
Esta semana los peruanos experimentamos una alegría vigorizante, que nos ayudó a sobrellevar mejor las diarias asperezas. El Nobel a Vargas Llosa lo sentimos como propio, por delirante o huachafa que esa emoción vicaria parezca. Bayly ha criticado ese sentimiento colectivo, afirmando el triunfo individual, fruto del trabajo encarnizado de una persona. Lo cual es cierto y falso a la vez.
Preguntémonos por qué vemos ese logro como algo que nos pertenece a todos los integrantes de esa variopinta comunidad llamada Perú.
¿Es la euforia encendida por las escasas victorias de los equipos nacionales de fútbol? Algo de eso hay, aunque esos grupos representan a la nación: es el equipo peruano. Vargas Llosa no es partidario de las banderitas o del nacionalismo, como sabemos. Sin embargo, ha dicho una frase rotunda y deliciosamente empalagosa como un suspiro a la limeña: “Soy Perú”. Así ha subrayado su hechura, raíces y afectos más primarios, todos peruanos.
Ha hecho más.
Alguna vez afirmó que el novelista es “un buitre que se alimenta de la carroña social”. Esa carroña dejó de ser esencialmente peruana a partir de La guerra del fin del mundo. Pero hasta entonces sus basurales eran blanquirrojos. A lo que se podría agregar que su carroña psíquica íntima, lo que él llama sus demonios, está arraigada en nuestro infierno patrio.
No es, sin embargo, solo esa raigambre lo que hace que nos reconozcamos en sus obras. Es el hecho de que, a partir de las miserias y sufrimientos de una sociedad frustrante e injusta como la nuestra, el escritor haya podido construir una obra deslumbrante y majestuosa como una catedral. Es esa capacidad única de transformación de la mierda –social, personal– en belleza y profundidad sinfónicas lo que nos da esperanza y confianza en la posteridad.
Cuando leí Los cachorros, La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, el Perú no volvió a ser el mismo para mí. Podría haber quedado fijado en una visión deprimente de la vida acá. Ocurrió lo contrario. Supe que es posible hallar grandeza en lo más bajo, y construir una realidad alternativa, mil veces mejor, con tenacidad, talento, integridad y valentía. Freud no hace otra cosa cuando coloca este epígrafe de Virgilio en su Interpretación de los sueños: Flectere si nequeo superos, acheronta movebo (“Si no puedo persuadir a los dioses del cielo, moveré a los de los infiernos”).
Pese a ser un triunfo personal, gracias a una disciplina legendaria e intimidante, Vargas Llosa es a su manera el prototipo del emprendedor solitario que lleva sus sueños hasta los confines del alma. Así, incluso quienes no han leído sus libros pueden identificarse con esa gesta excepcional, dándole una dimensión colectiva.
Por último, el hecho de que pese a tener un talento inmenso no sea un genio del castellano como Borges o Vallejo, no hace sino añadirle más mérito, pues demuestra que el esfuerzo puede llegar más lejos que los dones divinos. Pienso releer Conversación... Quiero averiguar no qué le ha hecho el tiempo a la novela sino qué me ha hecho a mí. Las grandes obras de arte, decía André Green, mi psicoanalista en Francia, no se interpretan: lo interpretan a uno.
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