jueves, 14 de octubre de 2010


Mario Vargas Llosa: Claves de la Creación



Fuente : Caretas
Escrito por Max Hernández
14 de octubre de 2010

Una de las virtudes de un premio como el Nobel es que restituye el valor de la palabra autor. Especialmente hoy, cuando en el riguroso cuestionamiento hecho por los postestructuralistas franceses la idea de autor –y de autoría–, ha sido banalizada y parece servir apenas para descalificar los anhelos de quienes se dedican a escribir. El galardón concedido a Mario Vargas Llosa da prueba de que las antiguas connotaciones del vocablo resisten tales embates y es testimonio de que el esfuerzo creativo plasmado en los libros de su autoría encierra algo único.

¿Cuál fue el camino que llevó a Vargas Llosa de Arequipa a Estocolmo? Los misterios de la creación son inmensos. Y hay teorías para todos lo gustos. Una, privilegia la capacidad de integrar los modos de procesamiento de la información de cada uno de los hemisferios cerebrales. El izquierdo, orientado en la temporalidad, analítico y verbal, abstracto y racional; y el derecho, que juega en el terreno de lo espacial, sintético y preverbal, concreto y emocional. Puede que así sea, pero no nos ayuda mucho para seguir la ruta que llevó al escritor peruano al Nobel.

Se podría empezar diciendo que probablemente la única manera que tienen ciertas personas para salir airosas en las emboscadas que los acechan en su infancia y adolescencia consista en implicarse en los hechos manteniendo una distancia. Cada irrupción traumática obliga a asumir tal estrategia. La súbita aparición en la escena de un padre distante y autoritario por ejemplo, o la arbitrariedad de la imposición jerárquica, pueden inducir a un tiempo una propensión al retraimiento desde el cual se puede observar lo que está pasando para darle vueltas hasta entenderlo, y también una férrea determinación de comprometerse hasta el fin con lo que uno cree.

Esa invisible atalaya puede permitir –dada una particular ecuación personal– afinar la capacidad de orientar el propio inconsciente hacia el inconsciente del otro “como un receptor telefónico se ajusta al micrófono transmisor”, según la metáfora que Freud propuso en los momentos iniciales de la telefonía. El artista busca despertar en nosotros la misma actitud, “la misma constelación emocional que aquella que produjo en él el ímpetu para crear”, escribió en su ensayo sobre el Moisés de Miguel Ángel. Mucho antes, al referirse al Hamlet de Shakespeare, había dicho que el inconsciente del gran dramaturgo “había comprendido el inconsciente de su héroe”.

Estas ideas nos pueden ayudar a entender cómo la obra de Mario Vargas Llosa, malabarista que mantiene en el aire al autor, al narrador y a los personajes, propicia la identificación de quien lee con el drama que viven los caracteres de ficción, de modo tal que los sentimientos de los personajes resuenen en su interior a la vez que establece una distancia. Este desdoblamiento en un yo observador y un yo comprometido en las emociones marca la experiencia de la lectura de su obra. No obstante, el lector atrapado por una narración que serpentea hacia lo que aún tiene que ocurrir no saldrá impune. Y, por añadidura, quedará sin saber si ha leído un fragmento o una totalidad de la que el fragmento es a su vez parte.

Hace ya algunos años, Fito Loayza, quien acababa de regresar de Europa, me conminó a leer un texto de Michel Leiris, surrealista en la primera hora y autor de la más descarnada de las autobiografías. En el ensayo “De la literatura considerada como una tauromaquia”, Leiris, amigo de Jacques Lacan, afirma que la literatura, espejo de la tauromaquia, es una cita con la muerte, de ahí que solo la maestría del artista podrá salvarlo del pitón amenazante, aun cuando el escritor de raza sepa, como lo sabía el escultor Alberto Giacometti, que a la larga es imposible lograrlo.

Traigo esto a colación para subrayar los riesgos, visibles desde sus primeras novelas, que corría un escritor nacido en estas tierras prejuiciosas. Lo hizo con el atrevimiento de hacer constar el afecto que vincula a Alberto el poeta con Ricardo Arana, el Esclavo; la audacia de describir con naturalidad sin reservas a esos tres mangaches, vividores sin rumbo como los “vitelloni” de Fellini pero “inconquistables”; el aplomo con que registra los amores feroces de don Anselmo y la Toñita con objetiva precisión; o la determinación de seguir la difícil aventura interior de Zavalita en medio de los trazos del estupendo mural sanmarquino que retrata en Conversación en la Catedral; o la insolencia de destacar el coraje revolucionario de Mayta, el guerrillero mestizo y homosexual.

Pero, a mi entender, un ejemplo singular de esta difícil tauromaquia es el recorrido de la pluma –iba a escribir la muleta– al dibujar la estrategia fálico-narcisista con la que pretende ocultar su castración Pichula Cuéllar, el héroe/antihéroe adolescente de Los cachorros. La brillante realidad verbal de la obra enfrenta, por los derroteros de la ficción, las mismas embestidas con que se que topó la investigación psicoanalítica cuando indagó en el papel que juega el concepto de la castración en la dinámica de los procesos inconscientes.

Una serie de observaciones clínicas llevaron a Freud a inscribir la castración en un circuito de interacciones, correspondencias, sustituciones, intercambios y permutas que ocurren de modo sucesivo, coincidente o simultáneo. El llamado complejo de castración ocupa un lugar fundamental en lo que atañe a la estructuración psíquica y la regulación de la sexualidad. Si se sigue el rastro de aquello que el perro Judas arrancó a Cuéllar con un mordisco se puede ingresar a los vericuetos de esta noción. Notemos de entrada que esa pieza clave de esta novela en torno a la cual giran los personajes yace innominada en los espacios de indeterminación producidos por una singular sintaxis. La narración se estructura en función de esa falta sin nombre.

Desde la perspectiva psicoanalítica la castración no concierne al pene, órgano y objeto concreto, sino al falo, construcción imaginaria que se erige para blindarlo. Por ello se lo debe entender como la concreción de la amenaza de la desaparición de tal construcción imaginaria. El falo yergue su presencia sobre la angustia que revela la precariedad de las fantasías que quisieran exorcizar el temor de su ausencia, no vaya a ser que se termine como una mujer. Lo fálico se instala sobre una paradoja y bascula en una oscilación falo/castración, castración/falo, que da testimonio de la incertidumbre que lo rodea. La arquitectura de Los cachorros hace patente la simultaneidad en la que se mueven los diversos niveles implicados en el constructo teórico freudiano.

Decíamos que lo que Cuéllar perdió se halla en los espacios de indeterminación en las páginas de Los cachorros. Un artículo periodístico que trata de un suceso real le permite a Vargas Llosa ofrecernos una perspectiva reversible. Lorena, una joven hispánica, “decapitó sexualmente a su marido” John Wayne Bobbit, “sin metáforas de ninguna especie”. De un solo tajo “lo desembarazó del santo y seña de su virilidad”.

Luego, arrojó a la calle “lo que había sido el pene”. O, más precisamente, según el alegato de la defensa, un “adminículo” que no era en absoluto lo que parecía pues no era “una protuberancia cilíndrica hecha de carne, venas y restos de esperma” sino “un coeficiente abstracto, una estructura simbólica”. Paradoja de paradojas, en la más cruda realidad, aquella que no requiere de metáforas, Lorena había cercenado “un ícono emblemático del horror doméstico y de la sujeción servil”.

La distancia entre ciertos aspectos de la realidad psíquica y su posibilidad de expresión se acortó cuando el psicoanálisis abrió redes de relaciones y significación no percibidas hasta entonces. Seguirlas con la pluma no es tarea fácil. No sé si escuché mal pero creí entender que el Secretario Perpetuo de la Academia Sueca, cuando anunció las razones del premio, dijo –cito de memoria–: “la obra de Mario Vargas Llosa contiene una cartografía de las estructuras del poder y sus aceradas imágenes de la resistencia, la sublevación, y la derrota del individuo”. Un Edipo solitario. Bien pensado, creo que escuché bien. Vuelvo a citar de memoria, esta vez un título de Serge Andrè, “la escritura comienza donde el psicoanálisis termina”.

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