Óscar Alarcón Nuñez *
Tan cerca, tan cerca y después tan lejos, tan lejos. Así puede resumirse la amistad de dos grandes escritores que optaron por coger rumbos distintos y que ahora el destino vuelve a poner en un mismo sitio porque definitivamente no quiere que vayan por atajos diferentes.
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa son dos figuras que a pesar de luchar por encontrar sus propias identidades, el sino sigue poniéndolos en uno mismo porque es su deseo que ambos tengan la misma grandeza y el mismo reconocimiento. Ahora el Nobel, que ya había obtenido el colombiano, es para el peruano, como el Rómulo Gallegos, que ganó primero Vargas Llosa y luego García Márquez, con cinco años de diferencia. Así les ha sucedido innumerables veces, infinidades, desde cuando varios años atrás ambos habrían de recordar los albergues parisinos en donde, sin saberlo, estuvieron en épocas distintas, pobres e indocumentados, esperando ellos el trabajo o la ayuda para conseguir lo que siempre deseaban lograr y lo obtuvieron: ser escritores. Esa es la increíble y triste historia de estos dos grandes novelistas latinoamericanos, llena de paradoja pero que siempre confluyen..
Cuando en los años cincuenta García Márquez viajó a París, como enviado especial de éste diario, llegó al hotel Flandre, en rue Cujas. El periódico lo cerraron y como el coronel de su novela, que entonces la escribía desde allí, y en la que reflejó su propia situación del momento, él no esperaba una pensión sino algo con que pagar la pensión. La dueña le permitió quedarse de gratis, hasta cuando pudiera ponerse al día, siempre que se ubicara en la guardilla y arreglara diariamente sus propias cosas. Igual le pasó a Vargas Llosa años después, entonces con su tía Julia, pero en el hotel Wetter, muy cerca del otro –ambos en el barrio latino–, en rue du Sommerard. Con el tiempo se dieron cuenta de que quien le había fiado al primero era la misma que años después dio albergue al segundo, la señora Lacroix. Después, mucho después, cuando la “madame” vio al colombiano, lo reconoció enseguida y con admiración exclamó: “¡Claro que lo conozco! Es el señor Márquez, el periodista del último piso”.
Primer derechazo
Pero aún no se conocían, sólo se enviaban cartas, pero la casualidad los juntó en Caracas en 1967, cuando acababa de salir Cien Años de Soledad y con motivo de la adjudicación del Rómulo Gallego al peruano. Desde allí iniciaron una gran amistad que se rompió con un “derechazo”. Pero no fue únicamente por el golpe que recibió al colombiano, cuyo motivo sigue siendo un misterio, sino por el cambio político que comenzó a dar Vargas Llosa a partir del famoso caso del poeta Padilla que lo hizo romper con la revolución cubana.
Era el año de 1971 cuando Vargas Llosa viajaba de París a Lima y a las cinco de la tarde de un día de julio, éste cronista se enteró de que el avión de Air France hacía escala en Eldorado de Bogotá. La sorpresa del novelista fue grande cuando nos vio, pero fue mayor la del cronista cuando le escuchó de viva voz declarar que la revolución cubana se estaba volviendo “stalinista”, que iba camino al fracaso y que no compartía la actitud que habían tenido con el poeta Heberto Padilla. Eso, dicho por alguien que meses atrás defendía a Fidel Castro y colaboraba con el movimiento cultural de la isla, era una novedad que en esos momentos no se concebía.
Dos meses después Vargas Llosa volvió a Colombia pero esta vez fue a Manizales en donde anualmente se celebraba el Festival Latinoamericano de Teatro que congregaba, además de las delegaciones internacionales, a la muchachada universitaria que colgaba en sus casas y apartamentos los afiches del Che Guevara, que lamentaba la muerte del padre Camilo Torres, que tiró piedras por la visita de Nelson Rockefeller, que protestaba contra la guerra del Vietnan y que no permitía que se hablara mal de la revolución cubana. A Vargas Llosa, en su nueva condición política, le correspondió capotear a esa juventud que deseaba trasladar a Colombia la revolución de París de mayo de 1968.
Dejando atrás los gritos enardecidos, el escritor en un lugar tranquilo, con un ambiente caldeado, tuvo oportunidad de volverse a ver con el cronista para anunciar con orgullo que acababa de concluir un libro en donde analizaba la obra de su amigo Gabriel García Márquez, la que iba a llamar Historia de un deicidio. El reportaje apareció en dos páginas del Magazin Dominical de este periódico, el 3 de octubre de 1971. Explicó que su ensayo estaba dividido en dos partes. En uno se planteaba el interrogante de por qué alguien, en un momento determinado, decide escribir literatura y en el otro, el de por qué escribe sobre ciertas cosas y no sobre otras.
“Yo creo que el caso García Márquez es bastante interesante para analizar y responder a este tipo de interrogantes”, declaró y además hizo un adelanto minucioso del estudio en el que había trabajado con las novelas y cuentos del colombiano, hasta “Cien Años de Soledad”.
Segundo derechazo
La amistad de los dos escritores era tal que coincidieron al vivir ambos en Barcelona, muy cerca, cuando García Márquez escribía El Otoño del Patriarca y Vargas Llosa hacía lo propio, metido de lleno en uno de sus tantos libros o uno de sus tantos ensayos. Pero después coincidiría con el colombiano escribiendo también de un dictador latinoamericamo, el dominicano Rafael Leonidas Trujillo, novela que llamó La Fiesta del Chivo.
Pero eso no era todo porque tenían muchas cosas en común. La catalana Carmen Balcells (conocida como la Mamá Grande) era editora de ambos, además de que tenían los mismos amigos con quienes crearon una cofradía a la que comenzaron a llamar el “boom” latinoamericano de escritores. Sobre el grupo de México, Luis Guillermo Piazza, escribió La Mafia y José Donoso hizo su Historia personal del “boom”. Pero llegó el 12 de febrero de 1976 cuando se iba a proyectar una película sobre la tragedia de los deportistas uruguayos en los Andes, cuando el avión se estrelló, cuando los doce sobrevivientes duraron setenta y dos días en bajas temperaturas y cuando debieron acudir a la antropofagia para alimentarse. Era una proyección privada en el Museo de Bellas Artes de México. Gabo, desprevenidamente, fue a saludar a su amigo Vargas Llosa y este le respondió con un derechazo que lo mando al suelo. Los motivos aún se desconocen y mucho se ha especulado sobre las razones que tuvo el escritor peruano, hoy Nobel, para bajar de su pedestal y montarse en el cuadrilátero.
Se puso allí fin a una amistad que desde entonces los dos han ido por caminos distintos, sobre todo en la política. El peruano tomó la senda del presidente Fernando Belaúnde Terry y de otros catalogados de derecha en su país (algunos lo llaman liberales) y llegó hasta lanzarse de candidato a la jefatura de Estado de su país, para recibir la derrota de Alberto Fujimori. Mientras tanto García Márquez siguió con su afinidad a Fidel Castro y a la revolución cubana, pero apartándose de la militancia política de izquierda. En los últimos años ha sido respetuoso de los gobiernos socialdemócratas de centro, compartiendo con líderes mundiales como Clinton, Felipe González y Mitterrand.
Los años han disminuido la tensión de los dos novelistas. Vargas Llosa no permitía que se volviera a reimprimir Historia de un deicidio y recientemente autorizó que se incluyera en sus obras completas y además no tuvo inconveniente en aceptar que su ensayo sobre Cien Años de Soledad –que hace parte del libro– apareciera en la edición de la Academia de la Lengua, publicada con motivo de los 80 años de García Márquez.
El Premio Nobel a Vargas Llosa vuelve a ponerlo en el mismo camino del colombiano. Ojalá que la distancia sea cada día más corta.
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