domingo, 18 de diciembre de 2011


El Puño Invisible



Fuente La Vanguardia de México
18 de diciemre de 2011
Escribe Mario Vargas Llosa


No creo que nadie haya trazado un fresco tan completo, animado y lúcido sobre todas las vanguardias artísticas del Siglo 20 como lo ha hecho Carlos Granés en el libro que acaba de aparecer: 'El Puño Invisible'. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales (Taurus). Lo he leído con la felicidad y la excitación con que leo las mejores novelas.
La ambición que alienta su ensayo es desmedida, pues equivale a la de querer encerrar un océano en una pecera, o a todas las fieras del África en un corral. Y no sólo ha conseguido este milagro; además, se las ha arreglado para poner un poco de orden en ese caos de hechos, obras y personas y, luego de un agudo análisis de las ideas, desplantes, manifiestos, provocaciones y obras más representativas de ese protoplasmático quehacer que va del futurismo a la posmodernidad, pasando por el dadaísmo, el surrealismo, el letrismo, el situacionismo, y demás ismos, grupos, grupúsculos y sectas que en Europa y Estados Unidos representaron la vanguardia, sacar conclusiones significativas sobre la evolución de la cultura y el arte de Occidente en este vasto periodo histórico.


El mérito mayor de su estudio no es cuantitativo sino de cualidad. Pese a su riquísima información, no es erudito ni académico y no está estorbado de notas pretenciosas. Su sólida argumentación se alivia con un estilo claro y vivaces biografías y anécdotas sobre los personajes centrales y las comparsas que, pintando, esculpiendo, escribiendo, componiendo, o, simplemente imprecando, se propusieron hacer tabla rasa del pasado, abolir la tradición, y fundar desde cero un nuevo mundo radicalmente distinto de aquél que encontraron al nacer. Eran muy distintos entre sí pero todos decían odiar a la burguesía, a la academia, a la política y a los usos reinantes. Todos hablaban de revolución aunque la palabra tuviera significados distintos según las bocas que la pronunciaran. Querían liberar el amor, cambiar la vida, dar derecho de ciudad a los deseos, traer la justicia a la tierra, eternizar la niñez, el goce y los sueños, y eran tan puros que creían que los instrumentos adecuados para conseguirlo eran la poesía, los pinceles, el teatro, la diatriba, el panfleto y la farsa.


Había entre ellos verdaderos pensadores, poetas y artistas de gran valía, como un André Breton o un George Grosz, y abundaban los agitadores y bufones, pero todos, hasta los más insignificantes entre ellos, dejaron alguna huella en un proceso en el que, como muestra admirablemente el libro de Carlos Granés, la literatura, las artes y la cultura en general fueron cambiando de naturaleza, reemplazando el fondo por las puras formas, y trivializándose cada vez más, en tanto que, en el curso de los años, pese a sus insolencias y audacias, el establecimiento iba domesticando a unos y a otros y reabsorbiendo toda esa agitación contestataria hasta corromper literalmente -mediante la opulencia y la fama- a los antiguos anarquistas y revolucionarios. Algunos se suicidaron, otros desaparecieron sin pena ni gloria, pero los más astutos se hicieron ricos y célebres, y alguno de ellos terminó invitado a tomar el té a la Casa Blanca o ennoblecido por la Reina Isabel. Andy Warhol recibió un balazo en el estómago por el delito de ser hombre (según explicó su victimaria, Valerie Solanas), pero, en vez de 15 minutos, su gloria duró decenios y todavía no se extingue.


Pese a lo amenas y pintorescas que suelen ser las páginas de 'El Puño Invisible' cuando relatan las matonerías de Marinetti, las extravagancias de Tzara, las audacias de Duchamp, el cerebralismo de John Cage y sus conciertos silenciosos, las locuras de Isidore Isou, el frenético exhibicionismo de un Allen Ginsberg, o el salto del taller de pintura al terrorismo de algunos vanguardistas italianos, alemanes y norteamericanos, el libro de Granés es profundamente trágico. Porque, con todo el respeto y la simpatía con que él investiga y se esfuerza por mostrar lo mejor que hay en aquellas vanguardias, no puede evitar que su ensayo sea la constatación de un enorme desperdicio, de un absoluto fracaso. Un verdadero parto de los montes del que sólo salieron ratoncillos.


¿Qué quedó de tanta alharaca y desvarío? En cuanto a obras concretas, casi nada. Lo menos perecedero que en pintura, poesía, música e ideas se produjo en Occidente en esos años no formó parte o, si lo hizo, se apartó pronto de la "vanguardia" y tomó otro rumbo: el de Mahler, Joyce, Kafka, Picasso o Proust. Aquélla acabó por convertirse en un ruidoso simulacro que, a menudo, galeristas, publicistas y especuladores del establecimiento trastocaron en pingüe negocio. O, todavía peor, en una payasada ridícula. Una vez más quedó claro que el arte y la literatura progresan con realizaciones concretas -obras maestras- más que con manifiestos y bravatas, y que la disciplina, el trabajo, la reelaboración inteligente de la tradición, son más fértiles que el fuego de artificio o el espectáculo-provocación.


Una de las últimas escenas que describe El puño invisible es una exposición muy peculiar de Yves Klein, quien, por ese entonces, propugnaba la teoría de la "desmaterialización del objeto". Fiel a su tesis, el artista presentaba una galería vacía, sin cuadros ni muebles. El visitante recibía al ingresar un cóctel azul "que lo mantenía orinando del mismo color durante varios días". ¿Y la obra exhibida? "No existía: o sí, la llevaba el visitante en la vejiga", explica Granés. Por esos mismos días, Piero Manzoni convertía en arte todos los cuerpos humanos que se cruzaban en su camino, con el dispositivo mágico de estamparles su firma en el brazo. Otros, comían excrementos, adornaban calaveras con brillantes, o, como el celebrado Michael Creed, ganador del Turner Prize, prendían y apagaban la luz de una sala, proeza que la Tate Britain celebró explicando que, a través de este paso de la oscuridad a la claridad, el artista "exponía las reglas y convenciones que suelen pasar desapercibidas". (Y es seguro que se lo creía).


Después de muchas páginas dedicadas a rastrear una de las más perversas derivas de la cultura posmoderna, es decir, la dictadura de la teoría que en nuestro tiempo pasó de justificar a reemplazar a la obra de arte, Carlos Granés afirma, con toda razón: "No se puede premiar sistemáticamente la estupidez y esperar que esto no traiga consecuencias sociales y culturales". Esta frase resume de manera prístina la absorbente historia que cuenta su libro: cómo una voluntad de ruptura y negación que movilizó a tantos espíritus generosos desde los comienzos del Siglo 20 y que conmovió hasta las raíces las actividades artísticas y literarias del mundo occidental, fue insensiblemente deshaciéndose de todo lo que había en ella de creativo y tornándose puro gesto y embeleco, es decir, un espectáculo que divertía a aquellos que pretendía agredir, arrastrando por lo demás, en esta caída en el infierno de la nadería, a los cánones, patrones y tablas de valores que habían regulado antes la vida cultural. Acabaron con ellos pero nada los reemplazó y desde entonces vivimos, en este orden de cosas, en la más absoluta confusión.


Por eso, sólo al terminar este magnífico libro descubren los lectores la razón de ser de su bello título: aunque en cien años de vanguardia no construyera muchas cosas inmarcesibles en el dominio del espíritu, el poder destructivo de ese "puño invisible" sí fue cataclísmico. Ahí están, como prueba, los escombros que nos rodean. 



© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2011. © Mario Vargas Llosa, 2011.

martes, 6 de diciembre de 2011


Libros y Cadáveres


Fuente original La República
04 de diciembre de 2011
Por Mario Vargas llosa

Entre el 21 y el 23 de noviembre hubo en los barrios pobres de Guadalajara (Jalisco) lo que los mexicanos llaman ‘levantones’, es decir, secuestros.  Las víctimas eran, casi todas, jóvenes de humildes oficios –repartidores, electricistas, mecánicos, vendedores de chatarra, panaderos– y algunos de ellos estaban fichados por la Policía por delitos menores como atracos callejeros y robo de autos.
Un día después, el 24, todos ellos aparecieron –eran 26– muertos, con las manos y pies atados, huellas de balas en la cabeza y algunos con señales de tortura.  Los asesinos embutieron los veintiséis cadáveres en tres camionetas robadas, que dejaron cerca de los Arcos del Milenio, en pleno centro de la ciudad y a pocas cuadras del local donde dos días más tarde se inauguraría la 25 edición de la Feria Internacional del Libro, sin duda la más importante de las muchas que se celebran en el mundo de lengua española.
¿Quién y por qué perpetró ese horrendo crimen?  Según un reportaje estremecedor aparecido en el semanario Proceso, del 27 de noviembre, los asesinos fueron sicarios de uno de los cárteles más poderosos de la droga, el de Zeta-Milenio, que con esta matanza se  proponía simplemente advertir a un cártel rival, el del Pacífico, lo que le esperaba si seguía empeñado en tender sus redes en tierras de Jalisco, que los zetas consideran exclusivamente suyas.  Lo que pone los pelos de punta al leer esta crónica no son sólo los horripilantes excesos de crueldad cometidos por los forajidos en esta ocasión, sino que salvajismos de esta índole son frecuentes en distintos lugares de México, donde cerca de cincuenta mil personas han perecido ya desde que el gobierno del presidente Felipe Calderón decidió enfrentar militarmente los cárteles de la droga que habían comenzado a infiltrarse como una hidra por todos los vericuetos del Estado, empezando por los cuerpos policiales.
Declarar esta guerra fue un acto de coraje, sin duda, que ha servido para sacar a la luz del día y mostrar el enorme poder económico y bélico del monstruo que anidaba en las entrañas de la sociedad mexicana, pero, también, para comprobar lo quimérico que es ya en nuestros días creer que se podrá acabar con el tráfico de drogas y la delincuencia y crímenes que genera mediante la simple represión.  La bestia ha crecido demasiado y cuenta con demasiados recursos para poder derrotarla por las armas de modo definitivo.  Ella se reproduce como las serpientes en la cabeza de la Medusa y la violencia que desata puede llegar a desarticular el funcionamiento de todas las instituciones y a convertir la democracia en una caricatura de sí misma.
Proceso reproduce el mensaje que los autores del asesinato dejaron garabateado en una de las camionetas.  Basta tratar de leerlo para darse cuenta de la indescriptible mescolanza de ignominia, crueldad y estupidez que guía a los forajidos.  Comienzan advirtiendo que “El pleito no es con la población civil.  Es con el Chapo y Mayo Zambada que andan queriendo pelear y no defienden ni su tierra”.  Acusan a sus enemigos de ser informantes de los gringos” y piden a las gentes de Jalisco que “se quiten la venda de los ojos”.  Añaden: “Aquí les dejamos estos muertitos.  Sí, los levantamos nosotros para que miren que sin la ayuda de ningún cabrón estamos metidos hasta la cocina”.  Se despiden de este modo jactancioso: “Atentamente.  Grupo ‘Z’, el cártel fuerte a nivel nacional.  El único cártel no informante de los gringos.  Lealtad, honor,  Grupo Z, siempre leales”. (He puesto la puntuación para hacer algo más comprensible ese mazacote sintético).  
Lo que parecen querer decir es muy simple: “Asesinamos a esos 26 sólo para demostrar que  podemos hacerlo”.  No tenían inquina alguna contra sus víctimas.  Los aniquilaron solamente para que el enemigo supiera que estaban en condiciones de acabar con cualquiera que pretendiera disputarles el monopolio que se habían ganado a punta de dinero y balazos.
¿Significa esto que México seguirá hundiéndose en la barbarie de manera irreversible?
Nada de eso.  Yo llegué a la ciudad de Guadalajara dos días después de aquella matanza, permanecí cuatro días en la ciudad y no vi ni un solo muerto ni una sola escena de violencia.  Más bien, mañana, tarde y noche estuve rodeado de libros y de gentes cultas, apasionadas por el arte, las ideas, la música, la poesía, las novelas, hombres y mujeres que acudían en masa a escuchar presentaciones de novedades literarias, diálogos y debates de escritores, filósofos, politólogos, críticos, y masas de personas que salían de los interminables pabellones de la Feria con enormes bolsas llenas de los libros que acababan de comprar.  Tuve un diálogo público con Herta Müller sobre la vocación literaria y creo que ninguno de los dos vio jamás un público tan atento y numeroso, unos mil ochocientos espectadores.  Cualquiera que hubiera vivido sólo esa experiencia hubiera concluido que México está muy lejos de la barbarie y es uno de los países más civilizados, libres y cultos del planeta.
En verdad, México, como el resto de América Latina y buena parte del mundo, es ahora las dos cosas a la vez.  Si, antaño, parecía que la civilización y la barbarie tenían bien definidas sus demarcaciones y eran antagónicas, hoy descubrimos que aquélla era una más de las muchas ilusiones que fabricamos para no sentirnos demasiado inseguros en el mundo en que vivimos.  Gracias al fanatismo religioso y político y su símbolo –el terrorista suicida– y a la criminalidad que la industria de la droga genera por doquier, además de factores como las enormes desigualdades económicas, el desplome de los valores espirituales y religiosos y el generalizado desapego a la ley, la barbarie es hoy un ingrediente esencial de la civilización, una de sus expresiones.  No es una casualidad que en Noruega, que parecía un pequeño paraíso, el salvador de la humanidad Anders Behring Breivik se cargara el 22 de julio pasado a 77 inocentes, sólo para mandar un mensaje al adversario, como hacen los ‘zetas’ mexicanos.
Cuando recuerda que el Holocausto fue obra de un país que era el mismo de Goethe, Beethoven, Rilke y Thomas Mann, George Steiner saca la siguiente lección: “Las humanidades no humanizan”.  Tal vez tenga razón, tal vez sea cierto que la cultura no nos defiende contra el instinto tanático de destrucción y muerte que se disputa en nuestro ser con el ‘Eros’ constructivo, solidario y vital.
Pero, acaso, la cercanía del peligro y del horror sea un poderoso aliciente para el quehacer cultural, lo impregne de una atracción hechicera y de una fuerza mágica a la que inconscientemente acudimos en pos de consuelo,  ayuda,  seguridad, cuando el suelo parece estar cediendo bajo nuestros pies.
  ¿Es ésa la explicación de la extraordinaria concurrencia de jóvenes que, procedentes de todas las provincias de México, acuden a la Feria del Libro de Guadalajara?  Las tres o cuatro veces que he estado allí siempre me llamó la atención esa presencia sobresaliente de chicos y chicas.  Y este año ella ha sido infinitamente más numerosa que las anteriores, añadida de un gran número de niños que poblaban los pabellones de literatura infantil.  Esos millares de muchachos y muchachas circulando por todos los rincones de la Feria, haciendo largas colas para asistir a los actos programados, hojeando los libros de las estanterías o leyendo tumbados por los suelos o apretujados en los cafés y salas de descanso, parecían inmunizados contra los peligros que erizan las calles de México, fuera del alcance de esos pistoleros semianalfabetos, armados de las armas más modernas de la industria bélica, que “levantan” a los indefensos transeúntes y los matan sólo para que sus competidores sepan lo feroces y mortíferos que son.
La Feria del Libro de Guadalajara comenzó hace un cuarto de siglo sin muchas ínfulas pero ha ido creciendo de  manera sistemática, sin pausa, y es ahora un encuentro internacional al que acuden editores, agentes, libreros, escritores y lectores de todos los países del globo.  Su notable éxito se debe a que ha sabido combinar el aspecto industrial y comercial con el cultural, de mercado que es al mismo tiempo un semillero de actividades creativas en la que participan intelectuales y escritores de todas las culturas del globo.  Ahora no sólo existe en el estado de Jalisco.  Desde el año pasado se celebra también en Los Ángeles y ésta es, creo, la única feria en Estados Unidos dedicada exclusivamente al libro en español.
Se trata de un espectáculo hermoso y gratificante, sin duda.  Y, también, de un homenaje a esos  veintiséis pobres diablos sacrificados de manera inmisericorde por las guerras cainitas del narcotráfico.  Porque no hay nada más lejano de la muerte, la crueldad y la brutalidad que el amor por los libros.
Guadalajara, noviembre de 2011