jueves, 4 de noviembre de 2010


El vuelo épico de Vargas Llosa

ABC de España

Día 22/10/2010 


El rey congoleño Koko y sus ministros durante la época que recrea Vargas Llosa en «El sueño del celta»

En varias ocasiones a lo largo de su producción novelística, Mario Vargas Llosa ha migrado de las historias y ambientes peruanos que constituyen el centro natural de su ficción. La primavera vez fue en «La guerra del fin del mundo» (1981), que narra la rebelión de El Consejero en el sertón brasileño. Luego fue la República Dominicana, donde transcurre «La fiesta del Chivo» (2000), durante los años de la dictadura de Leónidas Trujillo. Uno de los hemisterios –el que protagoniza Paul Gauguin– en los que se divide «El paraíso en la otra esquima» (2003) nos lleva de París a Tahití y las Islas Marquesas. Y en «Travesuras de la niña mala» (2006) cada uno de los capítulos, salvo el primero, que ocurre en Lima, se sitúa en una ciudad distinta: París, Londres, Tokio, Madrid. Esto revela el creciente cosmopolitismo de su visión, que desborda los límites habituales de un escritor latinoamericano, pues resultan cada vez más estrechos para el impulso universal de la aventura humana.
Todo esto tiene especial relevancia a la luz de la última novela del autor: «El sueño del celta», que, sin ninguna exageración, debe considerarse una obra maestra, no sólo por su impecable ejecución, sino por la temeraria audacia de su concepción y la minuciosa documentación que supone. La idea de escribirla surgió cuando Vargas Llosa descubrió, leyendo una biografía de Joseph Conrad, que un tal Roger Casement había sido, aparte de un muy cercano amigo del gran escritor anglopolaco, la persona que le brindó la información esencial que lo movió a escribir «El corazón de las tinieblas». Así se configura una triangulación entre Casement, Conrad y Vargas Llosa, cuyo hilo común es la colonización del Congo, centro de esta novela.

Las tres «C»

Iniciada por Bélgica a fines del siglo XIX tras los pasos de exploradores, aventureros y comerciantes ingleses, norteamericanos y de otros países, tiene como propósito principal la explotación del caucho, material estratégico entonces para fines industriales y bélicos. Eran los comienzos del imperialismo y el colonialismo europeos en África, Asia y otros territorios. Esa expansión de las grandes potencias se hizo en nombre de una misión civilizadora, que sacaría de su triste condición a pueblos sumidos en el atraso y la pobreza. El paradigma de lo que en verdad ocurrió fue el Congo, muy rico en caucho. Colonizado por Bélgica, fue escenario de los peores crímenes imaginables bajo las órdenes del rey Leopoldo II, un hombre de increíble crueldad y responsable de un genocidio que sólo puede compararse con el de Hitler. Este es el marco histórico y el mundo concreto en el que actúa Roger Casement.
Con raíces irlandesas por el lado materno, pero criado como un inglés, llega, muy joven, al Congo y entra a trabajar en la compañía belga antes de ser cónsul al servicio del Foreign Office. Lo movía un idealismo bastante ingenuo y una sed de aventuras estimulada por el ejemplo de exploradores como Stanley y Livingstone. Su experiencia de veinte años en África lo cambiaría profundamente: haber trabajado para los intereses belgas –comunes con los de Inglaterra en el Congo– es como un descenso al infierno. Presencia las más brutales formas de tortura; mutilaciones, decapitaciones, flagelaciones, incineraciones de cuerpos vivos, violaciones y matanzas ejemplarizantes de todos aquellos –sin excluir niños, mujeres o viejos– que no pudiesen entregar la cuota diaria de caucho a los amos blancos. En un angustioso proceso moral, Casement descubrirá que de «su santísima trinidad personal de las tres C [...]: cristianismo, civilización y comercio» con la que justificaba el colonialismo, lo único que sobrevivía era el último término; en verdad, lo demás era un simple pretexto para disimular la codicia y voracidad incontrolables del europeo por las nuevas riquezas que consolidarían su dominio del mundo. Con creciente horror, va comprobando que el hombre blanco puede ser más salvaje que los nativos a los que ellos mismos llaman «salvajes».

El cepo

En esas tierras se produce una terrible inversión de conceptos. Hay avances que parecen retrocesos a un momento anterior porque los agentes de la civilización resultan ser los nuevos bárbaros. Por ejemplo, la trinidad personal de Casement es la misma que invocaron los españoles para la conquista y colonización de América. Las palabras con las que el protagonista resume su experiencia en el Congo (eslavitud, asesinatos, mutilaciones) bien pueden aplicarse a esa y otras situaciones del pasado; Conrad, quien dice que Casement lo «desvirgó» sobre la realidad del Congo, cree que «merece ser llamado el Bartolomé de las Casas británico» por su defensa de los congoleños. Estas alusiones ahondan y enriquecen el tejido narrativo de la novela al proyectarla más allá de la historia que nos cuenta.

Simultámente, Casement sufre en el Congo un secreto y atormentado proceso interior: aunque representa oficialmente al Gobierno inglés, en verdad se siente cada vez más un irlandés que sólo desea pertenecer a una nación independiente y soberana. Cree que los irlandeses están sometidos a una situación colonial que les niega su dignidad y sus derechos. Pese a que el proceso se inicia en el Congo, su radicalización ideológica tendrá el más inesperado escenario: la Amazonía peruana, donde ocurre la segunda parte de la novela.
La razón es que, después de servir como cónsul en Manaos, el Foreign Office lo envía a la región del Putumayo para investigar la situación en las caucherías explotadas por la Peruvian Amazon Company –propiedad del peruano Julio C. Arana–, que es legalmente una empresa inglesa. Esta nueva aventura de Casement, aunque parezca imposible, es todavía más terrible e infernal que la del Congo: las atrocidades, castigos y otros actos execrables desafían la imaginación más febril. Incluyen indecibles privaciones, niños doblados bajo los «chorizos» de caucho, cuyo peso es superior al de sus cuerpos, y hasta suplicios en un cepo medieval para rebeldes o indisciplinados. Tras más de un año de penosos trajines, investigaciones y entrevistas, el informe de Casement provoca un gran escándalo en Inglaterra y posteriormemte la caída y ruina del acaudalado Arana. En reconocimiento por sus servicios, la Corona inglesa lo nombra Sir y el personaje empieza a gozar de una celebridad que nunca buscó. Esto hace más aguda la duplicidad que vive por su adhesión a la creciente beligerancia política irlandesa.

Pero hay otro conflicto aún más secreto que lo desazona: su homosexualidad, de la que hubo primeros indicios en el Congo, donde se insinúa la atracción que siente cuando fotografía los armoniosos cuerpos desnudos de los jóvenes nativos. Tal como los registraba en sus notas o diarios privados –furtivos encuentros eróticos de un hombre solitario y sensible que jamás amó a nadie más allá de ellos–, es difícil saber cuánto hay de real o de imaginario en estos apuntes. Lo cierto es que con ellos estaba sellando su propio destino, como veremos en la tercera y última parte de la novela: «Irlanda».

Alta traición

Aquí se narran, con lujo de detalles, las campañas, las infinitas discusiones, las discrepancias tácticas, los inesperados tropiezos y complicaciones que marcan el camino que lleva de los ideales a la realidad de una acción liberadora. Un aspecto importante es que, como todo esto ocurre en el contexto de la Primera Guerra Mundial, durante el apoyo táctico de Alemania a los fines políticos de una Irlanda libre, la labor de Casement aparece como un acto de alta traición contra Inglaterra. Es despojado de su título, humillado al revelarse sus apuntes íntimos, enjuiciado y encarcelado. Allí lo encontramos al comenzar la novela, en el presente a partir del cual se reconstruye su apasionante historia y su trágico final.

Me referiré sólo a algunas de las razones por las cuales afirmé que ésta es una obra de excepcional importancia literaria. En primer lugar, se apoya en una documentación e investigación monumentales, que le permiten tratar de mundos y situaciones tan alejados de su propia realidad como el Congo e Irlanda a comienzos del siglo XX, con una pasmosa familiaridad que produce total convicción. No deja de ser una notable hazaña que un latinoamericano se haya convertido en un novelista del Congo (como Conrad) y de un héroe de la insurgencia irlandesa; es como si un novelista africano hubiese escrito «La Casa Verde» o un inglés «Conversación en La Catedral». La minuciosidad de los detalles y la coherencia interna de todo el complejísimo tramado narrativo contribuyen a ese efecto.

¿Cuánto hay de verdad en la aventura de Casement, cuánto de ficcion? Imposible saberlo: el ensamblado de esos elementos es perfecto y no deja señales de la sutura. Por otro lado, la consabida vocación de Vargas Llosa por los grandes espacios salvajes, donde sólo impera la ley del más fuerte y donde toda aventura es posible, reaparece aquí para plantearnos, con un vuelo épico, la eterna tensión entre la aspiración civilizadora y el respeto a las formas tradicionales de la cultura humana. Una novela que quedará entre las mayores contribuciones de nuestro tiempo al género.

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