domingo, 17 de octubre de 2010


Incorrecto a veces, decente siempre

Sábado 16/10/2010
Diario ABC de España

TUVE de mi lado a la diosa Fortuna el día que me presentó a Mario Vargas Llosa. No se me olvida. Era una cena organizada por Carmen Iglesias, y a la que asistía, además de Mario y su mujer Patricia, el escritor chileno Jorge Edwards. Después vendrían sus afectuosos comentarios a mi obra La mirada del poder y su generoso prólogo al libro Dragones de la Política. Más tarde, su presencia en los Cursos de Verano de la Universidad Rey Juan Carlos y la comida con ocasión de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad de la Rioja. En aquella cena, hace ya algunos años, tuve ocasión de refrendar, pues no voy a ensalzar aquí sus virtudes literarias, su intangible compromiso ético y político con la libertad, con la inequívoca defensa de los derechos y libertades fundamentales de la persona y con su firmísima convicción de limitar el poder. Así como su férrea alineación con los regímenes asentados en la dignidad del hombre, con los sistemas democráticos y de derecho y, por contra, su rechazo inflexible a los de carácter autoritario y totalitario. Ni la Escila del fascismo de Rafael Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza y Augusto Pinochet ni la Caribdis del colectivismo de Calderón Sandino, del marxismo de Fidel Castro, del despotismo priistamejicano de Salinas de Gortari y del populismo de Hugo Chávez. Ni apologeta hoy de los judíos, cuando estos esgrimen nuevos asentamientos —pero sí convencido defensor del derecho de Israel a existir como pueblo—, al tiempo que intransigente con todo terrorismo palestino. Una actitud que respalda diariamente en su hacer literario, en sus artículos de opinión y en su vida como ciudadano. Fue ese deber cívico el que le llevó a bajar a la arena política, y presentarse a la Presidencia de Perú en las convulsas elecciones de 1990, sin arredrarle su coste personal. Una acción política que le complicaría su vida y hasta su literatura. Vargas Llosa comparte el diagnóstico de Lord Acton: «El poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente.»

Me gustaría, en suma, traer a colación alguna reflexión acerca de sus convicciones sobre el poder, su concepción de la Política y su taxonomía de los sistemas de gobierno. Una postura que me recuerda las palabras, ¡ya que de un formidable fabulador hablamos!, de Aristóteles, cuando argumentaba la exigencia moral del hombre a participar, como persona que vive y es en su relación con los demás —en cuanto que zoon politicon— en la Res publica; así como las de los revolucionarios franceses de 1789, que postulaban entusiásticamente que la primera misión del ciudadano era preservar el bien común de la nación. Ahora que celebramos el bicentenario de la Constitución de Cádiz, podríamos afirmar que Vargas Llosa encarna los valores que enunciaba su bellísimo artículo seis: «El amor a la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles y, asimismo, el ser justos y benéficos». Compromiso social, lealtad a los principios, actitud decente y grandeza moral. Una perspicaz intelligentzia puesta al servicio de un sacerdocio laico perenne y sin fisuras en favor de la libertad y de la democracia.

Esbocemos pues, una kratología en la obra de Vargas Llosa; una «cartografía del poder», tanto desde la perspectiva literaria como ciudadana por una sociedad más justa. Hagamos realidad el llamamiento del reconocido politólogo Karl Loewenstein, en su Teoría de la Constitución, en la búsqueda de una teoría del poder político de amplio espectro. Hoy, gracias a nuestro hombre, hasta literario. En ella, resalta su encendido alegato de la libertad, configurada como definidora y aglutinante de su persona y de sus obras de ficción. Las palabras «libertad», «liberal» y «liberalismo», la tríada mágica en tanto que hombre y ciudadano, son el basamento de su idea del ser humano, de su conducta personal y de su acción pública. Un acierto el de Antonio Mingote al mostrarnos caricaturizadamente tras la concesión del premio Nobel la taumatúrgica palabra distinguida con el galardón: ¡su laureado liberalismo! Vargas Llosa se erige, diríamos bergsonianamente, sobre el élan vital de la libertad del hombre.

Nuestro escritor, a diferencia de otros intelectuales, siempre lo ha tenido claro. Ni coqueteos, ni deslumbramiento, ni exoneración de responsabilidades, ni complicidad ni justificación con los horrores de los monstruos del totalitarismo. Tolerancia cero con la barbarie con rostro humano que desvelaba crudamente Henri Bernard Levy. Vargas Llosa ha sido siempre azote de tiranos, látigo de dictadores, desenmascarador de caudillitos, delator de autócratas, implacable con los déspotas, fustigador de sátrapas, e inmisericorde con la insaciable codicia, la sociedad de la opulencia, la estulticia televisiva y los nacionalismos expansionistas. En fin, denunciante de toda clase de yugos y represiones. En otros términos, ¡ya que estamos ante un hacedor de palabras y creador de historias!, «decencia personal» y «deber moral». Muy lejos pues del embelesamiento estalinista de Neruda o Paul Éluard, del encantamiento maoísta de Sartre, del castrismo de García Márquez… Vargas Llosa ha sido siempre fiel a las palabras, ¡otra vez las palabras!, del humanista Albert Camus en La peste: «He decidido rechazar todo lo que, directa o indirectamente, lleve a morir a la gente o a justificar que otros los maten».

Nada duraron en el juvenil escritor de Arequipa la malsana atracción por el autócrata castrismo de la Revolución de Sierra Maestra —después del escarnio sufrido por el escritor Heberto Padilla— o del redentor guerrillerismo de Sendero Luminoso. Ninguna complicidad con los ideólogos de la mordaza y la opresión. Todo lo contrario: cruzado impenitente, como su admirado Don Quijote, en la defensa de los débiles y los derechos de las minorías. Siempre ha denunciado el siglo de los genocidios que describía Bernard Bruneteau. Estamos, ¡no es un juego retórico de palabras!, ante un revolucionario. Pero de la mejor revolución: la de la auténtica libertad, que no es sino la redentora libertad del hombre. En su
compromiso, ¡el único lugar donde las palabras dejan paso a los hechos!, no hay sitio para lo políticamente correcto, el pensamiento débil, el inconfesable acobardamiento, el simple tactismo, el fariseísmo acomodaticio, la banalización relativista, el indigno arbitrismo. Con la libertad y la decencia no se mercadea. No se retuercen. No se negocian. No están en venta. No se transaccionan. Son, ¡de nuevo las palabras!, los primigenios y extra comercium valores vargasianos. Los valores donde reposar la cabeza, la pluma y hasta la espada.

En este contexto, Mario Vargas Llosa se ha ocupado del poder. Como pocos ha diseccionado sus caras y manifestaciones. «El poder es un tema —ha reseñado el escritor peruano y español— inevitable para un escritor de América Latina». Un poder que se denuncia y enjuicia, los medios nunca justifican los fines, cualquiera que sea su expresión. No hay tregua con las religiones alienadoras, las utopías enloquecidas y los totalitarismos subyugantes. Y así, en La ciudad y los perros (1962) se exorciza la condición humana hundida en las sórdidas vejaciones de la carcelaria escuela de Leoncio Prado. En La casa verde (1965) se detiene en la obsesión por la riqueza y el poder del contrabandista Fusía. En Conversación en la catedral (1969) se para en la corrupción durante la dictadura del general Manuel Odría. En La guerra del fin del mundo (1981) se adelantan los abyectos perfiles al hilo de la sublevación mesiánica de los Canudos —también hay mucho de mesianismo en su Historia de Mayta (1984), el agrario político peruano trotskista, y en el sargento Lituma en los Andes (1993)—, del terrorismo de Sendero Luminoso. En La fiesta del chivo (2000) se narran los últimos días del tricorniado bananero Trujillo en la República Dominicana. En La utopía arcaica (1996) se desnudan los fanatismos raciales. Para desgranarse, en El pez en el agua (1993), su experiencia política en las presidenciales de los noventa. Hoy, en El sueño celta, se relata el esquilmador colonialismo en el Congo. Y si desean ensayos más sesudos, lean sus tres volúmenes Contra viento y marea (1983-1990) y su Desafíos a la libertad(1994).

En palabras de Vargas Llosa, ¡nada más maravilloso que las «liberadoras palabras»!, la pelota está en nuestro tejado: «Depende de nosotros que la buena literatura siga existiendo, por el goce incomparable que produce, y por lo fundamental que es si queremos tener un futuro en libertad». Nada más a veces políticamente incorrecto, pero siempre políticamente decente.

*PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO ES RECTOR DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS

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