jueves, 18 de noviembre de 2010


Mario Vargas Llosa: Vida y Libertad

LETRAS LIBRES /  (De click para agrandar)
NOVIEMBRE DE 2010

por Enrique Krauze

Fuente: Letras Libres

 
En la obra y en la actividad intelectual de Mario Vargas Llosa ha latido desde siempre un impulso contrario al autoritarismo y reacio a los fanatismos de la ideología. En este ensayo, Enrique Krauze se sumerge en la biografía del peruano para rescatar los episodios que determinaron esa actitud y encuentra, en la figura del padre, una clave para leer, de otro modo, al Nobel de Literatura 2010.

Desgarramientos

"Escribo porque no soy feliz, escribo porque es una manera de luchar contra la infelicidad”, ha declarado a lo largo del tiempo Mario Vargas Llosa (Diálogo con Vargas Llosa, Kosmos, 1989). El principal indicio sobre el origen íntimo de esa desdicha es la aparición, en el paraíso familiar de su infancia, a sus diez años de edad, del padre idealizado al que creía muerto. Reaparición terrible, cuya sombra ominosa determinaría gran parte de su vida. Un amigo muy cercano, el gran pintor peruano Fernando de Szyszlo, recordaba que en enero de 1979, al llegar al sitio donde velaban a su padre, Mario apenas se detuvo unos segundos delante del hombre tendido en su ataúd, y sin decir palabra apresuró su salida. La literatura ha sido el medio a través del cual Vargas Llosa ha podido enfrentar esa herida temprana, vinculada en más de un sentido a la herida original de su país.


“¿Cuándo se jodió el Perú?” El creador de Conversación en La Catedral respondió a su propia pregunta 36 años más tarde: “El Perú es el país que se jode cada día” (“Payasada con sangre”, El País, 23 de enero de 2005). Si hubiese inquirido el “por qué”, la respuesta remitiría seguramente a la Conquista, que transcurrió y concluyó, como se sabe, bajo el signo de la brutalidad. El asesinato de Atahualpa y el degüello público de Túpac Amaru marcaron su destino de país dividido. Por un lado, en las costas, se asentaron los españoles, más tarde los negros, y finalmente los chinos. La capital de ese país fue Lima. Por otro lado, en la sierra y el frío altiplano andino, permanecieron los indios. Su capital mítica siguió siendo Cuzco. Perú no es la única nación de América Latina que contiene dentro de sí varios países, pero los países del Perú no han convivido en la relativa fusión mestiza, característica por ejemplo de México, sino “en la desconfianza y la ignorancia recíprocas, en el resentimiento y el prejuicio, en un torbellino de violencias. De violencias en plural” (El pez en el agua, Seix Barral, 1993). Esas violencias son ecos de la violencia original. Perú, el sitio mítico del Edén, nació a la historia occidental como producto de un desgarramiento.


Ese desgarramiento ha perdurado, con diversa intensidad, a través de los siglos. Bajo una superficie de rivalidades políticas, ideológicas, profesionales, personales, fluye en el Perú una corriente tumultuosa de pulsiones y pasiones sociales y raciales, un “yo recóndito y ciego a la razón, [que] se mama con la leche materna y empieza a formalizarse desde los primeros vagidos y balbuceos del peruano” (El pez en el agua). Ese es el país de Mario Vargas Llosa, el que quiere y abomina, el que a veces ha prometido abandonar y olvidar, pero al que ha tenido presente siempre: “Ha sido para mí, afincado en él o expatriado, un motivo constante de mortificación. No puedo librarme de él: cuando no me exaspera me entristece y, a menudo, ambas cosas a la vez.” No ha podido librarse de él pero ha querido liberarlo –y liberarse– en las páginas de sus primeros libros; de manera fugaz, en la acción política; y finalmente en la admirable convergencia entre su obra literaria –vastísima, constante, variada, y de una calidad sostenida– y su compromiso público por la democracia y la libertad.

 

El dictador de origen

Aquel río turbulento de pasiones tocó muy pronto a Mario Vargas Llosa. También su vida pasó del Edén al desgarramiento. Él mismo se ha referido a los hechos en entrevistas y textos ocasionales y, con todo detalle, en su autobiografía El pez en el agua. Nació en 1936, en Arequipa, ciudad situada al sur de Perú, en un valle de los Andes célebre por su espíritu clerical y revoltoso. Su madre, Dorita, tenía diecinueve años cuando de visita en Tacna conoció a Ernesto J. Vargas, un modesto encargado de la estación de radio de Panagra (Pan American-Grace Airways), diez años mayor que ella. “Mi madre quedó prendada de él desde ese instante y para siempre.” De regreso a Arequipa, donde vivía con su familia, dio inicio una correspondencia amorosa e intensa con Ernesto, que culminó en el matrimonio de la pareja en 1935, un año después de haberse conocido.


Dorita y Ernesto se trasladaron a Lima luego de la boda. Desde el principio Ernesto manifestó su carácter tiránico: Dorita fue “sometida a un régimen carcelario, prohibida de frecuentar amigos y, sobre todo, parientes”. Las violentas escenas de celos no eran el problema mayor. Ernesto era presa del mal que “envenena la vida de los peruanos: el resentimiento y los complejos sociales” (El pez en el agua). A pesar de su piel blanca, ojos claros y figura apuesta, se sentía socialmente inferior a su mujer. No se trataba, o no únicamente, de una cuestión racial. De algún modo, la familia de Dorita llegó a representar para Ernesto “lo que nunca tuvo o lo que su familia perdió”, y por tanto concibió hacia esa familia una terrible animadversión, que se traducía en violencia hacia su esposa. Esa aprehensión social tenía poco sustento: la familia Llosa en Arequipa, si bien gozaba de respeto, distaba de ser aristocrática. Poco después de casarse, Dorita quedó embarazada. Un día, como la cosa más normal, Ernesto le dijo sin más que se marchara con su familia a Arequipa, donde transcurriría mejor su embarazo. “Nunca más la llamó, ni le escribió, ni dio señales de vida.” Mario nació cuatro meses después. A través de unos parientes hicieron contacto con Ernesto, en Lima. Su canallesca reacción fue pedir el divorcio. Acosada por la vergüenza, en 1937 la familia Llosa se trasladó a la cercana ciudad de Cochabamba, en Bolivia, donde el abuelo se dedicó a cultivar el algodón y fue cónsul honorario del Perú.


La infancia de Mario transcurrió arropada por el amor y los mimos de los Llosa. Su padre, según le hicieron creer, había muerto, y por eso al acostarse besaba su fotografía “dando las buenas noches ‘a mi papacito que está en los cielos’”. En Bolivia escribió sus primeros versos infantiles, que la familia celebraba. Su abuelo Pedro –“a cuyo recuerdo suelo recurrir cuando me siento muy desesperado de la especie y proclive a creer que la humanidad es, a fin de cuentas, una buena basura”– le enseñó a memorizar poemas de Rubén Darío. Su madre, todavía enamorada de Ernesto, se negó a casarse de nuevo.


Corría el año de 1945 cuando su tío, el abogado José Luis Bustamante y Rivero, embajador de Perú en Bolivia, fue electo presidente de la República. Vargas Llosa lo tendría siempre como un ejemplo de decencia y heroísmo cívico: “La admiración que tuve de niño por ese señor de corbata de pajarita [...] la sigo teniendo, pues Bustamante [...] salió del poder más pobre de lo que entró, fue tolerante con sus adversarios y severo con sus partidarios [...] y respetó las leyes hasta el extremo de su suicidio político.” El abuelo Pedro fue nombrado prefecto de Piura, lo que significó el regreso de la familia a la patria. Durante el traslado a esa ciudad, por primera vez, conoció el mar. En Piura, Mario cumplió diez años, al lado de su madre y su abuelo.


Ese mundo de armonía quedó hecho trizas la mañana en que Dorita le informó que su padre no estaba muerto. Lo había estado hasta ese día, “el más importante de todos lo que había vivido hasta entonces y, acaso, de los que viviría después”. Su madre se había topado con él, accidentalmente, en un viaje a Lima. “Verlo un instante bastó para que aquellos cinco meses y medio de pesadilla de su matrimonio y los diez años de mudez de Ernesto J. Vargas se le borraran de la memoria.” Concertaron una cita. Dorita le “presentó” a su padre, lo sentaron en el asiento trasero del coche y marcharon a Lima. Vargas Llosa recordaría siempre el modelo del auto (un Ford azul) y hasta el kilómetro de la carretera donde transcurrieron los hechos. “Se está haciendo noche, se van a preocupar los abuelos”, alcanzó a decir. “El hijo vive con los padres”, le respondió el personaje que, como en una novela de terror, había bajado del cielo. Al conocerlo lo invadió un sentimiento de estafa. La pesadilla apenas comenzaba.


En la brumosa Lima conoció por vez primera la soledad. En esos primeros meses “siniestros” de 1947 su consuelo liberador fue la lectura. Ernesto odiaba a la familia materna de Mario y “cuando, sobreexcitado con su propia rabia, se lanzaba a veces contra mi madre, a golpearla, yo quería morirme de verdad, porque incluso la muerte me parecía preferible al miedo que sentía. A mí me pegaba, también, de vez en cuando”. Junto al terror que desde entonces le inspiró su papá, surgió otro sentimiento: el odio, “la palabra es dura y así me lo pareció también entonces”. El dictador familiar prohibió a Mario visitar a sus parientes y le molestaba profundamente que el niño asistiera a misa (lo que acercó a Mario, para contradecirlo, a la religión). La situación fue empeorando. “Cuando me pegaba [...] el terror me hacía muchas veces humillarme ante él y pedirle perdón con las manos juntas.
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Pero eso no lo calmaba. Y seguía golpeando, vociferando y amenazándome con meterme al ejército.” El pavor era tal que Mario, al advertir su llegada, se metía a la cama con la ropa puesta, fingiéndose dormido para no verlo.


En varias ocasiones, entre 1947 y 1949, madre e hijo intentaron escapar de ese infierno. Una y otra vez Ernesto se las ingenió para que regresaran al hogar, donde, tras unos días de aparente calma, continuaba el suplicio. Una tarde, su papá lo llevó a dar un paseo en auto. En una esquina se detuvo para recoger a dos muchachos, “son tus hermanos”, le dijo. Eran hijos de una norteamericana que conoció en el tiempo que duró su separación de Dorita y de la cual también se había separado. De esas fugas frustradas resultó, finalmente, algo bueno. Su padre consintió que Mario pasara los fines de semana con sus tíos y sus primos, que vivían en el barrio acomodado de Miraflores. Así transcurrió su adolescencia: asistió a bailes, salió con muchachas, fue al cine con los chicos de su barrio, que terminaron por convertirse en su segunda familia.


A finales de 1948 un golpe militar, encabezado por el general Manuel Odría (1896-1974), derrocó al gobierno democrático de Bustamante y Rivero, dando inicio al “Ochenio de Odría”. El tío José Luis partió al exilio y el padre festejó el golpe como una “victoria personal”. Ese mismo año otro acontecimiento decisivo, esta vez de índole espiritual, sacudió a Mario. El último día de cursos en el Colegio La Salle, uno de los maestros –“hermanos”– trató de acosarlo sexualmente. Mario salió huyendo, pero el hecho bastó para apartarlo definitivamente de la religión.


Su primera puerta activa a la libertad fue la poesía. La practicaba por oposición al padre, que asociaba la poesía con “la mariconería”. Para alejarlo de la literatura, para “hacerlo hombre”, Ernesto lo internó en el Colegio Militar Leoncio Prado en el Callao –al que ingresó en 1950, antes de cumplir los catorce años– con un efecto paradójico: “encerrado entre esas rejas corroídas por la humedad de La Perla, en esos días y noches grises, de tristísima neblina, leí y escribí como no lo había hecho nunca antes y empecé a ser (aunque entonces no lo supiera) un escritor”.

 

Letras y militancia

Permaneció dos años en el Leoncio Prado. Era un microcosmos de la variopinta sociedad peruana en cuyo seno convivían y peleaban cholos, blancos, indios, serranos y costeños, ricos y pobres. Para ganarse unas monedas –ya que desde los doce años había dejado de recibir dinero de su papá– escribía novelitas pornográficas, y con lo ganado frecuentó burdeles y adquirió libros a granel, entre ellos los de Victor Hugo y Alexandre Dumas. De esas lecturas nació, según afirmaría después, “esa ansiedad por saber francés y por irme a vivir un día a Francia”. En 1952, durante las vacaciones de verano, por intermediación de su padre, trabajó algunos meses en La Crónica. Este temprano ingreso a la vida laboral fue acaso el único influjo benigno de aquel hombre oscuro cuya única virtud visible, contemplada por Mario a la distancia, era haber sido un self made man. Su hijo, un apresurado de la vida, un adulto prematuro, lo sería también.


Tras concluir su segundo año en el Leoncio Prado, significativamente, Mario olvidó inscribirse al siguiente curso. Vencido el plazo de inscripción, ninguna escuela en Lima lo aceptaba. Gracias a los contactos de su tío Lucho, se logró que la escuela San Miguel de Piura lo recibiera. Ese año en Piura, lejos del colegio militar y de la opresiva tutela del padre, es esencial para el desarrollo de su trabajo como periodista y como escritor. Piura es el primer escenario de su liberación a través de la literatura. Allí trabaja como periodista en La Industria y logra su primer éxito: estrenar su obra La huida del Inca.


En Piura estrechó su relación con el singular Lucho, gracias al cual añadió a su incipiente vocación literaria una nueva dimensión social. El tío lo introdujo al socialismo, el comunismo, el aprismo, el fascismo y el urrismo (“afiliados o simpatizantes del Partido Unión Revolucionaria, fundado por el general Sánchez Cerro y por Luis A. Flores, uno de los contados entusiastas que tuvo el fascismo en el Perú”, Historia secreta de una novela, 1971). Junto al tío tomó conciencia de que “el Perú era un país de feroces contrastes, de millones de gentes pobres” y por primera vez concibió “un sentimiento muy vivo de que aquella injusticia debía cambiar y que ese cambio pasaba por eso que se llamaba la izquierda, el socialismo, la revolución”. Fue entonces cuando, para frustración de la familia –que anhelaba verlo ingresar a la Universidad Católica de Lima– decidió estudiar derecho y letras en la universidad pública de San Marcos, donde seguramente podría entrar en contacto con los revolucionarios y volverse él mismo uno de ellos. Tras un año en Piura regresa a Lima. Ha vivido muchas vidas, pero tiene solo diecisiete años.


Esas vidas están presentes en sus primeros cuentos y novelas. Uno de los talentos mayores de Mario Vargas Llosa como escritor ha sido precisamente trasmutar sus recuerdos en literatura. Así ocurrió en las páginas de La ciudad y los perros, donde recreó su experiencia estudiantil entre los militares del Leoncio Prado. En La casa verde, que refleja aspectos de la “selvática” vida prostibularia en Piura. Y en Conversación en La Catedral, acaso su novela favorita, donde recreó la vida bohemia y su aprendizaje como reportero de nota roja en La Crónica y en otros diarios y medios (trabajó también en la radio).


En esos años comienza a frecuentar la obra de dos autores fundamentales: André Malraux y, sobre todo, Jean-Paul Sartre. Tan importante fue la huella de este último (con libros como ¿Qué es la literatura?) que se ganó el apodo de “El sartrecillo valiente”. La idea clave que lo atrajo era la del “compromiso” del escritor:

 

Comprometernos como escritores [...] quería decir asumir, ante todo, la convicción de que escribiendo no sólo materializábamos una vocación, a través de la cual realizábamos nuestros más íntimos anhelos, una predisposición anímica espiritual que estaba en nosotros, sino que por medio de ella también ejercitábamos nuestras obligaciones de ciudadanos y, de alguna manera, participábamos en esa empresa maravillosa y exaltante de resolver los problemas, de mejorar el mundo [Literatura y política, 2001].


Junto al periodismo, la bohemia, la academia y la literatura, la política hizo irrupción en su vida. En la universidad se incorporó a una célula comunista:

 

Habíamos hecho el ansiado contacto. En los patios de San Marcos, alguien se nos había acercado, averiguado y, como quien no quiere la cosa, preguntado qué pensábamos [...] No había pasado un mes desde que entramos a la universidad y ya estábamos en un círculo de estudios, la primera etapa que debían seguir los militantes de Cahuide, nombre con el que trataba de reconstruirse en la clandestinidad el Partido Comunista.

 

Su militancia resultó bastante inofensiva. Reuniones secretas, estudios de marxismo, impresión de volantes, agitación contra los militantes del apra (Alianza Popular Revolucionaria Americana, movimiento fundado por Víctor Raúl Haya de la Torre en México, en 1924). Se veían a sí mismos como enemigos de la dictadura de Odría y simpatizantes de la revolución y el marxismo. “Estuve por lo menos en cuatro círculos y, al siguiente, llegué a ser instructor y organizador de uno de ellos.” Adoptó el nombre de combate de “Camarada Alberto”, estudió los textos canónicos (y algunas desviaciones heréticas) y participó en una huelga obrera (que le dio el tema de “Los jefes”, incluido más tarde en el libro homónimo). En esas atmósferas sectarias el estalinismo ejercía un dominio ideológico absoluto:

 

Fue esto, en parte, lo que me hartó de Cahuide. Cuando dejé de asistir a mi célula, hacia junio o julio de 1954, hacía tiempo que me sentía aburrido por la inanidad de lo que hacíamos. No creía ya una palabra de nuestros análisis clasistas, y nuestras interpretaciones materialistas que, aunque no se lo dijera de manera tajante a mis camaradas, me parecían pueriles, un catecismo de estereotipos y abstracciones.


En la literatura prevalecía el realismo socialista, cosa que hartó aún más al “Camarada Alberto”. Lo fastidiaba la lectura de libros como Así se templó el acero, que emocionaban a sus camaradas. Él prefería obras como Los alimentos terrestres, de Gide.


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Esos gustos hicieron que alguien le dijera: “Tú eres un sub-hombre.”


Lo cierto es que su entusiasmo político de aquellos días era, según él mismo confiesa, bastante mayor que su coherencia ideológica. Tal vez por eso, cuando se resquebrajó la dictadura y la Democracia Cristiana se constituyó como partido (enero de 1956), Mario no dudó en afiliarse y aun escribir discursos para Fernando Belaúnde Terry, candidato a la presidencia. Su pasión política estaba construida sobre lecturas eclécticas y admiraciones personalizadas: lo mismo veneraba al revolucionario Sartre que al republicano Bustamante y Rivero. ¿Cómo compaginaba sus convicciones de izquierda con esa súbita adhesión democristiana? Él mismo no sabía explicarlo, pero aquella decisión presagiaba otras, muy significativas, que aguardaban en el futuro: en su fuero interno, la lucha concreta contra la dictadura pesó más que el apego abstracto hacia la revolución.


La más novelesca de sus rebeldías fue su intempestivo matrimonio con Julia Urquidi, en 1955. Mario tenía entonces diecinueve años. Aquel rapto amoroso, ¿fue un acto inverso y compensatorio al de su madre con su padre? En todo caso, fue una liberadora transgresión. Y ocurrió, en efecto, en la persona de su tía política por parte materna, diez años mayor que él, de la que “Marito” se enamoró y con quien se casó a escondidas. Ernesto J. Vargas reaccionó como “perro rabioso” y Julia se refugió por un tiempo en Bolivia.


Durante ese tiempo, aparte de sus estudios, Mario publicaba sus primeros cuentos y trabajaba sin descanso. Escribió en las revistas Turismo y Cultura Peruana y en el suplemento cultural de El Comercio. Lo hizo abandonando sus estudios de leyes pero no los de letras en San Marcos. En Lima soportó “trabajos alimenticios”, a veces soporíferos (cajero del Banco Popular, registrador de tumbas en un cementerio) y otros, más formativos. Tuvo la fortuna de colaborar con el eminente historiador Raúl Porras Barrenechea. A su lado estudió la historia peruana desde los cimientos, tanto en los métodos (fichas, resúmenes, lecturas) como en los temas (crónicas, leyendas, mitos, textos clásicos, comentarios). Fue un aprendizaje invaluable de rigor y sabiduría. En 1958 pudo cumplir un sueño: su cuento “El desafío” ganó un concurso de la Revue Française gracias al cual viajó a París. A su regreso, se recibió de licenciado en literatura con la tesis Bases para una interpretación de Rubén Darío.


Como lector y autor pasó de la poesía al teatro, al cuento y la novela. Escribió y estrenó una obra de teatro, publicó en varias revistas y suplementos culturales, entabló o afianzó genuinas amistades literarias: Carlos Ney, Sebastián Salazar Bondy, Félix Arias, Alejandro Romualdo, Luis Loayza. Aunque comenzó por desdeñar el “formalismo” de Borges no tardó en admirarlo. Con Malraux sintió un deslumbramiento y con Sartre una especie de conversión a la ética del “compromiso”. Pero fue Faulkner quien le regaló el misterio mayor de la forma: “el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a las historias”.


Casado, estudiaba y trabajaba sin descanso, pero sobre todo escribía. Desde España le llegó la noticia de que su primer libro de cuentos –Los jefes– había obtenido el Premio Leopoldo Alas. Viviría en París hasta 1965 trabajando como profesor de español en la Escuela Berlitz y como periodista en la Agencia France Press y en la Radiodifusión-Televisión Francesa. Un nuevo mundo se abría ante él y su mujer: en París se volcaría en la escritura.

 

La Revolución cubana: ilusión y desencanto

¿Quién no saludó con entusiasmo el triunfo de esos valerosos barbudos que luchaban contra la dictadura, se enfrentaban al Imperio y abrirían una era de dignidad e independencia para “Nuestra América”? En México no solo la izquierda los aplaudió sino un amplio espectro que cubría al centro liberal y a la derecha: de Daniel Cosío Villegas a Vasconcelos. En 1958, Vargas Llosa había escrito manifiestos de apoyo a la Revolución, cuyo triunfo lo sorprendió en París. Junto con un centenar de entusiastas salió a la calle a celebrarlo. Lo vio y vivió, por mucho tiempo, como una histórica liberación:

 

Cuba me parecía realmente una forma renovada, más moderna, también más flexible y más abierta, de la revolución. Yo viví eso con muchísimo entusiasmo; además, considerando a Cuba como un modelo que podría ser seguido por América Latina. Nunca, antes de eso, he sentido un entusiasmo y una solidaridad tan poderosa por un hecho político.

 

En 1962 Mario Vargas Llosa viajó por vez primera a Cuba. Se encontraba en México como corresponsal de la Radiodifusión- Televisión Francesa cuando se desató la crisis de los misiles. La agencia le pidió que se trasladara a la isla. Allí vio a los aviones norteamericanos volar casi a ras de suelo. Donó sangre y sintió el delirio de la inmolación. De regreso en París, a los pocos meses, recibió la noticia de que su primera novela, La ciudad y los perros, inspirada en sus experiencias en el Leoncio Prado, había obtenido el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral. Dos años más tarde, en 1964, regresó por unos meses a Perú, en donde realizó un breve e intenso viaje a la selva. No era la primera vez que lo hacía. Esas visitas dejarían una huella profunda en su literatura. La casa verde sucede en Piura, donde está el burdel, pero también en Santa María de Nieva, en la selva. Y en la selva conoce por primera vez la leyenda que años más tarde cristalizaría en El hablador. Por otra parte, en aquella estancia en el Perú, Mario se divorció de Julia Urquidi. Poco después contraería matrimonio con su prima, Patricia Llosa, con quien regresaría a su vida parisina.


“A todos, tarde o temprano, les llega su Kronstadt”, escribió Daniel Bell, refiriéndose al momento de la desilusión con respecto a la Revolución soviética. El “Kronstadt” de Vargas Llosa no fue un advenimiento único sino un proceso paulatino. En un primer momento, como a tantos artistas e intelectuales de Occidente, no solo lo cautivaron los actos de justicia social (reforma agraria, educación y salud universal, etcétera) sino sobre todo el fervor cultural de la Revolución. Figuras como Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Juan Goytisolo, Hans Magnus Enzensberger, Julio Cortázar, Mario Benedetti, Ángel Rama, José de la Colina, Carlos Rangel, Ernesto Sábato, Juan Rulfo, etcétera, llegaron a Cuba como huéspedes de honor para atestiguar los prodigios de una revolución con libertad. Vargas Llosa viajó a Cuba en cinco ocasiones. “Gradualmente fui viendo –al principio no quería ver, al principio incluso me molestaba reconocerlo– una serie de manifestaciones que indicaban que la realidad, en la práctica, no era de ninguna manera lo que la imagen, la publicidad y la ilusión nos querían hacer ver.”


En 1967, durante su tercer viaje a La Habana, aceptó formar parte del Consejo de colaboradores de la revista Casa de las Américas. La invitación provenía de Roberto Fernández Retamar, que había sustituido en 1964 a Haydée Santamaría en la dirección de esa influyente publicación. Otros miembros eran Ezequiel Martínez Estrada, Manuel Galich, Julio Cortázar, Emmanuel Carballo, Ángel Rama, Sebastián Salazar Bondy, Mario Benedetti, Roque Dalton, René Depestre, David Viñas, Jorge Zalamea y los cubanos Edmundo Desnoes, Ambrosio Fornet, Lisandro Otero y Graziella Pogolotti. Su simpatía era aún inmensa, y se entiende: en 1965, aun Guillermo Cabrera Infante (el director de Lunes de Revolución, suplemento cultural de Revolución que había sido suprimido por el régimen y a quien Vargas Llosa había visto en París ese mismo año) se mostraba reticente a hablar de la situación cubana, actuaba todavía como un diplomático. Los problemas eran conocidos pero “se ocultaban –recuerda Vargas Llosa– tras una muralla protectora”. En esa ocasión, Mario participó en una entrevista colectiva con Fidel Castro en la que el Comandante, encantador de serpientes, se mostró heterodoxo y prometió que corregiría de inmediato las desviaciones señaladas por sus amables críticos:

 

Fidel, a lo largo de su charla, se refirió muchas veces a Marx, a Lenin, al materialismo histórico, a la dialéctica. Sin embargo, no he visto nunca un marxista menos apegado al empleo de fórmulas y esquemas cristalizados [...] Si de una cosa quedé absolutamente convencido en esa noche blanca, fue del amor de Fidel por su país y de la sinceridad de su convicción de estar actuando en beneficio de su pueblo [Sables y utopías, Aguilar, 2009].

 

Pero en 1967 ocurrió otro episodio que empañó el encanto.
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Sin que él lo supiera, sus editores habían presentado su segunda novela, La casa verde, como candidata al Premio Rómulo Gallegos. (El gobierno democrático que otorgaba el premio, encabezado por Raúl Leoni, había hecho frente a una invasión guerrillera inducida y apoyada activamente por el régimen cubano.) Por su estrecha vinculación con la Revolución, Vargas Llosa comentó esta postulación con Alejo Carpentier, entonces agregado cultural de Cuba en París. Carpentier viajó a Londres en secreto para entrevistarse con él y le propuso, en caso de que resultara ganador, hacer un donativo a la lucha del Che Guevara, que en ese momento se encontraba en algún lugar de la sierra boliviana. Ese gesto, según Carpentier, tendría una gran repercusión en América Latina. En su entrevista, Carpentier le leyó una carta de Haydée Santamaría, la mítica compañera de Fidel Castro en el asalto al Cuartel Moncada, en ese entonces poderosísima funcionaria del aparato cultural cubano. “Naturalmente comprendemos que un escritor tiene necesidades –le decía en la misiva Haydée Santamaría–, lo que no significa que usted tenga que perjudicarse por esta acción; la revolución le devolverá a usted el dinero discretamente, sin que esto se sepa.” La Revolución le proponía a Vargas Llosa que montara una farsa. Vargas Llosa se indignó. Finalmente, acudió a recibir el premio, pronunció un discurso en el que tomó distancia del gobierno de Venezuela e hizo un encendido elogio de la Revolución cubana:

Dentro de diez, veinte o cincuenta años, habrá llegado a todos nuestros países, como ahora a Cuba, la hora de la justicia social. América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror.

 

Semanas más tarde, la funcionaria cubana pareció complacida y lo felicitaba por el “grito de Caracas”. Pero ese discurso de defensa de la Revolución contenía también un pasaje premonitorio, una clara defensa de la libertad del escritor: “Es necesario que sepan que la literatura es como el fuego, significa disidencia y rebelión, que la razón de ser del escritor es la protesta, la contradicción, la crítica.”


Lo cierto es que la intervención de Carpentier había creado un distanciamiento con la Revolución. En 1968, dos episodios lo aceleraron: las noticias que llegaban de la isla sobre el acoso oficial a los intelectuales cubanos y el apoyo irrestricto de Castro a la invasión soviética a Checoslovaquia, en agosto de aquel año. Un mes más tarde (26 de septiembre) la revista peruana Caretas publicó una entrevista con Vargas Llosa en la que este habló del “socialismo de los tanques” condenando la postura prosoviética de Fidel. Vargas Llosa había vivido por unos días en Checoslovaquia durante la “Primavera de Praga” y se había entusiasmado con el experimento de libertad y democracia dentro del socialismo que intentaba el gobierno de Dubček (tan distinto a la atmósfera gris, de burocracia, tedio, corrupción y colas que Vargas Llosa había atestiguado en su paso por la URSS en 1966). Su indignación tenía un sustento en la experiencia.


Por otro lado, en octubre de ese mismo año Julio Cortázar le escribía comentándole que Carlos Franqui, Carlos Fuentes, Juan y José Agustín Goytisolo, Gabriel García Márquez, Jorge Semprún y él mismo estaban preparando una “carta a Fidel sobre los problemas de los intelectuales en Cuba”. Y Cortázar remataba: “Desde luego, estás incluido entre los firmantes.” El 12 de noviembre de 1968, García Márquez, en ese entonces amigo muy cercano de Vargas Llosa, le hace saber que la carta de marras estaba ya en manos de Fidel Castro:

 

Creo, sin embargo, que no servirá de nada. Fidel contestará, con la mayor fineza que le sea posible, que lo que él haga con sus escritores y artistas es asunto suyo, y que por lo tanto podemos irnos a la mierda. Sé de buena fuente que está disgustado con nuestra actitud respecto a Checoslovaquia, y ahora tiene buena oportunidad para desahogarse.

 

Al asumir en 1964 la dirección de la revista Casa de las Américas, Roberto Fernández Retamar había sustituido el original Consejo de redacción por un Consejo de colaboradores, a la manera de la revista argentina Sur. Este cambio implicaba una cercanía mayor con la publicación cubana, la asistencia a juntas anuales donde no solo se revisaba la marcha de la revista sino se proponían formas de apoyo efectivo con
la Revolución. La primera reunión se llevó a cabo en 1967, la segunda a principios de 1969. Vargas Llosa no pudo asistir a esta última y su ausencia se interpretó como un alejamiento. Por esos días Vargas Llosa escribe a Carlos Fuentes (quien, por cierto, llevaba tiempo de padecer en carne propia las suspicacias e intolerancia de la burocracia cultural cubana). Había conversado –le dice Vargas Llosa– con Fernández Retamar “para tratar de confirmar si era cierto que Edmundo Desnoes estaba preso, acusado de agente de la CIA, pero al hablar con él no me atreví a preguntárselo”. Y agrega: “Estoy sumamente inquieto, apenado y asustado con lo que ocurre en Cuba y te ruego que me cuentes lo que sepas. Lo último que llegó a mis manos fueron los discursos de Lisandro Otero que me produjeron escalofríos.” 


Ese mismo mes de enero, desde La Habana, el Consejo de colaboradores de Casa de las Américas en pleno (Benedetti, Carballo, Cortázar, Dalton, Depestre, Desnoes, Fernández Retamar, Fornet, Galich, Otero, Rama y Viñas) envió a Vargas Llosa una carta en la que le reclamaba su inasistencia y lo convocaba prontamente a La Habana para discutir con él “en torno a actitudes y opiniones tuyas”. El clima se iba enrareciendo. En la misma línea de la carta colectiva, el 18 de enero Fernández Retamar escribe a Vargas Llosa: “Cuando ya fue evidente que no vendrías, no nos quedó más remedio que hablar de ti en tu ausencia.” El cubano subraya que su presencia era importante “más quizá que la de otros [...] porque habías hecho una pública condenación de la política exterior de la revolución; porque habías enviado a Fidel una copia de un cable colectivo, cuyo original recibió Haydée, en que intervenías, con opiniones que debías defender, en delicadas cuestiones del país; y porque ello ocurría mientras estabas en camino de ser (o eras ya) ‘escritor residente’ en una universidad norteamericana”. Vargas Llosa contesta:

 

Mi adhesión a Cuba es muy profunda, pero no es ni será la de un incondicional que hace suyas de manera automática todas las posiciones adoptadas en todos los asuntos por el poder revolucionario. Ese género de adhesión, que incluso en un funcionario me parece lastimosa, es inconcebible en un escritor, porque, como tú lo sabes, un escritor que renuncia a pensar por su cuenta, a disentir y opinar en alta voz ya no es un escritor sino un ventrílocuo. Con el enorme respeto que siento hacia Fidel y por lo que representa, sigo deplorando su apoyo a la intervención soviética en Checoslovaquia, porque creo que esa intervención no suprimió una contrarrevolución sino un movimiento de democratización interna del socialismo en un país que aspiraba a hacer de sí mismo algo semejante a lo que, precisamente, ha hecho de sí Cuba.

 

El asunto no terminó ahí. Julio Cortázar, quien sí acudió a la reunión en La Habana donde se criticó severamente a Vargas Llosa en ausencia, le reclama “el descuido” de no haber ido a La Habana para defender su posición. Y a mediados de 1969 agrega: “La radicalización en Cuba es muy fuerte, hay una especie de exasperación que por una parte da espléndidos resultados en el sector económico, pero que sitúa a los escritores en un maniqueísmo cada vez más simplificante del que no puede salir nada bueno...”

Con respecto a los “espléndidos resultados del sector económico”, era obvio que muchos escritores veían lo que querían ver, lo que les inducían ver. Se repetía una vieja historia de autoengaño e ingenuidad en Occidente, como la que muchos intelectuales concibieron al visitar el “mundo del futuro” en los años treinta, años de represión, colectivización y hambruna. Vargas Llosa no sospechaba entonces la realidad económica debajo de la apariencia. El camino hacia su Kronstadt personal no fue político, económico o social: fue cultural. En 1971, a raíz de la detención de Heberto Padilla (y de varios intelectuales) y de su “confesión” (proceso que remedaba los Procesos de Moscú), Vargas Llosa decide renunciar al comité de la revista Casa de las Américas, el más importante órgano cultural cubano, mediante el cual se cooptó a cientos de intelectuales latinoamericanos.
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Dirigió la carta a Haydée Santamaría:

 

Comprenderá que es lo único que puedo hacer luego del discurso de Fidel fustigando a los “escritores latinoamericanos que viven en Europa”, a quienes nos ha prohibido la entrada a Cuba “por tiempo indefinido e infinito”. ¿Tanto le ha irritado nuestra carta pidiéndole que esclareciera la situación de Heberto Padilla?

 

En esa misma carta abundaba sobre los motivos de su distanciamiento con la Revolución:

 

Obligar a unos compañeros, con métodos que repugnan a la dignidad humana, a acusarse de traiciones imaginarias y a firmar cartas donde hasta la sintaxis parece policial, es la negación de lo que me hizo abrazar desde el primer día la causa de la Revolución cubana: su decisión de luchar por la justicia sin perder el respeto a los individuos.

 

Haydée Santamaría (que una década después se quitaría la vida en un rapto de desilusión histórica y personal) le contestó de manera tajante el 14 de mayo de 1971: “Usted no ha tenido la menor vacilación en sumar su voz –una voz que nosotros contribuimos a que fuera escuchada– al coro de los feroces enemigos de la Revolución cubana.” Reclamaba sus “opiniones ridículas” sobre Checoslovaquia y agregaba que la carta de renuncia lo presentaba “de cuerpo entero” como “la viva imagen del escritor colonizado, despreciador de nuestros pueblos, vanidoso, confiado en que escribir bien no solo hace perdonar actuar mal, sino permite enjuiciar a todo un proceso grandioso como la Revolución cubana”.


Cinco días después, Vargas Llosa publicó una aclaración pertinente. Su renuncia, provocada por un episodio que consideraba lamentable, no implicaba hostilidad contra la Revolución cubana, en cuyas realizaciones todavía creía. Su renuncia era un acto de protesta y una afirmación de la libertad como condición esencial del socialismo: “El derecho a la crítica y a la discrepancia no es un ‘privilegio burgués’. Al contrario, sólo el socialismo puede, al sentar las bases de una verdadera justicia social, dar a expresiones como ‘libertad de opinión’ y ‘libertad de creación’ su verdadero sentido.”


Un par de días después, redactada por Vargas Llosa y firmada por un amplio conjunto de intelectuales, entre los que se incluían Carlos Fuentes, Italo Calvino, Juan Goytisolo, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Carlos Franqui, Pier Paolo Pasolini, Jorge Semprún, Susan Sontag, Carlos Monsiváis, Alberto Moravia, José Emilio Pacheco, José Revueltas, Juan Rulfo, Jean-Paul Sartre y una veintena de escritores más, se publica una carta dirigida a Fidel Castro en la que le comunican su “vergüenza y cólera” por el caso Padilla. Años después, Vargas Llosa reflexionaría sobre el incidente:

 

El caso Padilla sirvió habilísimamente para que Cuba se desprendiera de cierto tipo de aliados y solamente tuviera los incondicionales, esos aliados que iban a estar con la revolución hiciese lo que hiciese, o porque eran sectarios, eran estalinistas y funcionaban como los perros de Pavlov, por reflejos condicionados, o porque eran comprables, baratos, que se compraban con un pasaje de avión, con una invitación a un congreso [...] Al día siguiente de haber roto con Cuba, empecé a recibir una lluvia de injurias, lo que para mí fue muy instructivo. Pasé, después de haber sido una figura muy popular en los medios de izquierda y en los medios rebeldes, a ser un apestado. Las mismas personas que me aplaudían con mucho entusiasmo cuando iba a dar una conferencia, si yo aparecía por allí me insultaban y me lanzaban volantes [Diálogo con Vargas Llosa].


El “caso Padilla”, admirablemente recogido en Persona non grata de Jorge Edwards, marcó el fin del idilio (el Kronstadt) de un sector de la intelectualidad latinoamericana y occidental con la Revolución cubana. Vargas Llosa no tenía duda de que se trataba de una “copia mala e inútil de las peores mascaradas estalinistas”. Pero en muchos grandes escritores, críticos del Estado soviético y cubano, como Octavio Paz, el ideal socialista seguía vivo. En Vargas Llosa, por breve tiempo, lo estaría también.

 

De Sartre a Camus

Desde 1966 Vargas Llosa había fijado su residencia en Londres. En esos años nacieron sus hijos Álvaro (1966) y Gonzalo (1967). Su hija Morgana nacería en 1974, en Barcelona. En 1971 se doctora en literatura con una tesis sobre Cien años de soledad, la célebre novela de Gabriel García Márquez; la tesis se publicaría ese mismo año con el título García Márquez / Historia de un deicidio. Los intelectuales procastristas lo tuvieron en la mira. El crítico literario Ángel Rama, director de la prestigiada revista Marcha, publicó una áspera reseña sobre ese libro, que derivaría en una polémica con Vargas Llosa. Rama lo acusaba de hacer una lectura romántica e individualista de la novela de García Márquez, una interpretación contraria a la “idea del arte como trabajo humano y social, que aporta el marxismo” (“A propósito de Historia de un deicidio. Va de retro”, Marcha, 5 de mayo de 1972). La respuesta de Vargas Llosa revela su alejamiento de las concepciones dictadas por el crítico marxista Georg Lukács sobre el papel de la literatura en la sociedad. Casi al mismo tiempo, Casa de las Américas publicó un texto en el que Carlos Rincón hacía una crítica dogmática del “discurso teórico” de Vargas Llosa e intentaba restarle legitimidad luego del caso Padilla.


Vargas Llosa se dedicó a cultivar una zona literaria más lúdica y erótica. En 1973 publica su cuarta novela, Pantaleón y las visitadoras (que, con tono picaresco, aborda el tema de la prostitución tolerada y fomentada por el Ejército en la selva peruana) y dos años más tarde La orgía perpetua / Flaubert y Madame Bovary, libro que fue, a un tiempo, vindicación de la literatura y respuesta al célebre ensayo de Jean-Paul Sartre El idiota de la familia. En 1976 fue electo presidente del pen Club International, organismo en el que desarrolló una intensa actividad literaria e hizo frente a la represión militar en Argentina. Al año siguiente daría a la luz La tía Julia y el escribidor, en la que narraba en forma novelesca su relación y matrimonio con su tía, Julia Urquidi.


Distanciado definitivamente de la Revolución cubana, Vargas Llosa comenzó a poner en tela de juicio a sus héroes intelectuales. Significativamente, como un primer parricidio creativo, bajó de su pedestal a Jean-Paul Sartre:

 

Con la perspectiva que da el tiempo, uno descubre que la obra creativa del propio Sartre es un rechazo sistemático del “compromiso” que él exige al escritor de su tiempo. Ni sus cuentos de tema rebuscado, perverso y sicalíptico, ni sus novelas de artificiosa construcción influida por Dos Passos, ni siquiera sus obras de teatro –parábolas filosóficas y morales, pastiches ideológicos– constituyen un ejemplo de literatura que quiere romper el círculo de lectores de la burguesía y llegar a un auditorio obrero, ni hay nada en ellos que, por sus anécdotas, técnicas o símbolos, trascienda el ejemplo de los escritores del pasado remoto o reciente y funde lo que él llama la literatura de la praxis. [“Sartre veinte años después”, diciembre de 1978].

 

Al mismo tiempo, revaloró a Albert Camus. En 1965, a propósito de la aparición de los Carnets, había sostenido que los textos de Camus valían “no por su significación social, histórica, metafísica o moral, sino (y en todos los casos) por su excepcionalidad pintoresca” (“Camus y la literatura”, enero de 1965). Para el Vargas Llosa de los años sesenta, Camus había sufrido un “encanecimiento precoz”. Diez años después, a propósito de un atentado terrorista registrado en Lima, volvió a las páginas de El hombre rebelde y declaró: “Sin negar la dimensión histórica del hombre, Camus siempre sostuvo que una interpretación puramente económica, sociológica, ideológica de la condición humana era trunca y, a la larga, peligrosa” (“Albert Camus y la moral de los límites”). Vargas Llosa recordaba la conferencia de Camus en 1948: “¡Y en cuanto al famoso optimismo marxista! Nadie ha ido tan lejos en la desconfianza respecto al hombre como los marxistas, ¿acaso las fatalidades económicas de este universo no resultan todavía más terribles que los caprichos divinos?” En esta crucial relectura, publicada en la revista Plural y dedicada a Octavio Paz, Vargas Llosa reivindicó el individualismo, mostró su desconfianza por la interpretación mecanicista del marxismo, festejó el pluralismo y, siguiendo al Camus de Calígula, abominó del totalitarismo. Lo que le incomodaba era el maniqueísmo que percibía en muchos intelectuales y la propensión a adoptar la ideología como una religión, pero se sentía “en un limbo”: tenía que haber una “tercera posición” alejada de la derecha y de la izquierda, de los sables y de las utopías.
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Un Vargas Llosa nuevo parecía estar naciendo en esas páginas vehementes:

 

Creo que en nuestros días, aquí en América Latina, aquí en nuestro propio país, esta es una función difícil pero imperiosa para todo aquel que, por su oficio mismo, sabe que la libertad es la condición primera de la existencia: conservar su independencia y recordar al poder a cada instante, y por todos los medios a su alcance, la moral de los límites.

 

En términos estrictamente políticos, Vargas Llosa había simpatizado hasta cierto punto con las reformas de Velasco Alvarado en el Perú (similares a las de Lázaro Cárdenas en México) pero no dudó en enfrentarse a él cuando el régimen puso cerco a la prensa y los medios y clausuró la revista Caretas, donde publicaba. En Cuba o en Perú, la libertad de expresión era, para Vargas Llosa, la libertad cardinal, y esa convicción absoluta (presente aun en sus tiempos de adhesión a la Revolución cubana) fue su puerta de entrada al liberalismo más amplio. A fines de 1977 da un paso más: entrevista a Rómulo Betancourt y revalora su gobierno democrático. Un año después, su ruptura ideológica con el socialismo es ya definitiva: “Estas utopías absolutas –el cristianismo con el pasado, el socialismo en el presente– han derramado tanta sangre como la que querían lavar. Lo ocurrido con el socialismo es, sin duda, un desengaño que no tiene parangón en la historia” (en “Ganar batallas, no la guerra”, conferencia leída en Lima en octubre de 1978, recogida en Sables y utopías). Pero no es muy clara, aún, su adhesión al liberalismo:

 

No se trata de meter a todas las ideologías en el mismo canasto. Algunas de ellas, como el liberalismo democrático, han impulsado la libertad y otras, como el fascismo, el nazismo y el marxismo estaliniano, le han hecho retroceder. Pero ninguna ha bastado para señalar de modo inequívoco cómo erradicar de manera durable la injusticia, que acompaña al ser humano como su sombra desde el despuntar de la historia.


La conversión liberal

Faltaba un paso para volverse liberal. ¿Cuándo lo dio? Muchos años atrás, la reaparición del padre lo había arrojado súbitamente al infierno de la tiranía. Toda su vida había sido un remar contra esa corriente. En 1979, a los 42 años de edad, otro hecho relacionado con el padre lo precipitaría a un replanteamiento definitivo de sus valores. Las agresiones de su padre habían cesado tiempo atrás “y, aunque procuré siempre mostrarme educado con él, jamás le demostré más cariño del que le tenía (es decir, ninguno). El terrible rencor, el odio ígneo de mi niñez hacia él, fueron desapareciendo, a lo largo de los años”. Pero el distanciamiento se sostuvo hasta el final, hasta enero de 1979, cuando murió el único tirano al que hubiera querido querer. “Mi padre, que estaba almorzando en su casa, había perdido el conocimiento. Llamamos a una ambulancia, y lo llevamos a la Clínica Americana, donde llegó sin vida” (El pez en el agua).


Pocos meses después, Vargas Llosa asiste en Lima a un simposio internacional organizado por Hernando de Soto en el que escucha a economistas y pensadores como Friedrich Hayek, Milton Friedman y Jean-François Revel (cuya obra La tentación totalitaria lo impresionó). Para entonces, había leído los ensayos filosóficos e históricos de Isaiah Berlin sobre los “dos conceptos de la libertad” y los famosos perfiles de socialistas libertarios como Alexander Herzen en Against the current. Con el tiempo leería a Karl Popper, otro gran clásico del pensamiento liberal, en particular La sociedad abierta y sus enemigos. Otro factor importante fue su amistad con Octavio Paz y el seguimiento puntual de la defensa del liberalismo democrático tanto en la obra de Paz como en la revista Vuelta, donde colaboraba con frecuencia. Pero a diferencia de Paz –otro converso del socialismo a la democracia liberal– su crítica al socialismo real no solo fue de orden estético, ideológico y político sino también económico. Para abordarla necesitaba una enmienda intelectual y un aprendizaje:

 

La fascinación de los intelectuales con el estatismo deriva tanto de su vocación rentista [...] como de su incultura económica. Desde entonces traté, aunque de manera indisciplinada, de corregir mi ignorancia en ese dominio. En 1980, a raíz de un fellowship de un año en The Wilson Center, en Washington, lo hice con más orden y con interés creciente.


Era el umbral de los años ochenta. Había vivido y superado su Kronstadt, pero no permaneció en el limbo, vacío de creencias. Encontró una fe sin grandes promesas ni vuelos utópicos, un método de convivencia: el liberalismo democrático. Ese encuentro fue un despertar: le abrió horizontes, le dio una nueva y peculiar claridad sobre el carácter opresivo de los diversos fanatismos de la identidad (nacional, indígena, hispana, religiosa, ideológica, política) que plagaron el siglo XX y que, con la complicidad de los demagogos y el apoyo de muchos gobiernos, han sacrificado a pueblos e individuos.


La rebeldía perpetua

La liberación potenció su obra, que a partir de entonces adquirió una nueva dimensión: pasó de la esfera predominantemente íntima a la universal. Pero el empeño central fue siempre “exorcizar” aquellos fantasmas que habían sido también suyos y que han impedido el progreso material y moral de su país y de América Latina. Ese impulso vital de libertad frente a los fanatismos dio aliento tolstoiano a esa temprana profecía del fundamentalismo moderno que es La guerra del fin del mundo, obra maestra que no solo critica el fanatismo de los milenaristas brasileños sino la insensata respuesta de la República. Ese impulso inspiró también la caracterización trágica (y patética) del redentorismo guerrillero en Historia de Mayta cuyo protagonista es –como había sido Vargas Llosa– un alumno lasallista, y cuyo tema es la guerrilla de corte castrista-guevarista. Su radiografía de la guerrilla continuó con Lituma en los Andes, donde se adentra en el mundo brutal de Sendero Luminoso. El mismo impulso de libertad presidió, en fin, la rigurosa crítica histórica y antropológica del indigenismo en La utopía arcaica.


Por un momento, la coyuntura histórica lo distrajo, con la tentación de llegar a la presidencia para enfrentar los males atávicos de su país. No triunfó por varias razones, entre otras por el odio acumulado de los fantasmas colectivos que tuvo que experimentar de manera descarnada. Con su derrota, Perú perdió a un posible presidente, pero el idioma español y la literatura universal recobraron a un gran novelista. Después
de saldar cuentas con su propia vida (en muchos sentidos, vida de novela) en El pez en el agua, siguieron varias obras liberadoras: novelas juguetonas, amorosas y malévolas; novelas evocadoras de pintores excéntricos y mujeres utopistas; obras de teatro; estudios puntuales sobre sus clásicos literarios (Los miserables, Juan Carlos Onetti) y, desde luego, La fiesta del Chivo, novela suprema del dictador latinoamericano. “Si hay algo que yo odio –ha dicho Vargas Llosa–, algo que me repugna profundamente, que me indigna, es la dictadura. No es solamente una convicción política, un principio moral: es un movimiento de las entrañas, una actitud visceral, quizá porque he padecido muchas dictaduras en mi propio país, quizá porque desde niño viví en carne propia esa autoridad que se impone con brutalidad.” Su libro cumplió con el exorcismo mayor: no hay mejor vindicación literaria de la libertad en nuestro idioma. Plena no solo de indignación moral, contenida y lúcida, contra las infinitas posibilidades, personificaciones y aberraciones del mal, la novela es un modelo de elegancia formal. En cada página el lector encuentra detalles psicológicos –aterradores, convincentes– que lo conmueven y permanecen para siempre en su memoria.


La rebeldía liberal, por su propia naturaleza, no se sacia. Está en sus miradas al mundo actual, en los ensayos que brincan de un tema a otro, de un país a otro, y lo llevan a embarcarse en polémicas, a defender causas impopulares, a visitar los sótanos de la tierra. Ese compromiso intelectual –paradójicamente sartreano, en un sentido que Sartre no vislumbró ni practicó– lo ha llevado a presidir una Fundación Internacional para la Libertad, que ha dado grandes batallas por la democracia latinoamericana.

 

Hoy Mario Vargas Llosa ha alcanzado el Premio Nobel de Literatura del que era merecedor hace mucho tiempo. En la esfera pública, su opción por la libertad no le dejará otro camino que seguir batiéndose contra lo que él considera injusto, opresivo, cerrado. En la esfera íntima, más allá de la admiración de millones de lectores, está la lealtad de sus amigos y el calor de la familia que ha formado con Patricia Llosa. El hijo de Ernesto Vargas y Dorita Llosa ha revertido su historia, la ha reescrito. Y al hacerlo, ha reconstruido los años del Edén. Pero ahora el padre no es fantasmal ni lo atormentan “odios ígneos”. Es, como el abuelo Pedro, un buen árbol bajo cuya sombra crecen hijos y nietos creativos y libres. Es hora, quizá, de ser feliz. ~

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