miércoles, 29 de diciembre de 2010


Semilla de los sueños

LETRAS LIBRES /  (De click para agrandar)
NOVIEMBRE DE 2010

Fuente: Letras libres

por Mario Vargas Llosa

Estas son las memorias de una infancia feliz en la ciudad boliviana de Cochabamba y al mismo tiempo el testimonio del inicio de una vocación: la de enriquecer la vida diaria creando ficciones.

 

La casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde viví mis primeros años, tenía tres patios. Era de un solo piso y muy grande, por lo menos en mis recuerdos de esa edad, inocente y feliz. Lo que es para muchos un estereotipo –el paraíso de la infancia– fue para mí una realidad, aunque, sin duda, embellecida desde entonces por la distancia y la nostalgia.


En ese edén, el escenario principal es aquella casa de pesado portón que se abría sobre un zaguán de techo cóncavo donde se repetían las voces. Desembocaba en el primer patio, cuadrado, de altos árboles que permitían reproducir las películas de Tarzán, en torno al cual se alineaban los dormitorios. El último año que vivimos allí, uno de esos cuartos fue el consulado del Perú, que, por razones de economía, mi abuelo trasladó de un edificio de las cercanías de la Plaza de Armas a la casa familiar. Al fondo de ese patio había una terraza con pilares, protegida por lonas contra el sol, en la que el abuelo solía cabecear sentado en una mecedora. Oírlo roncar, la boca abierta como invitando a las moscas, nos mataba de risa a mis primas y a mí. Por allí se entraba al comedor, alborotado siempre los domingos cuando la vasta tribu familiar comparecía en pleno para dar cuenta de los picantes y de ese postre que preparaban la abuela Carmen y la Mamaé, la felicidad de todo el mundo: sopaipillas.


Venía después un pequeño corredor, a la derecha del cual estaba el cuarto de baño, que unía el primero con el segundo patio, este de tierra, en el que se hallaban la cocina, una despensa y los cuartos de la servidumbre. Al fondo, una verja de madera con una puertecita chirriante dejaba entrever el tercer patio, que antaño debió de haber sido una huerta con hortalizas y frutales. Entonces era ya solo un descampado; servía de corral y, por temporadas, de zoológico, pues en una época habitó allí una cabrita y en otra un mono, ejemplares ambos traídos por mi abuelo de la hacienda de Saipina, en el rumbo de Santa Cruz, adonde llegó desde Arequipa, enviado por la familia Said, a introducir el cultivo del algodón. Y hubo también una lorita parlanchina que, imitándome, chillaba “¡Abueelaaa!” todo el santo día. Allí estaban el lavadero y unos cordeles en los que había siempre, flameando al viento, las sábanas, los manteles y las ropas de la familia que la lavandera venía a lavar y planchar cada semana. El jardinero, Saturnino, era un indio viejecito que me cargaba en hombros; el día del retorno de la familia Llosa al Perú fue a despedirnos a la estación del tren; lo recuerdo, abrazado a la abuelita Carmen, sollozando.


Allí vivía mucha gente. El abuelo Pedro y la abuela Carmen, la Mamaé, mi mamá y yo, el tío Juan y la tía Laura y sus dos hijas, las primas Nancy y Gladys, el tío Lucho y la tía Olga; y en esa casa nació la primera hija de estos últimos, Wanda, en una tarde memorable en que, contagiado por la agitación que caldeaba el ambiente, me trepé a uno de los árboles del primer patio para espiar lo que ocurría. No debí de enterarme de gran cosa pues solo más tarde, en Piura y en 1946, supe cómo venían al mundo los niños y cómo los fabricaban sus papás. El tío Jorge también vivió allí hasta casarse con la tía Gaby, y el tío Pedro, cuando aparecía en Cochabamba a pasar las vacaciones, pues estudiaba medicina en Chile. Los empleados del segundo patio eran por lo menos tres, y había además dos figuras intermedias, de incierto estatuto: Joaquín, un muchachito huérfano que recogió el abuelito en Saipina, y Orlando, abandonado por una cocinera de la casa que desapareció sin dejar rastro, y a los que la abuelita Carmen terminó añadiendo a la familia.


La prima Nancy tenía un año menos que yo y la prima Gladys dos. Eran unas magníficas compañeras de juegos, cómplices de todas las aventuras que yo tramaba, inspiradas de costumbre en las películas que veíamos en el cine Roxy y en el Teatro Achá, en las matinées de los sábados o las matinales del domingo. Las seriales eran formidables –tres capítulos por función y duraban varias semanas–, pero la película que nos llegó al alma y nos hizo llorar, reír y sobre todo soñar, y que repetimos varias veces –a mí me convenció de que debía ser torero– fue Sangre y arena, con Tyrone Power, Linda Darnell y Rita Hayworth.


Las diversiones cochabambinas eran infinitas. Había los paseos a CalaCala y a Tupuraya, donde la familia de la tía Gaby tenía una casita de campo, y las retretas de los domingos al mediodía, luego de la misa de once, en la Plaza, y las rojizas empanadas salteñas que ofrecía un restaurante de los portales. Había los circos, que venían para la época de fiestas patrias, y cuyos maromeros, equilibristas y domadores hacían latir muy fuerte el corazón y los benditos payasos, que nos hacían reír a carcajadas (mi primer amor platónico fue una trapecista de malla rosada). Había los excitantes y empapados Carnavales –mis primas y yo lanzábamos globos llenos de agua desde los techos a los transeúntes de la calle Ladislao Cabrera–, en que, durante el día, veíamos a tíos y tías y a sus amigos enfrascados en intensas batallas líquidas con cascarones, globos, baldazos y manguerazos, y, en las noches, partir a las fiestas disfrazados y con antifaces. Había la Semana Santa, con sus misteriosas procesiones y el recorrido de iglesias para rezar las estaciones de la Pasión. Y, por encima de todo, las Navidades, la venida del Niño Jesús (Papá Noel aún no existía) con los regalos, la noche del 24 de diciembre. La preparación de esa fiesta de fin de año era larga y puntillosa y sus rituales iban atizando la imaginación. La abuelita y la Mamaé, estorbadas por nosotros, sembraban el trigo en las latitas que irían a decorar el Nacimiento, cuyos pastores, reyes magos, soldados romanos, apóstoles, ovejitas, burritos, la Virgen, San José y el Niño, se guardaban en un baúl con incrustaciones metálicas que solo se abría de año en año: al levantarse la tapa, un fuerte olor a naftalina penetraba en las narices. Lo importante, para mis primas y para mí, era escribir la carta al Niño Dios, pidiéndole los regalos que depositaría la Nochebuena al pie de nuestra cama. Antes de aprender a escribir, le dictábamos la carta al abuelo Pedro y la firmábamos con un palote. La discusión de lo que pediríamos nos desvelaba y ocupaba días. A medida que se acercaba la fecha, el nerviosismo, la curiosidad y la expectativa crecían hasta extremos indescriptibles. La noche del 24 ni los abuelos, ni mi mamá ni los tíos Juan y Lala tenían que apurarnos para que, acabando de comer, nos zambulléramos en la cama. ¿Vendría? ¿Habría recibido las cartas? ¿Traería todos los pedidos?


Me acuerdo haberle encargado unos anteojos de aviador como los que llevaba Bill Barnes, unas botas idénticas a las del “jovencito” (el héroe) de una serial de exploradores, palitroques, mecanos y cosas parecidas, pero, desde que aprendí a leer, libros, siempre libros, largas listas de libros, que iba primero a seleccionar a la salida del colegio a una librería de la calle General Achá, donde se compraban cada semana las revistas para toda la familia: Para ti y Leoplán para la abuelita, la Mamaé, mi mamá y las tías, y para mí y mis primas El Peneca y Billiken (la primera era chilena y la segunda argentina).


Aprendí a leer cuando tenía cinco años –en 1941, pues–, en mi primer año de primaria del Colegio de La Salle. Mis compañeros de clase tenían un año más que yo, pero mi mamá se empeñó en matricularme porque mis travesuras la volvían loca. Nuestro profesor era el Hermano Justiniano, delgadito, angelical y con la cabeza blanca casi rapada. Nos hacía cantar las letras, uno por uno, y luego, cogidos de las manos, en rondas, deletrear, identificar las sílabas en cada palabra, reproducirlas y memorizarlas. De los coloreados silabarios con animalitos pasamos al librito de historia sagrada y por fin a las historietas, los poemas y los cuentos. Estoy seguro de que en esas Navidades de 1941 el Niño Dios depositó en mi cama una pila de libros de aventuras, de Pinocho a Caperucita Roja, del Mago de Oz a la Cenicienta, de Blanca Nieves a Mandrake el Mago.


Aunque los primeros días de clase lloré –mi mamá tenía que acompañarme hasta la puerta del aula de la mano–, pronto me acostumbré a La Salle, donde me llené de amigos. La abuelita y la Mamaé me engreían tanto (yo era el niño sin papá y eso hacía de mí el nieto y el sobrino más mimado de la familia) que alguna vez llegué a invitar a los veinte condiscípulos de mi clase –Cuéllar, Tejada, Román, Orozco, Ballivián, Gumucio, Zapata– a tomar té en la casa, para poder repetir en esos tres patios alguna película de masas. Y la abuela y la Mamaé preparaban café con leche y tostadas con mantequilla para todos.


Había diez cuadras exactas de la casa de Ladislao Cabrera hasta La Salle y creo que a partir del segundo de primaria mi mamá ya me permitió ir solo al colegio, aunque, por lo general, hacía el recorrido con algún compañero de la vecindad. Pasábamos bajo los portales de la plaza, donde estaba el estudio fotográfico del señor Zapata, padre de mi gran amigo Mario Zapata, compañerito de carpeta, periodista a quien veinte
o treinta años después asesinarían en CalaCala. El recorrido de esas diez cuadras, cuatro veces al día –los escolares en ese entonces almorzábamos en casa–, era una expedición llena de hallazgos. Por supuesto, detenerse a echar una ojeada a las vitrinas de las librerías y a las carteleras de los cines del camino era
obligatorio. Lo más impresionante que nos podía ocurrir era encontrarnos en plena calle con la imponente figura del obispo, quien, envuelto en sus hábitos morados, su barba blanca y su gran anillo fosforescente, nos parecía olímpico, semidivino. Con unción y una pizca de temor nos arrodillábamos a besarle la mano y recibíamos las dos o tres palabras cariñosas que su fuerte acento italiano derramaba sobre nosotros.


Ese obispo nos dio la primera comunión a mí y buen número de compañeros de clase cuando andábamos en el tercero o cuarto de primaria. Fue aquel un día memorable, precedido por muchas semanas de preparación que nos tuvieron todas las tardes en la capilla del Colegio, recibiendo clases extras de religión de boca del director, el calvo Hermano Agustín de cuadrada mandíbula. Eran unas clases espléndidas, con historias sacadas de los Evangelios y de las vidas de los santos, milagrosas, heroicas, exóticas y sorprendentes, donde la pureza y la fe vencían siempre las más terribles pruebas, con finales felices, en los que los cielos se abrían para recibir con un coro de ángeles a los cristianos mártires, desmenuzados por las fieras en los coliseos paganos o guillotinados por negarse a traicionar al Señor, y de arrepentidos tan desesperados por sus infames pecados que, como el duque de Normandía, llamado también Roberto el Diablo, no vacilaban en vivir a cuatro patas, imitando a los perros, para redimirse ante la Virgen. El Hermano Agustín las refería con elocuencia y pasión, ayudado de grandes ademanes, como un consumado narrador, y ellas quedaban luego chisporroteando en la memoria igual que un fuego de artificio. A medida que se acercaba el día señalado, hubo varios rituales que cumplir: ir a probarse el terno, comprar los zapatos blancos, fotografiarse en el estudio del señor Zapata bajo unos reflectores cinematográficos. Comulgamos de mañana, en una capilla adornada con flores frescas, rebosante de familiares de los comulgantes, y hubo después desayuno multitudinario en el patio del Colegio, con chocolate caliente y pastelitos. Y, luego, otra fiesta, esta familiar, en la casa de Ladislao Cabrera, con primas, tías y tíos y muchos regalos para el héroe del día.


La gran aventura de esa época fue el viaje a Arequipa con mi madre, la abuelita y la Mamaé, en 1940, para asistir al Congreso Eucarístico, en Arequipa, la tierra solar, que se mantenía viva en las anécdotas innumerables y la nostalgia de la familia. Estuvimos alojados en casa del tío Eduardo, que era juez, solterón y bondadoso; su cocinera Inocencia preparaba unos candentes chupes en los que sobresalían unos monstruos crustáceos, de cáscara rojiza y pinzas articuladas que me fascinaron. Recuerdo aquel viaje como una exaltante expedición: el tren de Cochabamba a la Paz; las calles empinadas de la capital boliviana; el vaporcito que cruzaba el Titicaca de noche, hasta la llegada a Puno, en el amanecer. Y, luego, nuevamente, el tren hasta la Ciudad Blanca. Allí estaban tantas cosas conocidas hasta entonces solo de oídas: las casas de sillar; el Misti y los volcanes; la casita donde nací, que me mostraron, en el bulevar Parra; el queso helado y las pastas de La Ibérica. Los rezos y cantos multitudinarios del Congreso Eucarístico me asustaban, y, todavía más, la voz del orador, un hombre importantísimo, de corbata pajarita, que señalaban con el dedo: Víctor Andrés Belaunde. Cuando regresamos a Cochabamba, yo me sentía ya grande.


Esos mis primeros diez años fueron intensos, ocupados en múltiples quehaceres excitantes, de amigos queridísimos y adultos bondadosos a los que era fácil conquistar con gracias y zalamerías. Mi gran aspiración era, por supuesto, que el mayor de los tíos, el preferido –el tío Lucho, que parecía un actor de cine, por el que se morían todas las mujeres– me llevara a alguna de las dos piscinas de Cochabamba –la de Berveley y la de Urioste– en las que aprendí a nadar (casi al mismo tiempo que a leer), el deporte que más me gustó de chico y en el que fui menos malo. Ser tan buen nadador como Tarzán era una tentación que se disputaba a veces en mi espíritu con la decisión de ser torero (aunque, con ciertas aventuras de Bill Barnes, mudaba a aviador). La primera corrida que vi en mi vida fue por esos años, en la placita de toros que estaba en la parte alta de la ciudad, a la que acompañé al abuelo un domingo por la tarde. También en Cochabamba vi mi primera obra de teatro; no me refiero a las veladas y representaciones escolares, sino a un drama de gente mayor, que mis abuelos y mi madre me llevaron a ver, desde un palco del Teatro Achá, en función nocturna. Mi único recuerdo de la obra es que, en un momento dado, ante la consternación de todo el mundo, un señor le daba una sonora cachetada a una señora.


Sin embargo, pese a haberlo pasado tan bien en el mundo real en esos años bolivianos, aún lo pasé mejor en el otro, el inventado, el leído en las historias de El Peneca y Billiken y las novelas de aventuras que devoraba con glotonería. En esa época, los niños, más que verlas, leíamos ficciones: los dibujitos de las tiras cómicas no habían derrotado aún a las historias escritas.


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El Pato Donald, el Ratón Mickey y congéneres no eran tan populares como lo serían después, o por lo menos no lo eran para mí ni, creo, para mis amigos cochabambinos. El Peneca y Billiken traían historias que teníamos que coinventar nosotros mismos, usando a raudales nuestra fantasía, a partir de la información que nos alcanzaban las palabras. Esos cuentos y novelitas fueron haciendo de nosotros lectores, en tanto que las historietas con dibujitos, de escuetas palabras suspendidas en unas nubecillas blancas sobre las cabezas de los personajes, como las de la flaca Oliva y el musculoso Popeye, o el Gato con Botas, o la Hormiguita Viajera, en las que el dibujante ya había realizado la operación de visualizar para nosotros la ficción, nos exoneraban de buena parte de aquel esfuerzo mental y en vez de lectores iban formando espectadores, es decir, consumidores más pasivos de lo ilusorio. Probablemente la mía fue la última generación de niños lectores, para los que la necesidad de una vida ficticia se aplacaba sobre todo con la lectura; las que vinieron después saciarían esta sed cada vez menos con palabras y cada vez más con imágenes, primero las de las historietas, luego las del cine y por fin las de la televisión. No lo deploro; me limito a constatarlo, y a consignar mi alegría por haber nacido a tiempo para que las circunstancias hicieran de mí un vicioso de la lectura, vicio no impune, como dijo Valéry, porque él se paga carísimo, en verdad, en insatisfacción y recelo contra la vida tal como es, que nunca puede elevarse hasta las cumbres y descender a los abismos de la que inventamos espoleados por nuestros deseos.


En todo caso, las ficciones de mi niñez boliviana son para mí reminiscencias todavía más cálidas que las de los seres de carne y hueso de esos años. La prueba de la memoria es decisiva. Aunque los recuerdos de mis amigos y mis travesuras de Cochabamba son muy vivos, lo son todavía mucho más los de los países y personajes de la ilusión literaria, que aún centellean en mi memoria. Los bosques de Genoveva de Brabante y los de Ivanhoe, llenos de caballeros con lanzas y armaduras, montados en airosos caballos blancos de crines encrespadas. Los bosques africanos donde Tarzán encuentra a Jane (que le habla en todos los idiomas, sin que él la entienda), le presenta a Chita y la columpia en lianas, por la espesura, salvándola de cocodrilos y caníbales. Los montes ardientes de la misión de San Juan de Capristano, donde resuena el chasquido justiciero del látigo del Zorro. Los mares de Sandokán y de Yañes, y de los terribles corsarios que se batían con cimitarras y puñales de formas complicadas, como el retorcido kris, y en cuyas profundidades se deslizaba, silencioso y fantástico, el Nautilius del Capitán Nemo. Los aires por los que flota el globo de Phileas Fogg, que da la vuelta al mundo en el tiempo justo para ganar la apuesta. Y las heladas y violentas estepas donde cabalga, ya ciego, el valiente Matías Sandorf, el Correo del Zar.


No fue en Bolivia, sin embargo, sino más tarde, ya en Piura, donde viví mi primera pasión literaria: Alejandro Dumas. Los inmarcesibles tres mosqueteros, que eran cuatro –D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramís–, me encandilaron de por vida. Mis últimos años de primaria y los primeros de la secundaria transcurrieron a la sombra de Dumas, cuyas series novelescas –El conde de Montecristo, El collar de la reina, Memorias de un médico, la de los mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne y tantas otras– llenaron esos años de gestos heroicos y ternuras románticas, en un marco de colorido vistoso y espectacular. Pero en Cochabamba tuve un anticipo de ello en los libros de Miguel de Zevaco, Nostradamus y El hijo de Nostradamus, que conseguí que me prestara una joven amiga de mi mamá llamada Julia Urquidi, con quien –piruetas de la vida– terminaría casándome diez años después. Aunque, si tuviera que seleccionar uno solo de esos héroes de ficción cuyos semblantes y peripecias se anteponen a todo lo demás en mi recuerdo de mis primeras lecturas, mencionaría a Guillermo, el personaje inventado por Richmal Crompton. Las aventuras de Guillermo eran unos tomitos de carátula roja, cada uno dedicado a una aventura diferente de ese niño que debía ser de mi edad y con quien compartía no solo los años y unas ansias inaplazables de aventuras; también, tener un abuelito que era a la vez un cómplice y un amigo, pese a la diferencia generacional.


El abuelo Pedro escribía versos festivos, que recitaba a veces en los cónclaves familiares, y tenía un buen número de libros de poesía en una antigua alacena con cristales. Estaba muy orgulloso de su padre, mi bisabuelo, don Belisario Llosa Rivera, abogado, poeta y escritor, de quien conservaba una novelita histórica (Sor María, premiada en un concurso del Ateneo de Lima en 1886) que alguna vez tuve en las manos, antes de que desapareciera en el vértigo de las mudanzas y los viajes en que se vio envuelta mi familia materna (la única que en verdad tuve) desde 1945, cuando, con motivo de la elección de José Luis Bustamante y Rivero a la presidencia del Perú, este, pariente nuestro, nombró al abuelo prefecto de Piura. A mi madre y a los abuelos les encantaba que yo fuera tan aficionado a leer y me alentaban a aprender versos de memoria y a recitarlos ante la familia. Mi abuelita y la Mamaé leían poemas de José Santos Chocano y de Juan de Dios Peza y novelas de Xavier de Montépin –El médico de las locas y ParísLyonMediterráneo–, y una novelita de Vargas Vila (“la única presentable de él”, decían), Aura o las violetas, con muchos puntos suspensivos, que yo hojeaba a trozos. Mi madre tenía en su velador una edición de tapas azules, con estrellitas doradas, de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que me había prohibido leer. Fue el primer libro maldito que leí en mi vida, a escondidas, con sobresalto, y esa fruición especial que despiertan los peligros. Dos versos del primer poema (“Mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ Y hace saltar al hijo del fondo de la tierra”) me intrigaban sobremanera, pero la intuición me advirtió que hubiera sido imprudente pedir a los mayores que me los descifraran.


No hay duda de que mi vocación de escritor se empezó a gestar allí, en esa casa de Ladislao Cabrera, a la sombra de esas lecturas y como una derivación natural de la hipnótica felicidad en que me sumían las peripecias que los libros me permitían vivir, protagonizar, gracias a esa exaltante taumaturgia: leer. Esa vida no era la misma vida de La Salle, mis amigos, la familia y Cochabamba, pero, aunque fuese impalpable, no era menos real, es decir, menos sentida, gozada o sufrida que la otra. Y era, además, mucho más diversa o intensa que aquélla, conformada por las rutinas de cada día. El poder trasladarme, mediante la simple concentración en las letras de un libro, a los abismos marinos, a la estratósfera, al África, Inglaterra, Bélgica o los mares de Malasia, y del siglo xx retroceder en el tiempo a la Francia de Richelieu y Mazarino, y, con cada personaje de la ficción, cambiar de piel, de cara, de nombre, de oficio, de amores, de destino, encarnar de este modo a tantas personas distintas sin dejar de ser yo mismo, fue un milagro que revolucionó mi vida y la imantó desde entonces a los maleficios de la ficción. Nunca me cansaría de repetir esa magia, con la fascinación y el entusiasmo de mis primeros años, hasta convertirla en el quehacer central de mi existencia.


Todo escritor es, antes de serlo, un lector, y ser escritor es también una manera distinta de seguir leyendo. Yo descubrí esa entrañable relación entre lectura y escritura en esos mismos años, pues –también de eso estoy seguro– las primeras cosas que escribí, o mejor dicho garabateé, fueron enmiendas o prolongaciones a esas aventuras que leía y que me apenaba que se terminaran o hubiese preferido que tuviesen desenlaces distintos a los que decidieron sus autores. Esas correcciones, esos añadidos fueron, hasta donde yo mismo puedo adivinarlo, precoces manifestaciones de la vocación de las que resultarían, años más tarde, todos los cuentos, novelas, ensayos y obras de teatro que he escrito. No me incomoda nada, todo lo contrario, reconocer que en mi vocación y en mis ficciones hay un flagrante parasitismo literario.


Todo lo que he inventado, como escritor, tiene unas raíces en lo vivido; fue, en sus orígenes, algo que hice, vi, oí, pero también leí, y que mi memoria retuvo con una terquedad singular y misteriosa, algunas imágenes que, más pronto o más tarde, y también por razones que son para mí muy difíciles de desentrañar, se convirtieron en un desasosiego fantaseoso, en el punto de partida de toda una construcción imaginaria. No hubiera escrito La ciudad y los perros si no hubiera sido, por dos años, un cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, donde ocurre la acción de la novela, ni hubiera podido inventar las peripecias de Fushia y Aquilino, Lalita y la Selvática, las misioneras de Santa María de Nieva y el infeliz cacique aguaruna Jum, sin aquel viaje al Alto Marañón que realicé en 1958, con el antropólogo mexicano Juan Comas, organizado por la Universidad de San Marcos y el Instituto Lingüístico de Verano. Ese viaje fue la materia prima de La casa verde, pero también lo fue aquel prostíbulo solitario, en medio del arenal piurano, que desataba la fantasía y la malicia de mis compañeros del colegio salesiano, adonde me matricularon en 1946, apenas llegamos de Cochabamba a ese confín norteño del Perú.


También en Piura viví o experimenté de algún modo los hechos que, convertidos en recuerdos, fueron la materia prima de la mayor parte de los relatos de mi primer libro, Los jefes: aquel intento de huelga escolar, las disputas a puñetazos en el cauce seco del río, los abusos de los hacendados en sus tierras, de las que eran entonces, todavía, señores de horca y cuchilla. El mundo hecho de nostalgia y recuerdos de juventud en que se refugiaron los abuelos y la Mamaé cuando sus largas vidas raspaban ya el siglo me sugirió el tema y los personajes de La señorita de Taona. La historia de Pichulita Cuéllar, en cambio, me la encontré en un suelto de periódico, en Lima, viajando en un colectivo de Miraflores al centro de la ciudad. El escribidor rentado, que infla y acaramela los apuntes de viaje por “el amarillo Oriente y la negra África” de una señora limeña de tardía vocación literaria, que inventé en Kathie y el hipopótamo, fui primero yo mismo, trabajando a destajo para una dama invencionera, de sintaxis deficiente, en una buhardilla de París.


Pero, en verdad, tanto como lo vivido, lo leído, que es otra manera, y a veces más noble y suntuosa, de vivir, ha tenido también una influencia decisiva en la gestación de todas mis historias, aunque, en este caso, titubeo a la hora de hacer afirmaciones y dar nombres y títulos. Seguro que las ideas de Sartre sobre la literatura comprometida, en las que en los años cincuenta y parte de los sesenta creí a ciegas, tienen mucho que ver con lo que hay en mis primeras novelas de intencionalidad crítica y preocupaciones éticas, y, también, que el estilo épico y la mitología romántica de André Malraux, a quien leí con pasión en mis años universitarios, dejaron, en mis primeros relatos, una huella tan importante como la de mis ídolos de entonces, los novelistas norteamericanos: Hemingway, Dos Passos, Caldwell, Steinbeck, Scott Fitzgerald y algunos más jóvenes como Truman Capote y Paul Bowles. Pero la influencia mayor fue, tuvo que ser, la del maestro supremo de tantos novelistas de mi generación (y también de las inmediatamente anterior y posterior) en el mundo entero: William Faulkner. Sin el maravillamiento que me produjo descubrir la riqueza de matices y alusiones, perspectivas, sintonías, ambigüedades de su prosa y de su originalísimo sistema de organización de las historias, jamás hubiera osado disociar en las mías la cronología “real” de su exposición narrativa, ni presentar un episodio desde puntos de vista y niveles de realidad diferentes, como lo hice en La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y el resto de mis novelas, ni hubiera escrito un libro como La casa verde, en el que las palabras son una presencia tanto o más visible que la de los personajes –un paisaje para la anécdota– y en la que la construcción –las perspectivas, el curso del tiempo, el relevo de los narradores– adopta una complejidad laberíntica. Porque fue gracias a la saga de Yoknapatawpha que descubrí la importancia capital de la forma en la ficción y las infinitas posibilidades que, a la hora de escribir una historia, tenían en ella los puntos de vista y el diseño del orden temporal.


“Influencia” es una palabra peligrosa y, aplicada a menesteres literarios, contradictoria. Hay influencias que ahogan la originalidad, y otras que permiten a un escritor descubrir su propia voz. Apoderarse de los tics, hábitos de estilo, de los temas del maestro puede ser castrador para el discípulo cuya obra parecerá, entonces, un eco, cuando no una caricatura de su modelo. Pero hay discípulos que, aprovechando con creces la lección del maestro, se emancipan de este, e incluso lo convierten en mero antecedente. En todo caso, es probable que las influencias literarias más fecundas sean las menos evidentes, aquellas de las que el beneficiario es menos consciente porque pasaron por encima o por debajo de su inteligencia y voluntad y se metabolizaron plenamente en él como ingredientes esenciales de su personalidad literaria.


Por eso, aunque sé qué autores me cautivaron, cuáles educaron mi sensibilidad y me abrieron la puerta de los sueños, y los nombres de los que me enseñaron el arte de la palabra y la arquitectura de la ficción, no me atrevo a afirmar que sea a ellos –en la lista debería añadir, por supuesto, a Flaubert y a Melville, a Dickens, Balzac y Tolstoi, al Tirant lo Blanch de Martorell, a Thomas Mann y a muchos otros que, como ellos, me revelaron la vocación deicida, de alcanzar la totalidad, que anida en todo novelista– a quienes más debo como escritor, ni mucho menos qué es lo que debo de específico y concreto a cada cual. Si eso se puede establecer y medir corresponde a otros emprender esa tarea ardua y, me temo, de dudosa utilidad.


De lo único que estoy absolutamente cierto es de que en esos primeros años de infancia, vividos en la gran casona de la calle Ladislao Cabrera, de Cochabamba, a la sombra de esa familia frondosa, poco menos que bíblica, que presidían los abuelos, las primeras historias fabuladas que leí en libros y revistas infantiles, las que me traía en Navidades el Niño Dios, o me regalaban en mi cumpleaños, o compraba con mis propinas dominicales, despertaron en mí la vocación de escribidor de historias que iría determinando mi manera de vivir y sometiéndome a su dichosa servidumbre. De algún modo discreto y remoto ellas siguen atizando mis sueños. ~

viernes, 24 de diciembre de 2010


Mario Vargas llosa: Reportero a los quince años

Escrito por Juan Gargurevich, 2005

martes, 21 de diciembre de 2010


La campaña hobbesiana

Fuente: Revista IDL n|220
Autor: Gustavo Gorriti
A propósito del merecidísimo Nobel y el devenir intelectual y artístico de nuestro gran escritor, el autor repasa el escenario político de cara al 2011

Hace veinte años —oh, trepidante cronología—, la revista The New Republic me encargó escribir un artículo sobre la evolución del pensamiento político de Mario Vargas Llosa.

El artículo, escrito a fines de enero y publicado el 12 de febrero de 1990, se tituló The Fox and the Hedgehog, es decir, “El zorro y el erizo”. Fue, como amplió la revista, un examen de “la larga marcha” o la evolución política de Vargas Llosa.

Lo he releído después de muchos años y algunos detalles olvidados emergen relevantes para el presente. El gran escritor se encontraba en plena campaña presidencial, pero mi propósito no era describirla sino explicar las convicciones políticas del entonces abrumadoramente favorito candidato.

Vargas Llosa, el novelista, es también, escribí, “un pensador riguroso, cuyos ensayos literarios, filosóficos y políticos son coherentemente razonados”. A la vez, indiqué que su talento para la claridad expresiva no reflejaba los complejos y tormentosos procesos de cambio que lo habían llevado a ser un intelectual revolucionario en la década de los 60, un socialdemócrata en los 70 y un liberal en los 80.

Esas etapas ilustraban también —en la célebre descripción de Isaiah Berlin— el tránsito entre la predominancia del zorro y la del erizo en el pensamiento de Vargas Llosa. Y examinaba el papel que jugaron en el cambio los ataques personales, las campañas de corrosivos vituperios —lo que él mismo llamó “los mecanismos de satanización”— que se lanzaron sobre el escritor en verdaderas oleadas, especialmente a fines de los 60 (cuando rompió con la Revolución cubana) y desde comienzos hasta mediados de los 80. Uno tiende a olvidarlo, pero esos ataques llegaron a niveles de vileza sorprendente aun para los estándares de la discusión política de entonces, de descalificación personal antes que de debate de posiciones.

En ese artículo no figuraba siquiera el nombre de Alberto Fujimori. Es que hasta entonces Fujimori no existía en la campaña. Por ende, daba como muy probable ganador de las elecciones y próximo Presidente del Perú, con todos los inmensos problemas por enfrentar, a Vargas Llosa.

El destino teje sus hilos con puntos extraños e inesperados. La derrota electoral de Vargas Llosa fue nefasta para la democracia peruana pero resultó salvadora para el propio escritor. Ver a un alto porcentaje de sus seguidores y colaboradores trocar la vincha del Fredemo por el kimono de geisha con total fluidez y carencia de culpa, fue sin duda instructivo. Y luego, volver a ser objeto de vituperio, esta vez por parte de ex colaboradores o aliados, cuando salió a defender, con gran brío y elocuencia, la necesidad de luchar contra el entonces reciente golpista y dictador Fujimori, fue sin duda revelador para él.

Como intelectual público, Vargas Llosa ingresó, en mi concepto, en su mejor etapa. El rigor analítico y la claridad expositiva ganaron una nueva flexibilidad, una capacidad de comprender las inconsecuencias y la corrupción espiritual de todos los ángulos —desde la izquierda, desde la derecha—, a la vez que una reafirmación de los principios que en su caso resistieron todas las variaciones de circunstancias, los embates de la historia.

Su capacidad creadora, en mi opinión, resultó fortalecida. Luego de algunos años de obras menores, su producción no se hizo solo variada e intensa sino recobró su mejor nivel. Fue el resultado de una madurez largamente trabajada que mantuvo, y quizá acrecentó, la intensidad, el fuego creativo.

En esos años de consolidación de logros y de reconocida lucidez, las escuadras del vituperio se fueron disgregando hasta la desaparición, en el caso de la ex izquierda, o el silencio, en el de la derecha geisha.

Vargas Llosa cambió, es cierto, pero muchos de sus oponentes de antaño cambiaron más, por convencimiento o por conveniencia. Su defensa de la democracia, de los derechos humanos fue invariable, a través de todas sus etapas, desde fines de los 60. Recuerdo su polémica de hace más de veinte años con Günter Grass y pienso que ahora la Academia sueca ha pasado a suscribir implícitamente —con esas extrañas menciones a la cartografía en su decisión del Nobel— la posición de Vargas Llosa a diferencia de lo que fue en el pasado. El tiempo confirmó pensamientos y, sobre todo, coherencias.

Y no se diga de Alan García. El presidente de hace veinte años ha pasado por metamorfosis somáticas e intelectuales tanto de eje como de volumen. Los enemigos jurados de antaño tienen hoy una relación de respeto (por lo menos formal) y de diálogo.

Las estrategias cuidadosamente ploteadas, sufrirán cambios o desactivaciones por efecto del factor Nobel

La influencia del juicio de Vargas Llosa en las decisiones del presidente García, es considerable. Como se recuerda, Vargas Llosa llevó a García a cambiar de posición, de un momento al otro, tanto en el caso del Lugar de la Memoria como en el de la derogatoria del DL 1097.

En ambas circunstancias, por el efecto de su prestigio y lucidez, Vargas Llosa derrotó, con una sola acción, maniobras largamente trabajadas por la derecha fascistoide y encomendera (me he prestado esta última expresión del ex ministro Luis Carranza), que había ganado posiciones de gran influencia en el entorno y la toma de decisiones de Alan García.

La gravitación pública de Vargas Llosa se acrecentará sin duda luego de la entrega del Premio Nobel y de lo que será después su llegada en triunfo al Perú. Tanto en las decisiones que García tome o deje de tomar como, sobre todo, en la opinión pública.

Doblemente interesante, porque esa etapa sincronizará con la campaña presidencial, que será hobbesiana: corta y brutal.


Ahora, sin embargo, los planes, las estrategias cuidadosamente ploteadas y, en más de un caso, complotadas, sufrirán cambios o desactivaciones por efecto del factor Nobel.

¿Qué grupo político sufre y sufrirá más por el Premio Nobel que recibe Vargas Llosa? Los invito a examinar las sonrisas congratulatorias y ver cuáles son las más acalambradas, cuáles no pueden silenciar el rechinar de dientes ni enmascarar el rictus de cólera.

El gran perdedor es el fujimorismo y la coalición ya mencionada de fascistas y encomenderos —a la que hay que sumar los cleptócratas de antaño— que ya forman tras el estandarte geisha.

Contaban con García, contaban con los medios, con buena parte del empresariado económicamente más poderoso. Tenían (y tienen) también a buena parte de los medios con los mismos dueños que apoyaron el golpe de 1992, con los periodistas domesticados por el fujimorato en reencauchado protagonismo, y con algunos actores y actrices que ayer fueron fujimoristas sin poder en los medios y que ahora lo tienen mientras disimulan mal su fujimorismo.

La campaña presidencial iba y va a darse bajo dos parámetros centrales: brevedad y contracampaña.
La reciente contienda electoral de municipios y regiones fue a la vez un prólogo, un ensayo y un experimento de lo que se viene. Sus enseñanzas confirmaron, me parece, las estrategias previamente planeadas por los principales actores.

La brevedad de la campaña hace que quienes pueden usar mejor la intensidad y el manejo del tiempo tengan mejores posibilidades. Eso beneficia, en particular, a quienes tengan más recursos y mejor masa de maniobra mediática.

Hasta unos pocos días atrás, quienes tenían, de lejos, la mayor fuerza en ambos sentidos eran los de la coalición fujimorista-montesinista. Tenían clarísima influencia con el propio García, el apoyo apenas solapado de los empresarios más poderosos y una potencial juggernaut mediática, con aliados de peso que antes no existían. Por ejemplo, Baruj Ivcher en Frecuencia Latina y Martha Meier (como cabeza visible de ese sector) en el grupo El Comercio.

La propuesta, en esa corta campaña, iba a ser, me imagino que todavía será, presentar a Keiko Fujimori como la versión kinder and gentler de su padre, pero a la vez como la única garantía de mantener las reglas de juego de una exitosa economía con el orden social necesario para permitirlo.

Los oponentes a esa campaña iban a ser diezmados a través de fulminantes contracampañas.

Es que cualquier estratega de campañas electorales medianamente competente sabe que desde 1990 todas las elecciones importantes han sido decididas por contracampañas. Sin excepción.

La contracampaña será en esta elección tanto o más importante que en los procesos anteriores. La decisión en el voto va a ser antes por negación de las alternativas que por afiliación por figuras o programas.

El análisis de perspectivas, entonces, debe evaluar la capacidad y la vulnerabilidad de cada candidato frente a la inevitable contracampaña.

Luis Castañeda Lossio entra a la campaña con una posición favorable en las encuestas, pero con los antecedentes de tener mandíbula de cristal frente a los ataques, como sucedió el año dos mil. Quizá me equivoque, pero no le veo capacidad de resistir una contracampaña de acusaciones medianamente intensas.

Y las que se vienen serán mucho más que eso.

Ollanta Humala es el rival favorito para la segunda vuelta de los otros candidatos, con la excepción, me parece, de Toledo. Keiko Fujimori necesita enfrentar a Humala y supongo que Castañeda preferiría también ese escenario. Toledo, en cambio, preferirá enfrentarse a Fujimori.

Toledo eludió los efectos más tóxicos de las contracampañas del dos mil manteniéndose detrás de Andrade y Castañeda hasta el naufragio de ambas candidaturas. Luego sorprendió al SIN con la fuerza de su atropellada a último momento. Y después mantuvo el efecto sorpresa tomando decisiones inesperadas.
Ésa es una de las razones, imagino, por las que Toledo tarda en anunciar su candidatura y se prepara para otra campaña muy corta, que probablemente empezaría a mediados de enero.

Pero, a diferencia del dos mil, el estilo operativo de Toledo es ahora conocido. Sus posibilidades de sorprender son, por ende, limitadas. Él tiene que seguir una ruta determinada de campaña, y estoy seguro de que los fujimoristas y las geishas de ayer y de hoy tienen precalculado el momento, tema y secuencia de los ataques. Las lecciones de qué funciona y qué no funciona han sido extraídas de la experiencia de esta última elección.

Creo que los ataques más fuertes y virulentos serán contra Toledo. Y serán personales. No contra su Gobierno ni, salvo excepciones, contra sus colaboradores, sino contra él.

¿Qué posibilidades tendrá Toledo de resistir? Depende de dos factores. El primero es interno: la calidad de su estado mayor y de los operadores de campaña. La del 2001 (antes que la del dos mil) demostró que si un grupo competente de colaboradores se encarga de responder a los ataques y de contraatacar con eficacia, la campaña puede ser neutralizada.

Si, en cambio, él mismo responde, o si lo hace alguna de la gente que lo rodeó luego en el Gobierno, su precariedad será mayor que la de un ciclista en la vía expresa. Recuérdese que Toledo, y esos colaboradores, se las arreglaron para convertir un nivel alto de popularidad inicial en una abrumadora desaprobación durante la mayoría de sus años en el Gobierno.

El segundo factor es externo: la influencia del Nobel de Literatura en la inminente campaña. Estoy seguro de que Vargas Llosa se pronunciará inequívocamente sobre el peligro de que el Perú recaiga en una dictadura. Y su voz tendrá, en esta ocasión, un efecto multitudinario.

Esta vez no se atreverán a atacar a Vargas Llosa, pero imagino que tratarán de ignorar sus mensajes y opiniones respecto del proceso electoral. ¿Lo lograrán? No lo sé. Creo que habrá una confrontación de medios con un balance de fuerzas aparentemente muy favorable al fujimorismo.

Esa apariencia puede ser engañosa. En el dos mil parecía abrumadora y, sin embargo, fue exitosamente contrarrestada.

Si, pese a sus defectos y fragilidades, Toledo emerge como el candidato de las fuerzas democráticas para una votación decisiva entre democracia y dictadura; y si está bien asesorado —algo indispensable en su caso—, sus posibilidades de ganar son altas.

Pero todavía no está del todo claro que Toledo sea el único candidato de las fuerzas democráticas. Eso se definirá en el inicio de la campaña y la contracampaña, y se definirá con rapidez.

Entonces, en medio de lo que, repito, será una campaña corta y brutal, la voz del peruano que hoy representa mejor que nadie la percepción de éxito, de triunfo y de progreso en el país, se escuchará en defensa ardorosa de los dos factores fundamentales para nuestra nación: la democracia, la libertad.

viernes, 17 de diciembre de 2010


La felicidad en esta esquina

El Comercio

Por: Mariella Balbi

Martes 14 de Diciembre del 2010

Dicen, los que saben, que la felicidad es intermitente, que no puede ser un estado continuo que nos habite permanentemente. Me parece que fue el propio Mario Vargas Llosa quien afirmó –antes del Premio Nobel– que si la felicidad fuera una experiencia constante, algo prácticamente imposible, uno tendría un rostro un poco bobalicón y en exceso beatífico. Parecería un tontón. Sin duda antes del merecido reconocimiento, MVLL era un extraordinario escritor y con varias distinciones en su haber. Suficientes como para sentirse satisfecho consigo mismo y tener la certeza se que consiguió lo que quería y que lo hizo bien. Cosa de la cual no todos –más bien son pocos– podemos jactarnos. Así las cosas, si antes del Nobel nuestro escribidor se podía haber neurotizado, con toda ‘justeza’, por una tenaz huelga de controladores aéreos, impidiéndole ello cumplir con un compromiso importante, luego de obtener semejante galardón el paro aéreo solo le produjo gracia. Gracia por la ironía de no llegar a un evento tan excepcional debido a una razón tan común como una mejora salarial.

MVLL ha dicho en innumerables ocasiones que para escribir y hacerlo con éxito se requiere de una enorme disciplina, bajando del carro a todos aquellos que creen que basta ser bohemio y tomarse unos tragos para producir arte. Nuestro Nobel de Literatura ha visto saltar por los aires sus férreos horarios y su inflexible agenda, pero se ‘vacila’ y lo tolera, tampoco podría ir contra semejante vendaval de meritorios elogios e inevitables periodistas curiosos. Un estado de real felicidad que naturalmente ha alcanzado a su esposa Patricia, quien por confesión de nuestro escritor “mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo”. Solo una persona redondamente feliz puede escribir un discurso tan hermoso como el que nos regaló MVLL ante la Academia Sueca, siendo el único que hasta hoy ha sido interrumpido por calurosos aplausos. Hizo llorar de felicidad a todos los que lo escucharon, cercanos y lejanos, reunió las palabras más bonitas del español, se despojó de su habitual racionalidad y nos mostró a un ser romántico, emocionado, nostálgico.

Las banderitas peruanas con que lo celebraron nuestros compatriotas en Estocolmo, la peruana ruptura de los estrictos protocolos le produjeron risa y complacencia. Y lo hizo alguien que describió con tanta pulcritud y de manera exacta la ‘huachafería’, un peruanismo que en realidad es universal. Como bien dijo MVLL, “después de esto los suecos dudarán de darle un premio a un latino”. Seguramente tendrá la misma sonrisa cuando sepa que nuestros congresistas le adjudicaron novelas de Ciro Alegría o de Manuel Ascencio Segura. Ni la peruana política hará que MVLL pierda la dicha que transmite, tampoco el asedio, los homenajes inevitables. Ni modo, porque a todos nosotros nos llena de un feliz orgullo.

martes, 14 de diciembre de 2010


La pasión y la crítica

Mario Vargas Llosa
Publicado en El Comercio de Lima, diciembre 1983
Reproducido en El País Cultural Nº 217
31 de diciembre de 1993

Los Congresos de Literatura serán más aburridos ahora que Ángel Rama no puede asistir a ellos. Verlo polemizar era un espectáculo de alto nivel, el despliegue de una inteligencia que, enfrentándose a otras, alcanzaba su máximo lucimiento y esplendor. Me tocó discutir con él algunas veces, y, cada vez, aun en lo más enérgico de los intercambios, aun mientras nos dábamos golpes bajos y poníamos zancadillas, admiré su brillantez y su elocuencia, esa fragua de ideas en que se convertía en los debates, su pasión por los libros, y siempre que leí sus artículos sentí un respeto intelectual que prevalecía sobre cualquier discrepancia. Tal vez por eso, ni en los momentos en que nuestras convicciones nos alejaron más, dejamos de ser amigos. Me alegro de haberle dicho, la última vez que le escribí, que su ensayo sobre La guerra del fin del mundo era la que más me había impresionado entre todas las críticas a mi obra.

Desde que supe su muerte, no he podido dejar de recordarlo asociado con su compatriota, colega y contrincante de toda la vida: Emir Rodríguez Monegal. Todo organizador de simposios, mesas redondas, congresos, conferencias y conspiraciones literarias, del Río Grande a Magallanes, sabía que conseguir la asistencia de Ángel y de Emir era asegurar el éxito de la reunión: con ellos presentes, habría calidad intelectual y pugilismo vistoso. Ángel, más sociológico y político; Emir, más literario y académico; aquél más a la izquierda, éste más a la derecha, las diferencias entre ambos uruguayos fueron providenciales, el origen de los más estimulantes torneos intelectuales a los que me ha tocado asistir, una confrontación en que, gracias a la destreza dialéctica, la elegancia y la cultura de los adversarios, no había nunca un derrotado y resultaban ganando, siempre, el público y la literatura. Sus polémicas desbordaban de la sala de sesiones a los pasillos, hoteles y páginas de los periódicos y se aderezaban de manifiestos, chismografías y barrocas intrigas que dividían a los asistentes en bandos irreconciliables y trocaban al Congreso —palabreja que suena como bostezo con cierta razón— en una aventura fragorosa y vital, lo que debería ser siempre la literatura.

Para Ángel Rama lo fue. Aunque parezca absurdo, lo primero que hay que decir en elogio de su obra, es que fue un crítico que amó los libros, que leyó vorazmente, que la poesía y la novela, el drama y el ensayo, las ideas y las palabras, le dieron un goce que era a la vez sensual y espiritual. Entre quienes ejercen hoy la crítica en América Latina abundan los que parecen detestar la literatura. La crítica literaria tiende en nuestros países a ser un pretexto para la apología o la invectiva periodística, o la llamada crítica científica, una jerga pedante e incomprensible que remeda patéticamente los lenguajes (o jergas) de moda, sin entender siquiera lo que imita: Barthes, Derrida, Julia Kristeva, Todorov. Ambas clases de crítica, sea por el camino de la trivialización o el de la ininteligibilidad, trabajan por la desaparición de un género, que, entre nosotros, llegó a figurar entre los más ricos y creadores de la vida cultural gracias a figuras como Henríquez Ureña o Alfonso Reyes. La muerte de Ángel Rama es como una funesta profecía sobre el futuro de una disciplina intelectual que ha venido declinando en América Latina de manera inquietante.

Aunque, en su juventud, escribió novelas y teatro, Ángel Rama fue un crítico, y en este dominio desarrolló una obra original, abundante y vigorosa, que, luego de hacer sus primeras armas en Uruguay —donde se había formado bajo la guía de un crítico e historiador ilustre de la literatura rioplatense, Alberto Zum Felde— fue luego creciendo y multiplicándose, en curiosidad, temas y ambición, hasta moverse con perfecta soltura por todo el ámbito latinoamericano.

En su último libro, La novela latinoamericana (Bogotá, 1982), recopilación de una docena de ensayos panorámicos sobre la narrativa continental, se advierte la versación histórica y la solvencia estética con que Rama podía valorar, comparar, interpretar, y asociar o disociar de los procesos sociales a las obras literarias de América Latina, por encima de sus fronteras nacionales y regionales. En esas visiones de conjunto —derroteros, evoluciones, influencias, experimentados por escuelas o generaciones de uno a otro confín— probablemente nadie —desde la audaz sinopsis que intentó Henriquez Ureña, Historia de la Cultura en América Hispánica (1946)— ha superado a Ángel Rama. No es de extrañar, por eso, que fuera él quien concibiera y dirigiera el más ambicioso proyecto editorial dedicado a reunir lo más representativo de la cultura latinoamericana: esa "Biblioteca Ayacucho", patrocinada por el Estado de Venezuela, que ojalá no se interrumpa ahora con la muerte de su inspirador.

Lo mejor del trabajo crítico de Rama no fueron libros, hacia los que, durante mucho tiempo, tuvo una curiosa resistencia: casi todos los que se animó a publicar fueron compilaciones de textos aparecidos en revistas o como prólogos. Sin embargo, el único libro orgánico que escribió, Rubén Darío el modernismo (Caracas, 1970) es un penetrante análisis del gran nicaragüense y del movimiento modernista. Rama mostró en ese ensayo la compleja manera en que concurrieron diversas circunstancias históricas, culturales y sociales para que surgiera la corriente literaria que "descolonizó" nuestra sensibilidad, y,alimentándose con audacia y libertad de todo lo que las vanguardias europeas ofrecían y de nuestras propias tradiciones, fundó la soberanía poética del continente. La perspectiva sociológica e histórica, a la manera de Lúkacs y de Benjamín, fue la predominante en las investigaciones y análisis de Rama y, a veces, incurrió en las generalizaciones que esta perspectiva puede producir, si se aplica de manera demasiado excluyente al fenómeno artístico, pero, en su libro sobre Darío, ella le permitió gracias a un equilibrado contrapeso de lo social y lo individual, el contexto histórico y el caso específico y la influencia del factor psicológico, esbozar una imagen nueva y convincente de la obra de Darío y el medio en que ella nació. Pero la crítica en que Rama descolló, como muy pocos otros en nuestros días, fue en aquella que, desde las páginas de un periódico o revista, desde la tribuna de un aula o el prefacio de un libro, trata de encontrar un orden, establecer una jerarquía, descubrir unas llaves para sus recintos recónditos a la literatura que está na­ciendo y haciéndose. Es lo que se llama crítica de actualidad, que algunos creen rebajar calificándola de "periodística", como si la palabra fuera sinónimo forzoso de superficial y efímera. En verdad, ésa es la estir­pe de la que han salido los críticos más influyentes y sugestivos, aquellos que convirtieron al género en un arte equiparable a los demás: un Sainte-Beuve, un Ortega y Gasset, un Arnold Bennett, un Edmund Wilson. A esa ilustre filiación perteneció Ángel Rama. Para él, como para aquellos, escribir sobre el acontecer literario inmediato y dirigiéndose, a menudo, a un vasto público profano, no significó merma de esfuerzo, prisa irresponsable, trampa o frivolidad, sino redoblada exigencia de rigor, añadir, a la obligación de razonar con lucidez y analizar con hondura, la de encontrar un lenguaje en el que las ideas más difíciles resultaran accesibles a los lectores más fáciles.

Los diez años que Ángel Rama dirigió la sección cultural de Marcha, en Montevideo, coincidieron con una efervescencia del quehacer literario latinoamericano. Desde las páginas de ese semanario, Rama fue uno de los animadores más entusiastas del fenómeno y uno de sus analistas más sólidos. Muchos de los artículos que escribió, primero en Marcha y, luego, en innumerables publicaciones del Continente, constituyen verdaderos modelos de condensación, inteligencia y perspicacia; aún en sus momentos de mayor arbitrariedad o ardor polémico, sus textos resultaban seductores. Y, muchas veces, fascinantes.

Quiero citar uno, que leí con un placer tan vivo que se conserva intacto en mi memoria: "Un fogonazo en la aldea", pirotécnica reconstrucción biográfica de un poeta y "dandy", Roberto de las Carreras, al que Rama, con pinceladas magistrales de humor y afecto, resucitaba con el telón de fondo, entre pro­vinciano y frívolo, -del novecientos montevideano.

Periodista, profesor, editor, compilador, antólogo, ciudadano de las letras del continente: un intelectual al que sus convicciones de izquierda le valieron exilios y contratiempos múltiples pero no convirtieron en un dogmático ni en rapsoda de ningún partido o poder. Su obra deja una huella fecunda en casi todos los países latinoamericanos. En el mío, por ejemplo, siempre tendremos que agradecerle haber sido el compilador y editor de dos tomos de artículos de José María Arguedas que, a no ser por su iniciativa, no hubieran leído los peruanos. Todos quienes amamos la literatura en estas tierras somos sus deudores. Los escritores, sabemos que su muerte ha empobrecido de algún modo nuestro oficio.

CRÍTICA:Vargas Llosa y el Nobel

La dicotomía creada artificialmente por algunos intelectuales y escritores, arrimándose a Vargas Llosa, es inaceptable y peligrosa en los hombres y mujeres de izquierda.
Kaos en la Red
 15-10-2010 
Carlos Angulo Rivas*
Conocida por todos la posición político-ideológica de Mario Vargas Llosa, sobra discutir el otorgamiento del Premio Nóbel de Literatura 2010 a su persona, refiriéndonos exclusivamente a su militancia actual de vocero hispano hablante del neoliberalismo, la globalización y la explotación inmisericorde del mundo de los pobres denunciada, inclusive, por Juan Pablo II como el “capitalismo salvaje.” Si merece o no merece el Nóbel de Literatura 2010 es la pregunta o interrogación de fondo, sobre todo luego de haber sido nominado a este galardón durantes los últimos 26 años de manera consecutiva, insistente y cargante; y, además, siempre apoyado por sus amigos y un lobby internacional de grupos de poder ajenos a la literatura.

A mí, personalmente, me sorprendió el anuncio de la Academia Sueca en dos aspectos principales: primero, por dárselo a un escritor profesional controvertido, impugnado y combatido en el ambiente intelectual ecuménico y enterado; y segundo, por un detalle difícil de digerir en términos literarios: se otorga el galardón al autor peruano, de 74 años de edad, “por su cartografía de las estructuras de poder y sus imágenes mordaces de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo." Una explicación poco convincente o tal vez una definición un poco rara, cuya indudable raíz política, sin referencias a la obra escrita del autor premiado, no tiene precedentes en la historia. Así doblemente sorprendido, confieso con sinceridad mi aturdimiento y la confusión frente a una mescolanza de opiniones celebrantes, henchidas de rústico nacionalismo cuando el autor premiado rechaza por escrito, cuantas veces puede, todo sentimiento de patria. Sin embargo, como de toda confusión emerge la luz, trataré en lo posible de esclarecer y de esclarecerme a mí mismo donde termina el escritor Mario Vargas Llosa y comienza a actuar y escribir el político.

Una revisión a los Premios Nóbel de la literatura latinoamericana, nos muestra la enorme diferencia acerca de las tesis o enunciaciones tenidas en cuenta en la premiación. A Gabriela Mistral “por su poesía lírica inspirada en poderosas emociones, haciendo de su nombre un símbolo de las aspiraciones idealistas del mundo latinoamericano en su integridad.” A Miguel Ángel Asturias “por sus vívidos alcances literarios, enraizados profundamente en los rasgos nacionales y las tradiciones de los pueblos originarios de América Latina.” A Pablo Neruda “por una poesía que con la acción de una fuerza elemental mantiene y conserva vivos el destino y los sueños de un continente.” A Gabriel García Márquez “por sus novelas e historias cortas, en las que la fantasía y el realismo están combinados en un riquísimo mundo de imaginación, donde se reflejan la vida del continente y sus conflictos.” A Octavio paz “por una escritura apasionada de amplios horizontes, caracterizada por una inteligencia sensitiva y de integridad humanista.” Como se observa, a simple vista, todas estas declaraciones están referidas a la vida y obra literaria de los autores premiados, distinción esquiva en el caso de Mario Vargas Llosa.

Una disquisición necesaria


Vargas Llosa es un escritor profesional, un narrador, un ensayista, un cronista estudioso, un periodista ilustrado con enorme acopio lingüístico, adquirido en largos años de prolífico productor de libros. Sería mentir no reconocerle cierto dominio de la técnica narrativa; y en esta trayectoria tiene el mérito de seguir escribiendo, es disciplinado, cauteloso con el lenguaje y productivo. Imposible negar en él, desde un punto de vista académico, relativos dominios del idioma castellano y su reconocida fama como intelectual y literato. A buen decir sería mezquino no reconocer los frutos logrados en más de cincuenta años de oficio como escritor. Este reconocimiento a su experiencia profesional, habiendo leído más del ochenta por ciento de sus libros de narrativa y ensayos, no me llega a convencer; y menos al aplauso fácil frente a la entrega del Premio Nóbel de Literatura 2010 porque, me parece, en ella se observa una decisión política de la Academia Sueca antes que literaria, ya que la totalidad de su prolífica obra intelectual nos deja el sinsabor de las carencias no cubiertas y de los vacíos difíciles de llenar sólo a través de laureles, recompensas y galardones, unos merecidos y otros no. Y, por supuesto, esta apreciación mía será sustentada más adelante.

Pero antes de ingresar de lleno a la valoración de la obra de Vargas Llosa, es preciso aclarar que una persona no puede estar dividida en dos, el lado positivo de escribir bien y el lado negativo de su confesión político-ideológica. Todo ser humano es una unidad donde el pensamiento y la acción convergen, van juntos y la inspiración está vinculada íntimamente a la propia identidad del individuo. Con el cuidado del estilo, la forma, el lenguaje, el poeta escribe su visión de la vida, expresa sus dolores, sus penas, sus alegrías, sus sueños, es decir, transmite su pensamiento integral en versos; en prosa el novelista es también un poeta que acomete la idea de transformar el mundo inmerso en el laberinto y el caos. Los artistas auténticos son quienes tratan de establecer un orden justo frente a acontecimientos que se suceden unos a otros, la literatura cumple el papel crítico de observar cómo va el mundo que nos rodea. Y, excepto sea un plumífero rentado o bien pagado, el escritor debe escribir bien, con claridad, lo que piensa. Vargas Llosa escribe lo que piensa y lo escribe bien, sin embargo, siendo un hombre defensor de las causas de extrema derecha en el planeta, contra los pobres, los necesitados y los indígenas; y siendo, además, un militante abanderado de los ricos y poderosos, no puede ser celebrado por la mayoría del pueblo peruano ni de Latinoamérica. Discrepo profundamente, por tanto, de quienes separan al escritor del político y realizan críticas vergonzantes como aquellas de ponderar sus escritos actuales y censurar sus ideas, cuando por más bellas que sean las formas de expresión el contenido es uno solo y transmite el radicalismo económico neoliberal, a veces de manera explícita y otras de forma subterránea. La dicotomía creada artificialmente por algunos intelectuales y escritores, arrimándose a Vargas Llosa, es inaceptable y peligrosa en los hombres y mujeres de izquierda.


El Perú no ha ganado un trofeo deportivo a celebrar de forma masiva y popular, la masa de celebrantes del flamante Premio Nóbel de Literatura 2010 ni siquiera ha leído un solo cuento del autor premiado; las clases medias se dejan llevar por la novelería y lo han leído poco; los ricos lo tienen en sus bibliotecas de adorno en los estantes, pero disfrutan en grande la celebración debido a su significado: la hipoteca del pensamiento nacional elevado a designios pontificios de un individuo escabroso en el arte de mentir en nombre de la democracia y la libertad. No se trata, pues, de sólo escribir bien y bonito, de explotar la hermosura del lenguaje, la calidad de las palabras, la sintaxis, la gramática y la concordancia; se trata también de los contenidos, los temas y los mensajes que se transmiten. Desde España, Vargas Llosa con sus libros, ensayos y artículos periodísticos, bombardea a América Latina amparado en la fama adquirida y trata de convencer a todos de las bondades de las dictaduras civiles neoliberales disfrazadas de democracia y de las libertades que sólo pueden tener los poderosos y adinerados; allí lo hemos visto y lo seguiremos viendo como activo militante en apoyo a los pinochetistas chilenos en la cabeza de Sebastián Piñera; en apoyo de la mafia de Alan García, la derecha peruana y los corruptos de todos los pelajes; en apoyo de las huestes criminales de Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos en Colombia, de Felipe Calderón en México o Porfirio Lobo en Honduras, etc. Y por descontado en contra de los presidentes populares como Rafael Correa, Evo Morales llamado por él “indio acriollado”; Hugo Chávez tildado en sus crónicas de El País de “dictador caribeño” porque le viene en gana; de Fidel y Raúl Castro, Lula, Mújica. En fin, ese y no otro seguirá siendo su papel destructivo ajeno a las raíces originarias de nuestros pueblos latinoamericanos.

Dos etapas definidas


Ahora, en relación, al conjunto de su obra intelectual tenemos dos etapas definidas sin lugar a engaños. Dos etapas marcadas por la producción de sus libros. La primera, el intento de llegar a ser un novelista a carta cabal, un escritor auténtico mediante la ficción producto de la realidad vivida, la observación y la fantasía; la segunda, la del ensayista con un particular punto de vista inventor aunque desacertado, la del narrador de historias triviales, relatos ligeros y libros falsetes, narrativa más cercana a la del periodista de investigación. Mario Vargas Llosa, el escritor más joven del boom literario latinoamericano de los años sesenta del siglo pasado, se trepó al coche de la mano de los viejos: Alejo Carpentier (lo real maravilloso;) Julio Cortazar (la contra novela;) Juan Rulfo y Gabriel García Márquez (el mágico realismo.) Se hallaban allí también Ernesto Sábato, Juan Carlos o­netti, Lezama Lima y Carlos Fuentes. Con tan magníficos autores alrededor, la suerte a futuro le comenzó a sonreír desde un inicio como escritor novicio tirado a caballo por los ya notables.

Coinciden con esta época la revolución cubana y el auge de la narrativa latinoamericana existencial, influida por las lecturas de Joyce, Faulkner, Hesse, Kafka, Hemingway, Camus y Sartre, en cuanto a prosa se refiere y, en cuanto a poesía, por Vallejo, Neruda, Benedetti, Brecht, Hikmet, Machado, García Lorca y Hernández.

A Mario Vargas Llosa no le faltaron virtudes, en esa primera etapa empezó relatando sus vivencias más sentidas en novelas como en La Ciudad y los Perros, La Casa Verde y Conversación en la Catedral; el escritor aquí vuelca su conocimiento de forma auténtica, ambiente y personajes, aunque todavía exista un predominio lineal en la concepción novelística, característica muy propia en los profesores universitarios. En este proceso de evidente de maduración se observa algún desorden de orden narrativo y algunas faltas de correspondencia en los tiempos verbales, sobre todo en la enmarañada novela La Casa Verde, pero el colega visto con buenos ojos por los escritores amigos inicia el despegue, ya que existe en estas obras una identificación del autor con el relato. Varios críticos literarios han considerado este período de la obra de Vargas Llosa como una intención de posesionarse del espacio neoclásico realista, difícil camino abandonado a su suerte con la producción posterior donde, sin sobresaltos ni remordimientos, la ruptura inicia su declive y decadencia literaria voluntaria, transformado a propio albedrío en un producto comercial, una fabricación editorial de éxito. No exageramos porque el cambio, mudanza o permuta, a su segunda etapa es abrupto y vertical, determinante para su futuro inmediato como escritor de rango menor y novelista de entretenimiento cinematográfico, diversión y espectáculo. Pero es necesario remarcar que este resultado final de la decadencia respecto a los grandes novelistas de la historia, a pesar del Premio Nóbel logrado políticamente, no es sólo debido a su concepción política retrógrada y neofascista, sino a sus erradas formulaciones teóricas y empíricas de lo que, según él, debe ser la novela. Y precisamente en los ensayos de Vargas Llosa está la raíz del conflicto existencial de él como persona y narrador, impedimento para llegar a ser un novelista cabal, pues ellos no son otra cosa que una reiterada formulación de irracionalidad e individualismo.

El abultado volumen de su tesis universitaria en la Universidad Complutense de Madrid, el ensayo titulado García Márquez: historia de un deicidio (1971) marca el inicio de sus teorías empíricas y de sus enormes errores que lo han llevado a ser una fabricación comercial, un producto del mercado globalizado, de manera alguna un novelista universal. En aquella época cuando Vargas Llosa era, además de novelista novicio, crítico literario en la revista uruguaya Marcha, Ángel Rama, escritor, editor, crítico y ensayista uruguayo, estableció en célebre polémica los desaciertos de las insubstanciales tesis que, según el autor de Conversación en la Catedral, apuntaban a definir “qué es un escritor y especialmente un novelista.” Aquí Rama lo acusa de usar metáforas más que definiciones críticas fundadas y demuele con argumentos precisos el concepto irracionalista de Vargas Llosa, aquella afirmación en la que dice y aún sostiene: “el escritor no elige sus temas sino que es elegido por ellos.” En la polémica Rama insiste en el gran número de incoherencias de la tesis, en los errores de información y en el desconocimiento de gran parte de la obra de García Márquez, acusando a Vargas Llosa de irracional, elitista e individualista, por subestimar el aspecto social en la creación literaria y colocarse de forma velada como opuesto al cambio revolucionario y al progreso de América Latina.

Y no le faltó razón a Ángel Rama, fallecido en el accidente de aviación en Madrid junto a Manuel Scorza, pues Mario Vargas Llosa insistió en sus tesis originarias respecto a la novela y las comenzó a poner en práctica a partir de Pantaleón y las Visitadoras, novelilla de entretenimiento a fin de escandalizar con sexo y prostitución, basada en la acumulación de partes militares “secretos,” memorias, documentación administrativa, cartas y recortes de periódicos, la llamada “materia prima” alcanzada al escritor cómodamente instalado en el hotel de turistas de Iquitos, y por consiguiente, con cero de conocimiento personal y real de la selva amazónica. La producción posterior a esta ruptura con la tradición de la novela, incluidos los variados estilos, descalifica a Vargas Llosa como un grande de este genero literario y lo ubica en la narrativa ligera, la crónica ilustrada y el periodismo de investigación. Peor aún cuando no dándose por vencido, a pesar de las críticas recibidas, insistió, entre otros ensayos, con tres característicos que redondean su tarea de narrador lineal sin mayores aportes a la humanidad, me refiero a tres libros esenciales vinculados a sus tesis erradas respecto a la novela: La Orgía Perpetúa,” “La Utopía Arcaica,” y “La Verdad de las Mentiras.” En este contexto teórico desarrollado por Vargas Llosa se distinguen premisas reiterativas de sus conceptos iniciales, alimentadas con justificaciones de “robos,” “saqueos” “hurtos literarios” de canteras inimaginables en bien de la literatura, en pocas palabras plagios de plagios adornados por la inteligencia y el dominio del idioma del escritor. De allí parte el absolutismo de Vargas Llosa cuando afirma que el escritor debe valerse de todo y “el logro de una novela depende exclusivamente de su forma, no de los temas.”

Una verdadera lástima por lo bien que escribe y lo mal que utiliza Mario Vargas Llosa la técnica para hacer novelas sin trascendencia vital y humana. La tía Julia y el Escribidor, la Historia de Mayta, ¿Quien mató a Palomino Molero? El Hablador, Elogio de la Madrastra, Lituma en los Andes, Los Cuadernos de don Rigoberto, La Fiesta del Chivo, El Paraíso en la otra Esquina, Travesuras de niña Mala, etc. precisamente siguen la teoría de la información, la documentación, los archivos, las memorias, los periódicos; la “materia prima” de Vargas Llosa para producir libros comerciales. Y nos lo dice con toda frescura porque la novela es la forma y no el contenido ni los temas, el naturalismo descriptivo adornado y distorsionado a merced del autor, por el buen decir. No menciono a la Guerra del Fin del Mundo (1981) entre las obras citadas en este párrafo, porque este libro está fuera de la norma y al parecer, fue el último intento de hacer novela aunque muchos críticos señalan un “saqueo” a la obra de los brasileños Joao Guimaraes Rosas y Euclides Da Cunha.

En realidad, todo buen escritor es en gran parte autobiográfico y sus novelas capítulos excepcionales de su propia vida intelectual, moral, mística y contemplativa, el copiar ilustrado y ostentoso no cabe en esta nomenclatura. En la primera etapa, Mario Vargas Llosa empezó a ser un novelista, en la segunda termina como un narrador recreativo donde predomina el estilo del ensayista, del analista ilustrado y el periodista de investigación, lugar donde la imaginación, la fantasía, el sueño, no aparecen y el vuelo de la prosa desaparece.
La literatura, poesía y novela, es un proceso imposible de alejarlo de las grandes problemáticas de la humanidad. El tema de la barbarie de la civilización o de la civilización de la barbarie no puede ser eludido; y menos debe criticarse el pasado haciendo abstracción del presente. César Vallejo es el dolor humano transmitido por las privaciones, por las injusticias vividas en el mundo; Pablo Neruda es hijo de América y hermano de los indígenas; en su segunda etapa Mario Vargas Llosa es un hombre no identificado con su nación ni su herencia, es como él mismo explica: “el escritor es egoísta por sí mismo para poder escribir” le faltó agregar soberbio por naturaleza y envidioso por conducta. La intelectualidad, la cultura, los poetas, escritores, ensayistas, pintores, dramaturgos, músicos, constituyen la reserva moral de un país, Vargas Llosa renunció hace tiempo, este Premio Nóbel de carácter político, inmerecido por la literatura, no está en las buenas manos que debieran ni hacen honor a la Academia Sueca, cuya designación este año carece de relativa unanimidad y sehalla fuera de consenso.

*Poeta y escritor peruano radicado en Canada

CRÍTICA: La capitulación moral de Mario Vargas Llosa

1 de abril de 2009

Blog El Tractor Rojo
Escrito por Pedro Tierra


Cuando en el año de 1,963 se publicó "La Ciudad y los Perros", Mario Vargas Llosa se convirtió en un personaje público que con el paso del tiempo y gracias a su notable prestigio intelectual devino en un líder de opinión, no sólo en el país pobre, atrasado y tercermundista donde nació sino también en buena parte del mundo occidental.

No sólo se trataba de la aparición de un extraordinario novelista de apenas 26 años sinó de un intelectual que, además de una una lúcida inteligencia y capacidad de persuación, hacía gala de una vasta cultura donde no faltaba el marxismo y el influjo de los pensadores más avanzados, radicales y contestatarios de la época como Jean Paul Sartre.

Entonces - estamos hablando de los años 60 - influenciado y condicionado por la agudización de las luchas de clases en Asia, Africa y América Latina, por la joven Revolución Cubana que constituía todo un estímulo para los pueblos del mundo y sin duda por la decisiva influencia de Sartre, pasó a ser a la vez que una especie de vocero comunista, parte de la conciencia moral del país.

Desde Europa con sus artículos, denuncias, entrevistas y declaraciones, con sus campañas buscando adhesiones a las causas populares agitaba las conciencias y gravitaba en la vida social y política peruana y latinoamericana.

Entonces Vargas Llosa defendía abiertamente la Revolución Cubana y la legitimidad de las rebeliones e insurrecciones populares que se producían an América Latina y el Perú, abogaba por las luchas de los pueblos contra el imperialismo norteamericano, denunciaba el anacronismo y oprobio que significaban las dictaduras que asolaban América Latina, entrevistaba para Radio - Televisión Francesa a Javier Heraud en 1,962, apoyaba las guerrillas del Ejercito de Liberación Nacional (ELN) de 1,963 y las del MIR en 1,965 , denunciaba las masacres contra ellas y contra los campesinos que se sublevaban por revindicar su tierra de los gamonales. También se pronunciaba contra la pena de muerte que apristas y odristas pretendían aplicar a Hugo Blanco, Héctor Béjar y a sus compañeros levantados en armas. Encomiaba la vida , pasión y muerte de Ernesto Guevara en 1,967.

"....Pero dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado, a todos nuestros paises como ahora a Cuba la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror...."
Entretanto escribía y publicaba sus mejores libros como La Casa Verde, Los Cachorros y su obra cumbre Conversación en La Catedral (1,969).

En síntesis en el medio intelectual en que estaba inmerso, donde concurrían los más brillantes escritores y artistas de América del Sur, Mario Vargas Llosa se comportaba segun el modelo del del intelectual revolucionario.

Pasan los años - ahora estamos en 1,971 - y sobreviene su desencanto con la Revolución Cubana. Según confiensa, a raiz del denominado "caso Padilla" ( Heriberto Padilla fue un poeta al que lo obligaron a "autocriticarse" por unos escritos que funcionarios del estado cubano consideraron "reaccionarios") sumado a la represión contra los opositores a Fidel Castro y el sometimiento de Cuba a mero satélite de Moscú. Paulatinamente extendió su desilusión al "socialismo realmente existente" que primaba en la Unión Soviética y en Europa Oriental.

Algunos años después - ahora estamos finalizando la década del 70- Mario Vargas Llosa se había metamorfoseado en un inocuo simpatizante del Belaundismo, que hacía de jurado del concurso "Miss Perú" ó de comentarista de fútbol por televisión ó de cineasta de películas de entretenimiento ó de escritor obras literarias de menor categoría exceptuando La Guerra del Fin del Mundo.

Es por aquellos años que adhiere ideológicamente al más recalcitrante pensamiento neoconservador. Pasó así a constituirse en el más brillante de los intelectuales de la época que hacía apología y propaganda de las teóricas y supuestas bondades del capitalismo ( "el mercado") y la libertad ( la democracia burguesa").

Se convirtió en un propagandista de las ideas liberales de von Hayek, von Mises, Friedman y su aplicación práctica por parte de la bruja Margaret Tachter y el cuasi analfabeto Ronald Reagan. Lo demás es conocido. En síntesis un defensor a ultranza del establecimiento, del capitalismo, del sistema de dominación y del Poder..

Lo cierto también es que Vargas Llosa daba la impresión que sus volteretazos ideológicos y políticos eran por pura honestidad moral e intelectual. Que no eran fruto del oportunismo y cálculo político. Que eran siempre por razones principistas.

Si bien sus naturales enemigos políticos desde la izquierda lo atacaban con una ferocidad despiadada, proporcional a la suya defendiendo al capital y al imperialismo, el consenso que ganó en amplio sectores de la población para consolidarse como una especie de referente moral fue bastante grande, independientemente de las estupideces que de modo brillante propalaba en defensa del Poder Mundial.

Este posicionamiento lo logró en gran medida porque aún estando en esa posición reaccionaria de extrema derecha, fue sumamente justo, claro y explícito en ocasiones en que ocurrieron dramáticas situaciones ó gravísimos hechos que sublevaban la conciencia humana.

Así con ocasión de la masacre de los penales de junio de 1986 llevada a cabo en cumplimiento de una orden dada por Alan García Pérez, escribió un célebre editorial "UNA MONTAÑA DE CADAVERES" donde de manera inequívoca señalaba ante la opinión internacional y nacional la barbarie cometida y a García Pérez como un criminal.

Con este escrito Vargas Llosa parecía que había trazado para siempre una zanja, un abismo moral entre él y el criminal García Pérez.

Durante la oprobiosa dictadura del delincuente japonés y actual presidiario Alberto Fujimori Fujimori ó Kenya Inomoto Fujimori (a) "presidente" ó "el ingeniero" ó "chino rata", - ahora estamos en la década del 90 - Vargas Llosa tuvo una descollante actuación denunciando en el ámbito internacional a la troika de delincuentes que asaltó el poder, conformada por el pintoresco japonesito, el narcotraficante Vladimiro Montesinos y un militar indigno autoapodado "el general victorioso." Además Vargas Losa abrió las puertas de todas sus amistades y relaciones internacionales desde el primer ministro británico hasta los reyes de España a los opositores al régimen de "chino rata" para aislarlo internacionalmente, efecto que aceleró su caida y posterior fuga.

En aquellas ocasiones parecía que Vargas Llosa actuaba por un mandato de conciencia y que era insobornable a cualquier aproximación a gente que tenía el alma manchada de sangre y/o dinero mal habido ( requisitos ambos cumplidos muy ampliamente por Alan García Pérez.)

- Ahora llegamos al 2,008 y 2,009 -

El autor de "La Ciudad y los Perros" da un nuevo volteretazo.

Esta vez no se trata de algo ideológico o perteneciente a la esfera política. Se trata de un cambio silencioso pero no menos trascendental . Se trata más que un volteretazo, de su debacle moral.

El 06 de abril del 2,008 publica en EL PAIS de España (que se difunde en todos los países) su artículo:

"Borges y los piqueteros"

Este artículo tiene como propósito describir las causas del declive y la paulatina degradación social, económica y política que ha experimentado la Argentina a partir de cierto momento del siglo XX hasta nuestros días.

Significativamente en todo su escrito, Vargas Llosa no menciona el siniestro papel jugado por la DICTADURA MILITAR de los Videla, Galtieri y Massera, quienes en menor escala numérica cometieron peores barbaridades que los nazis de Adofo Hitler en defensa de lo mismo que defiende Vargas Llosa: el capitalismo, el dominio de la gran burguesía vía las corporaciones multinacionales, el poder del FMI y el Banco Mundial, en suma del mantenimiento del oprobioso Poder Mundial.

Esta degradación moral de Vargas Llosa, que hace abstracción de la peor dictadura fascista que haya asolado la América Latina, parece confirmarse de manera definitiva con su cada vez mayor proximidad con el genocida y ratero Alan García Pérez, con el mismo que en 1,986 había trazado una zanja moral y ética que parecía infranqueable.

Ahora Vargas Llosa soslaya la naturaleza criminal del genocida de los penales y prohijador del Comando Rodrigo Franco ( el grupo colina de Alan García) y lo alaba por su conversión al neoliberalismo.

En estos días Vargas Llosa mira hacia el techo y no recuerda la naturaleza y prontuario criminal de quien saqueó como nadie las arcas estatales para hacerse rico vía casos plenamente comprobados como la reventa de aviones Mirage, las suculentas coimas que recibió por la concesión del Tren Eléctrico y por el depósito de las reservas internacionales peruanas en el BCCI, quizás porque hogaño García Pérez es un perrito faldero y consagrado sirviente de banqueros y oligarcas.

Ahora Vargas Llosa se olvida de sus feroces críticas al "mercantilismo" (ese enriquecerse de los empresarios gracias a su proximidad al poder político) y se acerca al amigazo y gestor de negocios de "Pepe" Graña.

Ahora Vargas Llosa abandona la defensa de "los principios y valores democráticos" para pasar por agua tibia al actual socio y aliado de los excrementicios fujimoristas, al que declara que "como presidente puedo evitar que salga elegido quien yo no quiera", al que ha ordenado copar el Poder Judicial con el propósito de encubrir las raterías y latrocinios de su podrido régimen.

Ahora Vargas Llosa no abre la boca en defensa de los comuneros piuranos de Huancabamba masacrados y torturados por una empresa de seguridad privada donde fue directivo su amigo "libertario" Vega Llona, todo en en aras de las utilidades de una corporación minera.

En suma la capitulación moral del pobre Mario....se suma a Pablo Macera.