domingo, 15 de enero de 2012


Matrimonio en Bombay



15 de enero de 2012
Escribe Mario Vargas Llosa

Roberto es un peruano de Lima y Nus una india de Bombay. Ambos estudiaron en Estados Unidos y trabajan para una compañía de publicidad transnacional. Se conocieron en Nueva Delhi, se enamoraron en Shanghái donde fueron a hacer una campaña publicitaria y ahora residen en Nueva York. Allí tomaron la decisión de casarse. El matrimonio se celebrará en Bombay, residencia de la familia de la novia. Como Roberto es hijo de unos amigos muy queridos, Patricia y yo hemos venido a acompañarlos y, con nosotros, más de un centenar de forasteros de medio mundo, sobre todo, peruanos.
Este enlace y estos amores son un producto de la globalización, no hubieran sido posibles unos años atrás. Nus es la primera persona de su extenso linaje que se casa por amor. Hasta ahora, en su familia los matrimonios fueron siempre arreglados, como sigue ocurriendo en innumerables hogares indios, y, principalmente, entre las familias de religión musulmana que, como los progenitores de Nus, pertenecen a la secta Bohri, de un millón de prosélitos, caracterizada por su fidelidad a la tradición.
Cuando Nus informó a sus padres que quería casarse con Roberto, aquéllos se alarmaron. Su madre le propuso un muestrario de pretendientes, pero ya que la muchacha no daba su brazo a torcer, la familia aceptó conocer al exótico joven procedente del Perú –y, encima, de familia nazarena– que aspiraba a desposar a su hija. Roberto vino a Bombay, se las arregló para pasar el examen y seducir a sus futuros parientes políticos, los que, finalmente, consintieron a la boda.
Ésta durará cuatro días y constituirá una obra sutil de equilibrio religioso, musical, sociológico, diplomático e idiosincrático. El primer día consta de una ceremonia privada a la que asisten sólo las familias. Se firma el contrato matrimonial y el abuelo de Nus la “entrega” simbólicamente a su novio. Los otros tres días consisten en fiestas y cenas copiosas, con bailes, canciones, espectáculos y manjares donde se alternan la tradición y lo moderno, el oriente indio, la América gringa e hispánica y fogonazos del resto del mundo.
El Hotel Taj Mahal Palace, ya restaurado en su antigua magnificencia de los estragos que le infligieron unos terroristas venidos de Pakistán, que destrozaron sus instalaciones y las sembraron de sangre y de cadáveres,  es el escenario de la ceremonia llamada Mehndi. A los invitados hombres nos enturbantan y a las damas unos diligentes diseñadores les bordan en las manos y en los pies los delicados encajes “henna”, portadores de buena suerte, con una tintura que se irá desvaneciendo al paso de los días. Las guayaberas y las chaquetas se entreveran con los blusones y las camisolas, las sandalias y pantuflas con los zapatos, así como los saris delicados con atrevidas minifaldas occidentales. De acuerdo a las instrucciones, se evitan los atuendos en blanco y en negro. Hay un colorido espectáculo de  bailarinas, cantantes y músicos de Rajastán y una comida estrictamente vegetariana, de misteriosa factura y ardiente como el fuego. Que no se sirva gota de alcohol no es obstáculo para que los jóvenes, la gran mayoría de asistentes, se lancen a bailar las danzas locales y formen al poco rato una algarabía frenética, haciendo figuras, rondas, trencitos, en torno a los novios que presiden la fiesta en estado de trance. Yo resisto hasta la medianoche pero aquello se alarga hasta el amanecer.
La fiesta del día siguiente, llamada Sangeet, es informal y más latina que india. La terraza del Hotel Intercontinental, que mira al Mar de Arabia, ha sido transformada en una explanada caribeña –uno se creería en Santo Domingo,  Cartagena o Jamaica– y la música que atruena la noche son merengues, cumbias, mambos, guarachas, románticos boleros y, por fin, las indescifrables danzas modernas norteamericanas. Se brinda con vino, champagne, whisky, y los indios, ahora en franca minoría ante los latinos, toman el desquite cuando los amigos y amigas de los novios presentan un número de danza inspirado en los melodramas musicales de Bollywood, la más fecunda productora de películas del mundo –cerca de mil al año y en treinta lenguas distintas– que tiene sus desarrapados estudios en las afueras de Bombay. Es divertido, cómico, simpático, y acaba de romper las barreras de idiomas, creencias y costumbres y confundir a todos los jóvenes en un jolgorio de sincretismo exaltado y glorioso. Cuando me arrastro hasta mi hotel, aquello sólo está empezando.
La ceremonia del último día, Walima, es la más bonita y llamativa. En ella no se bebe alcohol ni se bailan danzas modernas, se desfila por la calle y luego, en un hermoso jardín vecino al Paseo Marítimo, se felicita y despide a los novios, mientras se degustan las especialidades culinarias de la comunidad Bohri preparadas por la familia de Nus. El atuendo indio prevalece y muchos extranjeros llevan también Salwaar Kameez, blusas y faldas Lehenga, saris, chaquetas Nehru, turbantes y babuchas. El desfile callejero, desde el Trident Hotel, dura varias cuadras. Los novios van en lo alto de una carroza decorada con flores y tirada por caballos, mientras a su alrededor  parientes y amigos cantan alabanzas y hacen votos de buena fortuna para los recién casados. Una pequeña orquesta con cornetas, tambores y platillos escapada de una película de Fellini preside el cortejo.
La gente de las veredas y los autos sonríe, saluda, envía buenaventuras y, de pronto, descubro que, también aquí, entre las bellas muchachas envueltas en sedas, los caballeros elegantes y las damas que lucen sus joyas, se han entreverado los mendigos: ancianos, hombres y mujeres, niños que apenas han aprendido a andar, con las manos estiradas, luciendo sus harapos, su ceguera, sus muñones, su delgadez esquelética, su desamparo. Son la presencia brutal de la realidad en este cuento de hadas.
Las estadísticas dicen que la India, la más grande democracia del mundo, viene dando una formidable batalla contra la pobreza, creciendo desde hace quince años a un promedio parecido al de China –entre un 9 y 10 por ciento anual– y que cada año millones de pobres dejan de serlo y se incorporan a las pujantes clases medias.  Todo ello es cierto. Pero las verdades estadísticas no dicen nunca toda la verdad. Lo que ocultan (y esto vale también para China, Brasil y todos los nuevos gigantes) es que, a pesar de ese admirable progreso, decenas y, acaso, centenas de millones de indios han quedado atrás, varados, y no tendrán ya la oportunidad de salir del infierno de miseria y desesperanza.
Eso es lo que nos recuerdan los mendigos de esta fascinante y estremecedora ciudad cuyas calles atestadas parecen salidas de las parábolas de Borges sobre el infinito y la vertiginosa eternidad. Están por todas partes, callados, pacíficos, terribles: a las puertas del Museo Nacional y sus hermosas colecciones de pinturas nepalesas y tibetanas; en torno a la desvencijada mansión victoriana Mani Bhavan , donde vivió el asceta Mahatma Gandhi que con su limpia palabra y sus ayunos derrotó al imperio británico; al pie de la Puerta de la India y en los andenes y escalinatas de la Victoria Terminus Station, tan presente en las historias de Rudyard Kipling,  parecida a la estación St. Pancras de Londres, pese a las capas de mugre que recubren sus relojes, lampadarios, balcones, asientos y techos, ventanales y paredes de falso gótico, y están también en el embarcadero donde los turistas suben a los barquitos que los llevarán a la isla de Elefanta, a ver las monumentales esculturas de Shiva excavadas en las grutas.
Están allí porque en Bombay, a diferencia de lo que ocurre en Lima, Madrid, México o Río de Janeiro, la pobreza y la riqueza no tienen sus barrios acotados para que aquella no turbe ni asuste a quienes disfrutan de una vida digna. No, en esta ciudad  ricos y pobres andan mezclados de manera inextricable y, por ejemplo, la casa-rascacielos del multibillonario Ambaní, uno de los hombres más ricos del mundo, levanta hacia los cielos sus trescientas habitaciones desde una barriada donde deben apiñarse las familias más menesterosas de la ciudad.
Roberto y Nus, claro está, no pueden pensar en este momento en estas cosas tristes. Allí están, jóvenes, apuestos, ella bellísima en sus gráciles sedas, maquillada con arte impecable, y él, desenvuelto como si hubiera llevado toda la vida ese atuendo oriental. Reciben las felicitaciones con alegría y esperan el instante final, el de “los zapatos nuevos”, que, al ser entregados por la madre del novio a Nus, marcarán el término de la boda.
¿Serán felices? Para casarse han tenido que vencer enormes obstáculos, un excelente comienzo. Un matrimonio feliz es una empresa común y exige tanta dedicación, fervor, paciencia e insistencia como una gran novela. Gentes de cinco continentes y una veintena de países hemos venido aquí a exigirles que sean felices. No deberían defraudarnos.

domingo, 1 de enero de 2012


El Orden Espontáneo



Escribe Mario Vargas llosa
01 enero de 2012
Fuente original La República
El Negro Cucaracha fue uno de los capos indiscutidos de una de las cárceles de Lima durante muchos años y, me dicen, tiene el cuerpo hecho un crucigrama de cicatrices de tanta cuchillada que recibió en esos tiempos turbulentos. Es un moreno alto, fornido y de edad indefinible a cuyo paso la gente de Gamarra se abre como ante un río incontenible. Me lo han puesto de guardaespaldas y no sé por qué pues en este rincón de La Victoria me siento más seguro que en el barrio donde vivo, Barranco, donde no son infrecuentes los atracos con pistola.
El Negro Cucaracha es ahora un hombre religioso y pacífico. Se ha vuelto evangélico, anda con una biblia en la mano y en el largo paseo me recita versículos sagrados y me habla de redención, arrepentimiento y salvación con esa seguridad del creyente radical que a mí siempre me pone algo nervioso.
Gamarra comienza donde termina Mendocita, ahora un sector de La Victoria de clase media modesta, donde, en mi primer año universitario, 1953, yo participé en una encuesta para averiguar la composición social de la que era entonces la barriada más pobre y violenta de Lima, recién formada por migrantes que bajaban de la sierra en busca de trabajo. Mendocita ha progresado mucho desde entonces, pero lo que constituye un prodigio de desarrollo es la contigua Gamarra, paraíso de la informalidad y el capitalismo popular, y soberbio ejemplo de lo que Friedrich A. Hayek llamó el orden espontáneo. En este puñado de manzanas cuya densidad demográfica a estas horas de la mañana es la de un hormiguero, se produce más riqueza y hay más transacciones comerciales que sin duda en ningún otro lugar del Perú. Y por aquí no pasó el Estado ni gobierno alguno, ni las instituciones financieras formales, ni los créditos bancarios ni las normativas del Perú oficial. Todo esto que fermenta a mi alrededor con un dinamismo enloquecido es una creación de provincianos pobres y misérrimos que, huyendo del hambre, el desamparo y la violencia, dejaron sus aldeas andinas y, como no encontraron en la capital el trabajo que buscaban, tuvieron que inventárselo.
He venido porque hace unos días un empresario amigo que conoce bien Gamarra me contó algunas anécdotas sobre los personajes del lugar que me dejaron estupefacto. Me habló de un puneño al que llamaremos Tiburcio, a quien vio llegar a Lima muy joven, con poncho y ojotas, que sobrevivió vendiendo chupetes por las calles, y que ahora alquila tiendas y talleres de manufactura en estas calles por dos millones de dólares al mes. No exageraba ni una pizca. Tiburcio es uno de los íconos del barrio. Tiene once edificios, incontables tiendas y talleres y, desde hace poco, una fábrica de etiquetas en México.
Me recibe en el más moderno de sus locales y me muestra orgulloso una foto panorámica del minúsculo pueblecito, a orillas del lago Titicaca, donde nació. Habla un buen español, con música aimara, y despide energía y optimismo por todos los poros de su cuerpo. ¿Cómo lo hizo? Trabajando día y noche, ahorrando lo que podía y durmiendo en las calles, al principio. Lo ayudaron otros puneños que habían ya progresado y, por eso, él ayuda a los provincianos que vienen a Lima sin otro capital que su voluntad de salir adelante. Me asegura que el dinero que presta se  lo devuelven en el 99 por ciento de los casos. “Me sobran dedos en las manos para contar las veces que me han estafado. Y eso que nunca pedí recibo por los préstamos”. Ha crecido tanto que, ahora, intenta formalizar por lo menos una parte importante de sus negocios y, para ello, ha contratado como gerente al primer banquero que le abrió una cuenta corriente.
Son pocas las transacciones que se hacen en Gamarra que figuran en contratos. Prima la palabra, que es sagrada, y el que la viola la paga: se le cierran todas las puertas y se vuelve un apestado. Le conviene huir y no volver por estos lares. Por doquier me dicen que la delincuencia es menor que en otros barrios y que no son muchos los dueños de negocios y locales que tienen seguridad privada. 
El precio de la propiedad alcanza cifras vertiginosas. Mi amigo me jura que, aunque parezca imposible, no hace mucho se vendió un local en el epicentro de Gamarra ¡a 28 mil dólares el metro cuadrado! Es decir, más caro que los barrios más caros de Nueva York, Fráncfort, Zúrich o Tokio.
Se comercia de todo pero principalmente paños y telas, y ropa que es confeccionada en talleres del mismo barrio. Son centenares, equipados con maquinaria muy moderna, y miríadas de trabajadores de ambos sexos que hilan, cortan, cosen y empaquetan a un ritmo frenético, a menudo oyendo huaynos y música chicha por altoparlantes a todo volumen. Algunos talleres están en las alturas, con una vista circular sobre el centro de la ciudad y los cerros aledaños, y otros en sótanos atestados que se hunden cuatro o cinco pisos en el subsuelo limeño. Mañana y tarde un verdadero río de camiones, camionetas, autos y hasta carretillas y motos se llevan esa mercadería por todos los rincones del Perú y también al extranjero.
Una de las tiendas mejor provistas es la de don Moisés (tampoco éste es su nombre). Es uno de los más antiguos y respetados comerciantes del barrio. Todos hablan de él con reverencia y gratitud. No es un provinciano sino un criollo, uno de los pocos que representa a Lima en este Perú en pequeño formato que es Gamarra. Según él, este emporio nació en los años sesenta, cuando algunos migrantes advirtieron que los camiones que traían animales y artículos de panllevar al Mercado Mayorista regresaban vacíos al interior del país. Se les ocurrió entonces utilizar ese transporte para enviar mercancías a sus pueblos y así comenzó a rodar la bolita de nieve que convertiría este pedazo de la vieja Lima en el vórtice de trabajo y riqueza que es ahora.
Los empresarios y comerciantes de Gamarra son unos liberales que se ignoran. Desconfían del Estado y del gobierno y repiten como un mantra: “¡Si sólo nos dejaran trabajar!”. Ahora se quejan de la disposición que prohibió temporalmente y aún mantiene ciertas restricciones para importar hilados de la India, una medida que, dicen, ha conseguido el lobby de los productores de hilados nacionales, más caros y menos variados que los que traían de Bombay o Kerala. Eso encarece sus costos y favorece a los fabricantes colombianos, sus grandes competidores en el mercado manufacturero nacional y americano. ¿Qué quisieran, pues? Que se abrieran las fronteras y la globalización de la que tanto se habla fuera una realidad también en el Perú.
Las horas que paso en Gamarra me ilustran mejor que muchos estudios sobre el Perú de nuestros días. En las elecciones del año pasado, cuando advirtieron que los pobres del Perú votarían por Ollanta Humala, las clases dirigentes (que nunca han dirigido nada y vivido casi siempre del mercantilismo) entraron en pánico y, creyendo que se venía un segundo Hugo Chávez, volcaron todo su poderío a favor de Keiko Fujimori, la hija del dictador que cumple 25 años de cárcel por asesino y por ladrón. Pese a ello, esta última perdió la elección. Humala ha respetado escrupulosamente la Hoja de Ruta que prometió seguir en la segunda vuelta electoral, es decir, mantener la democracia y las políticas de mercado que en los últimos once años han traído al Perú un desarrollo sin precedentes en su historia.
¿Por qué el presidente Humala tomó distancia de Hugo Chávez y adoptó las políticas de Brasil, Uruguay o Colombia? Más que por una conversión ideológica, por una percepción clara de la realidad: porque, para que sea posible la inclusión social que es su objetivo primordial, es indispensable que haya riqueza y empleo y para ello no hay otro camino que el que siguen los hombres y las mujeres de Gamarra. Estos descubrieron a través de su experiencia algo que todavía muchos dirigentes de la izquierda, cegados por la ideología, se niegan a aceptar: que el verdadero progreso social no pasa por el estatismo ni el colectivismo –inseparables a la corta o a la larga de la dictadura– sino por la democracia política, la propiedad privada, la iniciativa individual, el comercio libre y los mercados abiertos.
El Perú va por el buen camino y ni la derecha fujimorista ni la izquierda obtusa y anacrónica están por el momento en condiciones de apartarlo de él.