La sorprendente cena de varguitas con Raúl Porras Barrenechea.
Los discípulos querían agasajar al maestro con una cena y, sin querer, terminaron en una casa de cita.
Por Pedro Escribano (*)
La República
Lo que Varguitas no dijo en El pez en el agua se remonta a finales de los años cincuenta, cuando el escritor –como Hércules en la mitología griega– tenía hasta siete trabajos, entre ellos el de fichar libros y el trabajito de inventariar tumbas para el historiador Raúl Porras Barrenechea en el viejo cementerio Presbítero Matías Maestro de Lima.
Pero don Raúl Porras Barrenechea no solo era su empleador, sino también un amigo y un gran maestro de quien tenía mucho que aprender. Mismo guía, el ilustre historiador y diplomático se hacía rodear por jóvenes intelectuales talentosos que con el correr de los años se convertirían en figuras nítidas de la cultura peruana.
Por eso, cuando Porras Barrenechea fue elegido presidente del Senado en 1957, sus discípulos lo invitaron a cenar en un concurrido restaurante criollo de la época, “El Parral”, en el Rímac. El historiador aceptó gustoso y ofreció el carro oficial del Congreso de la República para trasladarse al ágape. Los anfitriones eran Mario Vargas Llosa, la tía Julia Urquidi (y su hermana, quien había venido de Bolivia), Abelardo Oquendo y su esposa Pupi y Luis Loayza.
A ninguno de ellos se le había ocurrido hacer la reserva del caso en el restaurante, así que cuando llegaron lo que encontraron no fue una sorpresa: no había mesa libre. Y no consiguieron una por más que le dijeron al administrador que el invitado especial era nada menos que el reconocido historiador y presidente del Senado del Perú, el doctor Raúl Porras Barrenechea.
El administrador, sin negar su comprensión por la alta investidura política e intelectual del agasajado, adujo que no podía hacer nada pues sus comensales habían hecho sus respectivas reservas con antelación y él no podía atreverse a incomodarlos.
Y vayan a ver quiénes ocupaban las mesas, nada menos que los Romero, los Benavides, los Osma, los Berkemeyer, familias de la alta sociedad limeña.
“Lo que se puede hacer –dijo el administrador– es llamar a la policía y explicarles que se trata del doctor Raúl Porras Barrenechea, quizá así se agrupen algunas familias amigas y dejen una mesa libre para el doctor. Pero eso sí, esa gestión la hacen ustedes”.
Esa era una buena idea y corrieron hacia el maestro. A como dé lugar querían homenajearlo con una cena, y no era para menos, querían demostrarle cariño y gratitud por la amistad que les tenía. Y no les quedó otra cosa que mentirle, diciéndole que como era un restaurante criollo también venía gente informal y criolla que no había respetado la reserva, por lo que era necesario llamar a un policía para contar con una mesa.
El historiador y diplomático, como es natural, se opuso a tamaña gestión y más bien, como siempre generoso, ofreció una cena alternativa:
–Les invito a comer pollo a la brasa en La Granja Azul, en Santa Clara, Chosica.
La Granja Azul estaba muy lejos, pero como tenían la movilidad oficial del Congreso de la República nadie dijo no. Se enrumbaron tras la ansiada cena de homenaje.
Pero todo estaba en contra. Llegaron cuando bordeaba la medianoche y acababan de apagar los hornos y cerraban el restaurante. Cuando el administrador se enteró de que estaba allí como comensal el historiador más prestigioso del Perú, resolvió atenderlo.
–Pero eso sí –advirtió a los entusiastas y agradecidos discípulos– son las doce de la noche. Hasta que se caldeen los hornos y se cocinen los pollos, la cena estará lista a la una o una y media de la madrugada.
Raúl Porras, enterado de este horario, desistió de la cena. El pollito a la brasa en Chosica también se había quemado en la puerta del horno. Y el grupo optó por regresar a Lima.
En el camino, Pupi, que estaba embarazada, le contaba a Julia Urquidi que se había quedado con el supremo deseo de comer pollito. Era el antojo de embarazada.
El historiador las escuchó en silencio.
El carro zangoloteaba en la pista, la misma que, al distanciarse de Lima, empeora hasta convertirse casi en superficie lunar. El pesar, la frustración de no haber encontrado pollo a la brasa crecía en rumores y quejas en el grupo, sobre todo en las muchachas. Y Raúl Porras no pudo más. Se acercó hacia los oídos del joven Vargas Llosa.
–¡No me diga, doctor! –exclamó Varguitas.
–Sí –susurró Porras–. Es una pollería que sirve de fachada al Cinco y Medio. Está abierta toda la noche, pero el problema son las chicas, cómo llevarlas allí.
Vargas Llosa, rijoso, rió y les dijo a todos que el problema de comer pollo acababa de resolverse. El historiador instruyó al diligente chofer sobre qué atajo tomar para llegar, pero, eso sí, guardaron el secreto ante las chicas.
Efectivamente, al arribar descubrieron un restaurante solitario que tenía, por un lado, una pista de entrada y, por el otro, la de salida.
El Cinco y Medio era entonces una casa de cita donde las doncellas de Lima perdían la virginidad. Era un lugar que solo se nombraba a media voz por su mala fama, por todo lo que implicaba contra la supuesta decencia y las buenas costumbres.
Sin embargo, a Varguitas y a los muchachos del grupo cenar allí les pareció una situación más que divertida. Guardaron el secreto hasta cuando las muchachas, en plena cena, se dieron cuenta de que, por un lado, ingresaban taxis con parejas y, por el otro, salían los choferes con sus respectivos autos, solos.
–Mario –preguntó intrigada la tía Julia–, ¿adentro hay otro ambiente? Las parejas ingresan y no salen a sentarse junto a nosotros.
Vargas Llosa la miró no sin bosquejar una pícara sonrisa y terminó por confesarles en qué lugar estaban cenando.
La tía enmudeció. Pupi también. Abrieron los ojos como platos, se llevaron las manos a la boca, se escandalizaron, y reclamaron que cómo había sido posible haber traído allí al doctor. ¿Y si llegaba un periodista?, ¿y si un fotógrafo registraba la imagen del grupo y el carro negro oficial del Congreso, que estaba allí, estacionado, en el Cinco y Medio, con su chofer y su Escudo Nacional en la capota, como si fuera un Batimóvil? Luego de un breve silencio, terminaron por calmarse. Después se mataron de risa.
Esa noche, como bien recuerda Abelardo Oquendo, Raúl Porras tomó la palabra para hablar sobre las cosas insólitas y hasta caprichosas del joven Pablo Macera, quien también era su discípulo. Decía que Macera era brillante, inteligente, pero desordenado. Temía que si no se disciplinaba nunca llegaría a producir algo intelectualmente orgánico. Menos mal que el tiempo ha demostrado lo contrario.
La cena continuó, pero de rato en rato se preguntaban qué pasaría si por allí llegara un periodista cámara en mano. El presidente del Senado, con el carro oficial del Congreso, dos señoras, una de ellas embarazada, jovencitos, en el Cinco y Medio. El escándalo que se armaría. Degeneración total.
Un gran historiador, como Raúl Porras Barrenechea, un joven crítico, Abelardo Oquendo; un prosista de primera línea, como Luis Loayza, y un escritor llamado con el tiempo a ser un gran novelista del mundo, y todos juntos hablando de Pablo Macera, quien llegó a ser también un gran historiador. Sin duda, una noche así, en el Cinco y Medio, será irrepetible.
(*) Tomado del libro Rostros de memoria. Pedro Escribano, Ed. UCH, 2009.
EL DATO
El conductor. Raúl Porras se convirtió en un verdadero guía de una generación de jóvenes intelectuales, además de Vargas Llosa, Abelardo Oquendo, Luis Loayza, Hugo Neira, entre otros.
Los discípulos querían agasajar al maestro con una cena y, sin querer, terminaron en una casa de cita.
Por Pedro Escribano (*)
La República
Lo que Varguitas no dijo en El pez en el agua se remonta a finales de los años cincuenta, cuando el escritor –como Hércules en la mitología griega– tenía hasta siete trabajos, entre ellos el de fichar libros y el trabajito de inventariar tumbas para el historiador Raúl Porras Barrenechea en el viejo cementerio Presbítero Matías Maestro de Lima.
Pero don Raúl Porras Barrenechea no solo era su empleador, sino también un amigo y un gran maestro de quien tenía mucho que aprender. Mismo guía, el ilustre historiador y diplomático se hacía rodear por jóvenes intelectuales talentosos que con el correr de los años se convertirían en figuras nítidas de la cultura peruana.
Por eso, cuando Porras Barrenechea fue elegido presidente del Senado en 1957, sus discípulos lo invitaron a cenar en un concurrido restaurante criollo de la época, “El Parral”, en el Rímac. El historiador aceptó gustoso y ofreció el carro oficial del Congreso de la República para trasladarse al ágape. Los anfitriones eran Mario Vargas Llosa, la tía Julia Urquidi (y su hermana, quien había venido de Bolivia), Abelardo Oquendo y su esposa Pupi y Luis Loayza.
A ninguno de ellos se le había ocurrido hacer la reserva del caso en el restaurante, así que cuando llegaron lo que encontraron no fue una sorpresa: no había mesa libre. Y no consiguieron una por más que le dijeron al administrador que el invitado especial era nada menos que el reconocido historiador y presidente del Senado del Perú, el doctor Raúl Porras Barrenechea.
El administrador, sin negar su comprensión por la alta investidura política e intelectual del agasajado, adujo que no podía hacer nada pues sus comensales habían hecho sus respectivas reservas con antelación y él no podía atreverse a incomodarlos.
Y vayan a ver quiénes ocupaban las mesas, nada menos que los Romero, los Benavides, los Osma, los Berkemeyer, familias de la alta sociedad limeña.
“Lo que se puede hacer –dijo el administrador– es llamar a la policía y explicarles que se trata del doctor Raúl Porras Barrenechea, quizá así se agrupen algunas familias amigas y dejen una mesa libre para el doctor. Pero eso sí, esa gestión la hacen ustedes”.
Esa era una buena idea y corrieron hacia el maestro. A como dé lugar querían homenajearlo con una cena, y no era para menos, querían demostrarle cariño y gratitud por la amistad que les tenía. Y no les quedó otra cosa que mentirle, diciéndole que como era un restaurante criollo también venía gente informal y criolla que no había respetado la reserva, por lo que era necesario llamar a un policía para contar con una mesa.
El historiador y diplomático, como es natural, se opuso a tamaña gestión y más bien, como siempre generoso, ofreció una cena alternativa:
–Les invito a comer pollo a la brasa en La Granja Azul, en Santa Clara, Chosica.
La Granja Azul estaba muy lejos, pero como tenían la movilidad oficial del Congreso de la República nadie dijo no. Se enrumbaron tras la ansiada cena de homenaje.
Pero todo estaba en contra. Llegaron cuando bordeaba la medianoche y acababan de apagar los hornos y cerraban el restaurante. Cuando el administrador se enteró de que estaba allí como comensal el historiador más prestigioso del Perú, resolvió atenderlo.
–Pero eso sí –advirtió a los entusiastas y agradecidos discípulos– son las doce de la noche. Hasta que se caldeen los hornos y se cocinen los pollos, la cena estará lista a la una o una y media de la madrugada.
Raúl Porras, enterado de este horario, desistió de la cena. El pollito a la brasa en Chosica también se había quemado en la puerta del horno. Y el grupo optó por regresar a Lima.
En el camino, Pupi, que estaba embarazada, le contaba a Julia Urquidi que se había quedado con el supremo deseo de comer pollito. Era el antojo de embarazada.
El historiador las escuchó en silencio.
El carro zangoloteaba en la pista, la misma que, al distanciarse de Lima, empeora hasta convertirse casi en superficie lunar. El pesar, la frustración de no haber encontrado pollo a la brasa crecía en rumores y quejas en el grupo, sobre todo en las muchachas. Y Raúl Porras no pudo más. Se acercó hacia los oídos del joven Vargas Llosa.
–¡No me diga, doctor! –exclamó Varguitas.
–Sí –susurró Porras–. Es una pollería que sirve de fachada al Cinco y Medio. Está abierta toda la noche, pero el problema son las chicas, cómo llevarlas allí.
Vargas Llosa, rijoso, rió y les dijo a todos que el problema de comer pollo acababa de resolverse. El historiador instruyó al diligente chofer sobre qué atajo tomar para llegar, pero, eso sí, guardaron el secreto ante las chicas.
Efectivamente, al arribar descubrieron un restaurante solitario que tenía, por un lado, una pista de entrada y, por el otro, la de salida.
El Cinco y Medio era entonces una casa de cita donde las doncellas de Lima perdían la virginidad. Era un lugar que solo se nombraba a media voz por su mala fama, por todo lo que implicaba contra la supuesta decencia y las buenas costumbres.
Sin embargo, a Varguitas y a los muchachos del grupo cenar allí les pareció una situación más que divertida. Guardaron el secreto hasta cuando las muchachas, en plena cena, se dieron cuenta de que, por un lado, ingresaban taxis con parejas y, por el otro, salían los choferes con sus respectivos autos, solos.
–Mario –preguntó intrigada la tía Julia–, ¿adentro hay otro ambiente? Las parejas ingresan y no salen a sentarse junto a nosotros.
Vargas Llosa la miró no sin bosquejar una pícara sonrisa y terminó por confesarles en qué lugar estaban cenando.
La tía enmudeció. Pupi también. Abrieron los ojos como platos, se llevaron las manos a la boca, se escandalizaron, y reclamaron que cómo había sido posible haber traído allí al doctor. ¿Y si llegaba un periodista?, ¿y si un fotógrafo registraba la imagen del grupo y el carro negro oficial del Congreso, que estaba allí, estacionado, en el Cinco y Medio, con su chofer y su Escudo Nacional en la capota, como si fuera un Batimóvil? Luego de un breve silencio, terminaron por calmarse. Después se mataron de risa.
Esa noche, como bien recuerda Abelardo Oquendo, Raúl Porras tomó la palabra para hablar sobre las cosas insólitas y hasta caprichosas del joven Pablo Macera, quien también era su discípulo. Decía que Macera era brillante, inteligente, pero desordenado. Temía que si no se disciplinaba nunca llegaría a producir algo intelectualmente orgánico. Menos mal que el tiempo ha demostrado lo contrario.
La cena continuó, pero de rato en rato se preguntaban qué pasaría si por allí llegara un periodista cámara en mano. El presidente del Senado, con el carro oficial del Congreso, dos señoras, una de ellas embarazada, jovencitos, en el Cinco y Medio. El escándalo que se armaría. Degeneración total.
Un gran historiador, como Raúl Porras Barrenechea, un joven crítico, Abelardo Oquendo; un prosista de primera línea, como Luis Loayza, y un escritor llamado con el tiempo a ser un gran novelista del mundo, y todos juntos hablando de Pablo Macera, quien llegó a ser también un gran historiador. Sin duda, una noche así, en el Cinco y Medio, será irrepetible.
(*) Tomado del libro Rostros de memoria. Pedro Escribano, Ed. UCH, 2009.
EL DATO
El conductor. Raúl Porras se convirtió en un verdadero guía de una generación de jóvenes intelectuales, además de Vargas Llosa, Abelardo Oquendo, Luis Loayza, Hugo Neira, entre otros.
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