domingo, 17 de octubre de 2010


MARIO


Diario Perú21
Autor: Pedro Salinas
17 de octubre de 2010

Como muchos, lo descubrí en el colegio. A través de Los cachorros, esa magnífica historia sobre Pichulita Cuéllar, con paisajes miraflorinos, narrada con fluidez y tono cinematográfico. Y de ahí salté a zambullirme en Los jefes. Y luego a La ciudad y los perros. Y así. Leerlo hacía que mi gusto por la lectura se volviera, además de insobornable, espontáneo. Y eso es algo que se agradece. Hasta el día de hoy.

Más tarde, a mis veintitantos, lo conocí en los inicios del Movimiento Libertad, cuando yo era un febril activista y partidario de las ideas liberales, y él, frisando los cincuenta, era ya bien famoso de vida y de obra, y uno de los mejores aspirantes a la presidencia que ha tenido el Perú en toda su historia. Y, claro, ya era también y desde hacía rato, un intelectual de nota, de cabeza muy bien organizada.

Vargas Llosa perdió las elecciones de 1990 ante un desconocido, debido a que la maquinaria aprista, haciendo uso de todo su poder, le infundió un miedo irracional a los peruanos, quienes terminaron mezquinándole el triunfo para entronizar a un tipejo que luego le dio un zarpazo a la democracia. Por suerte, gracias a esa derrota, la literatura recuperó a Mario y el Nobel llegó. Algo tarde. Un poco retrasado. Con la lentitud de la ONPE, pero llegó.

Durante mi faceta de periodista preguntón, tuve el privilegio y el honor de entrevistarlo en varias oportunidades. La primera, recuerdo, fue en el 89, en el programa Esta Noche, que dirigía Gonzalo Rojas. Ahí, un Vargas Llosa candidato, defendió con ardor y fuego la necesidad de privatizar las empresas públicas y arremetió con ese énfasis que le caracteriza contra el populismo del régimen alanista. En otro momento, junto a César Lévano, en la radio, le dimos tribuna para que expresara sus juicios implacables, para que apuntillara sobre los excesos del gobierno de Fujimori, para que le tomara el pulso al país, en los tiempos en que muchos medios, la mayoría, habían abdicado de su rol fiscalizador y se habían convertido en mascotas del poder. O peor. En alfombras, cuando no en felpudos, de la impudicia. En fin. Más adelante, también para la radio, en una conversación que disfruté mucho, hablamos largamente, y sin pasar a otra cosa, sobre su novela El paraíso en la otra esquina.

Pero debo confesar que la entrevista más placentera, la que más me cautivó, fue la última, cuando hablamos sobre periodismo, para mi libro Rajes del oficio 2. En todos estos diálogos, siempre me he sentido frente a un peruano fuera de serie, ante un escritor e intelectual vigoroso y personalísimo, de raza y nervio, además de universal. Que no ha perdido su capacidad admirativa ni su rebeldía juvenil. Incluso uno puede casi palpar su fe inquebrantable por la literatura, actividad a la que se ha entregado en cuerpo y alma, con orgullo de misión, y a la que le es fiel “con una devoción sacerdotal”, como le ha descrito su hijo Álvaro, en ABC. Todo en él tiene una dosis de pasión. De intensidad. De fervor creador. Como quien vive para escribir y escribe para vivir.

He leído muchas, muchísimas, de las reseñas que se han escrito sobre Mario y su merecidísimo Premio Nobel. Particularmente, las publicadas en España, donde lo quieren tanto como acá. Y como peruano, qué quieren que les diga, como peruano me he emocionado con toda esta buena vibra alrededor de su figura. De verdad. Lo he disfrutado a forro. Y ya ven. Ha sido una gozada. Pero hay una, de las tantas que he hojeado, que me gustó especialmente y escribió César Hildebrandt en su semanario, a manera de remate en una sabrosa crónica que le dedica a nuestro escritor, y que, con perdón de César, voy a hacer también mía para usarla de colofón. “Vargas Llosa no requería del Nobel, ese premio que le negaron a Joyce, el padre, y a Borges, el maestro. Pero se lo han dado y eso está muy bien. Vargas Llosa se merecía el Nobel. No sé si el Nobel, entregado a tanta mediocridad fugaz, se merecía a Vargas Llosa”. Pues eso.

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