Domingo 10 de octubre de 2010
Extraído de Desde el Techo
Es cierto, Mario Vargas Llosa representa todas las sangres de ésta nación que nos alberga, que a veces nos desune, que nos emociona cada cierto tiempo. Mario, el ahora Nobel, ha sido dotado por Dios de un espíritu malditamente incansable para narrar las cosas que nos suceden a los simples mortales. Más que un literato es un narrador de historias, la mayoría de ellas reales, recopiladas minuciosamente por su pegajosa tinta. A Mario lo conocí hace 23 años , en 1987, cuando se aprestaba a tentar la Presidencia, cuando sus inquietos humores rebalsaban al ver como el joven Alan García destruía la economía del país.
Un día nublado llegó al aeropuerto Jorge Chávez acompañado de su guapa esposa Patricia. Ambos todavía jóvenes, ella más que él. La ingrata y aburrida cobertura periodística en los terminales aéreos tiene eso de bondadoso: que conoces a gente importante sin proponértelo. Ese día Mario fue abordado por los periodistas destacados allí y absolvió cada una de sus inquietudes, mientras que Patricia nos entretenía tras bambalinas con su perfume y una sonrisa cálida.
Pero Mario no presagiaba ser el incomprendido más notable que nuestra historia haya despreciado. Tuvo una agitada campaña presidencial que lo condujo a enfrentarse con lo más rancio de los retrógrados que aspiraban a revivir un estado socialista o castrador de toda aspiración a la modernidad.
Mario no aprendió a mentir desde chico, nadie se lo enseñó. En toda su campaña se pasó de honesto, de sincero y habló con la verdad, por eso perdió. A lo que se sumó la trama siniestra de García Pérez quien movió todos los hilos del Estado, incluso fundando un periódico para demoler la figura de Vargas Llosa y permitir el triunfo de esa tromba populista llamada Fujimori. Lo demás es historia.
Mario no aprendió a mentir desde chico, nadie se lo enseñó. En toda su campaña se pasó de honesto, de sincero y habló con la verdad, por eso perdió. A lo que se sumó la trama siniestra de García Pérez quien movió todos los hilos del Estado, incluso fundando un periódico para demoler la figura de Vargas Llosa y permitir el triunfo de esa tromba populista llamada Fujimori. Lo demás es historia.
Mientras que el candidato lapidado por las injurias presidenciales y de seudos revolucionarios como Javier diez Canseco es hoy el Nobel de Literatura, el ganador de esa contienda está preso pagando sus culpas. Son los avatares de la vida. Para muchos, de haber llegado Vargas Llosa a la presidencia del Perú, la humanidad se habría perdido varios de sus Best Sellers. Así que Alan García, sin quererlo, ha contribuido doblemente para que la fundación sueca haya decidido otorgarle el Nobel a Mario. Primero, impidió que el escritor alcance la presidencia, por ende, permitió que prosiga con su rica obra y, segundo, recientemente provocó su renuncia a la dirección al Museo de la Memoria al intentar pasar de contrabando una ley de amnistía para favorecer a los militares acusados de asesinatos de lesa humanidad.
La fundación de Alfred Nobel suele otorgar distinciones anuales a aquellos notables ligados a las luchas sociales y no a un liberal como Mario, pero éste último acontecimiento precipitó el logro más perseguido por el admirador del hipopótamo. Buena por él y por el Perú, no por aquellos innobles que pretenden subirse al carro triunfal a último momento.
Claro que Mario representa al Perú con todos sus bemoles. Por ese “varguitas” que apabulló con elocuencia literal en sus primeras obras, hasta el escritor maduro de hoy, han pasado los caudales de triunfos y derrotas de los peruanos. También la sangre, sudor y lágrimas de todas las vertientes que conforman nuestra nación. Cómo discriminarle entonces su derecho a ser uno de los nuestros, si siempre nos ha tenido entre sus genios y demonios.
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