08 de octubre de 2010
Diario Sur de España
Comenzó alargando las historias con las que aprendió a leer y ha llegado al Nobel tras escribir un puñado de obras maestras
Cuando conoció a Julia Urquidi, Marito como le llamban en su juventud y aún mucho después, vivía con sus abuelos y estaba a punto de descubrir que su infancia había sido una gran mentira. Porque, hasta los diez años, estuvo convencido de que su padre había muerto antes de su nacimiento. Fue la farsa que su madre concibió para evitar a su hijo el disgusto de saber que su marido había pedido el divorcio estando ella embarazada para irse con otra mujer. Hasta que conoció la existencia de su padre, el pequeño Mario había vivido en la localidad boliviana de Cochabamba, donde su abuelo era cónsul honorario.
En Cochabamba, y no tanto en Arequipa, lugar de su nacimiento en 1936, está el origen de buena parte de su literatura. Allí y más tarde en el colegio militar Leoncio Prado, adonde su padre lo envió contra su voluntad. «Todo lo que he inventado, como escritor, tiene raíces en lo vivido; fue, en sus orígenes, algo que hice, vi, oí, pero también leí, y que mi memoria retuvo con una terquedad singular y misteriosa», ha escrito.
Y ha vivido, hecho, visto, oído y leído mucho. Porque el representante más joven del 'boom' latinoamericano ha desempeñado oficios diversos desde la juventud. En ocasiones, obligado por la necesidad, como cuando recién casado con Julia Urquidi y rechazado por su familia -ella fue antes la esposa de un tío del escritor- llegó a desempeñar hasta siete empleos de forma simultánea, entre ellos redactor de noticias para una emisora local, archivero en una biblioteca y revisor de nombres en las lápidas de un cementerio. Nada especial en un joven que no muchos años antes había querido ser torero, a raíz de que su abuelo lo llevara una tarde a conocer no el hielo sino la placita de Cochabamba.
Pero de todos esos oficios, algunos de ellos imposibles, emergió el de contador de historias. El niño que jugaba a prolongar los cuentos que leía modificando finales, matando personajes y añadiendo historias de amor donde no las había, se hizo escritor. Conoció, como en tantos otros casos, la soledad y la pobreza. Durante meses, escribió en una buhardilla de París donde antes había llenado cuartillas un colombiano con aspecto de 'clochard' llamado Gabriel García Márquez, con quien luego mantendría una estrecha amistad y una mítica enemistad. La gloria le llegó pronto: la colección de relatos 'Los jefes' fue un aldabonazo y la novela 'La ciudad y los perros' confirmó su enorme talento.
El contador de historias
Convertido ya en una celebridad, Vargas Llosa no ha renunciado al periodismo, que continúa practicando a veces en lugares incómodos, como Oriente Próximo, ni a la política. Desde su espectacular desmarque de la izquierda latinoamericana y europea a raíz del 'caso Padilla', el escritor hispano peruano ha ido girando hacia el liberalismo, con un momento culminante: el de su candidatura a la presidencia de Perú, una elección que perdió contra todo pronóstico ante uno de los personajes más siniestros de la Historia reciente de Latinoamérica: Alberto Fujimori.
Durante estos años, alimentando una masa creciente de lectores fieles y de detractores igual de pertinaces a causa de sus posturas políticas, ha publicado un catálogo de libros soberbios: 'Conversación en la catedral', 'La guerra del fin del mundo', 'La fiesta del Chivo', 'El paraíso en la otra esquina', 'Travesuras de la niña mala'... Novelas que por sí mismas garantizarían un lugar de honor en los libros de Historia de la literatura. Pero es que, además, Vargas Llosa ha cultivado el ensayo, el teatro y la poesía, y ha mantenido una actividad frenética pronunciando conferencias y discursos y demostrando que es, además, un inigualable narrador oral.
Polemista sin vértigo a quien nadie podrá acusar de haber caído en la tentación de lo políticamente correcto, aficionado al fútbol hasta el extremo de haber comentado para la radio partidos del Mundial de España -y haber reconocido que disfrutó muchísimo con ello-, su nombre parecía haber engrosado la lista de los eternos candidatos al Nobel.
No es que le faltaran premios -tiene el Cervantes, el Príncipe de Asturias, el Rómulo Gallegos, el de la Paz de los libreros alemanes, hasta el Planeta- pero la Academia sueca parecía esquivarlo. Él se tomaba ya a broma las preguntas sobre sus relaciones en Estocolmo y aseguraba no pensar nunca en el Nobel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario