08 de abril de 2012
Escribe Alonso Cueto
La tesis central de La civilización del espectáculo (Alfaguara) de Mario Vargas Llosa es que la nuestra está signada por el culto al entretenimiento y a la frivolidad. Este hecho tiñe todos los aspectos de lo que conocemos como nuestra civilización y ha desvalorizado nuestra noción de la cultura. La política, la ciencia, las comunicaciones, el arte, la religión, tal como son entendidas hoy, están definidas como un intento por exhibir o impresionar y no por reflexionar o explorar. La vieja frase de Oscar Wilde según la cual conocemos “el precio de todo y el valor de nada”, se ha plasmado. Los límites entre valor y el precio han desaparecido a favor de este último. Hoy lo que vende, lo que hace titulares, lo que escandaliza es también considerado lo que vale y lo que cuenta.
Este empobrecimiento coincide con la desaparición de las fronteras entre lo privado y lo público. Lo privado, el espacio en el que se ha cultivado el gran arte, el erotismo, el pensamiento, la meditación religiosa, y la inteligencia, ha sido colonizado y destruido por el gran ojo público. Si Orwell predijo que el Gran Hermano iba a vigilarnos, no imaginó que ese ojo tendría la forma de los medios de comunicación y que su efecto sería esclavizarnos a su mirada. Hoy el “ampay” a una estrella o el porro de Antauro son mucho más efectistas y cotizados que cualquier otra noticia.
Los ejemplos que ofrece Vargas Llosa son numerosos y convincentes. Uno de los más notorios es el mercado del arte en el que un creador discutible como Damien Hirst vende becerros dorados o tiburones preservados en formol por millones de libras esterlinas. Al no haber una crítica seria o influyente, su valor estético no existe y por lo tanto se deriva de su precio en el mercado. Otro es la literatura. Thomas Mann, Faulkner o Proust han sido reemplazada por autores azuzados por la primera necesidad del mercado: impactar a la mayor cantidad de lectores para que sus libros puedan venderse. En cuanto al periodismo literario, el libro ofrece una comparación elocuente. Hubo un tiempo en el que Edmund Wilson definía la calidad de los libros. Hoy día lo hacen los programas televisivos de Oprah Winfrey.
Los ejemplos que ofrece Vargas Llosa son numerosos y convincentes. Uno de los más notorios es el mercado del arte en el que un creador discutible como Damien Hirst vende becerros dorados o tiburones preservados en formol por millones de libras esterlinas. Al no haber una crítica seria o influyente, su valor estético no existe y por lo tanto se deriva de su precio en el mercado. Otro es la literatura. Thomas Mann, Faulkner o Proust han sido reemplazada por autores azuzados por la primera necesidad del mercado: impactar a la mayor cantidad de lectores para que sus libros puedan venderse. En cuanto al periodismo literario, el libro ofrece una comparación elocuente. Hubo un tiempo en el que Edmund Wilson definía la calidad de los libros. Hoy día lo hacen los programas televisivos de Oprah Winfrey.
La frivolización del periodismo con su búsqueda de titulares y la del erotismo, con su banalización y masificación del sexo, son otros temas del libro. Me parece especialmente interesante la crítica a la frivolización de la religión. Al contrario de lo que algunos pudieran suponer, Vargas Llosa señala la enorme importancia que tiene la religión como un motivador de la moral y un aglutinador de la espiritualidad social. Aunque advierte la necesidad de un Estado laico, también subraya la importancia de la enseñanza de la religión no sectaria en la marcha social para evitar que “la cultura no degenere al ritmo que lo viene haciendo”. Uno de los temas más fascinantes es el de la relación entre la crisis de la religión y la crisis del capitalismo.
Quizá el pasaje que mejor sintetiza el espíritu del libro es el que aparece en la Reflexión final: “Nunca hemos vivido, como ahora en una época tan rica en conocimientos científicos y en hallazgos tecnológicos, ni mejor equipada para derrotar la enfermedad, la ignorancia y la pobreza, y, sin embargo, acaso nunca hayamos estado tan desconcertados respecto a ciertas cuestiones básicas como qué hacemos en este astro sin luz propia que nos tocó, si la mera supervivencia es el único norte que justifica la vida, si palabras como espíritu, ideales, placer, amor, solidaridad, arte, creación, belleza, alma, significan algo todavía y si la respuesta es positiva, qué hay en ellas y qué no”.
Mientras que la cultura fue en el pasado uno de los espacios en los que estos temas se abordaban, añade el autor, hoy parece más bien el terreno en el que todos los problemas se olvidan o soslayan. En el texto final, que reproduce el discurso al recibir el premio de la Paz de los editores alemanes en 1996, Vargas Llosa recuerda que inició su carrera literaria en una época en la que se valoraba el impacto moral de los libros. No es casual, me parece, que desde entonces sus protagonistas (de Alberto a Casement) sean héroes morales. Recordando la frase de Sartre, para Vargas Llosa las palabras eran y son actos.
Hoy, en cambio, las palabras no son actos sino con frecuencia caricias al consumidor. Son palabras hechas para desaparecer. El ensayo de Vargas Llosa me recuerda las ideas de Zygmund Bauman, sobre la “modernidad líquida”. Según Bauman la vida moderna ha suprimido las identidades fijas. La única identidad deseable hoy es la mudable y adaptable a las nuevas situaciones. La concepción del tiempo actual es “puntillista” y discontinua. Está hecho para la fugacidad, es decir para el olvido. Este culto a lo mudable hace que la identidad dependa de las exigencias del cliente, uno de los presupuestos de la civilización del espectáculo.
El libro de Vargas Llosa puede parecer un libro pesimista pero no lo es. En la civilización del espectáculo, más que nunca, se pueden dar las condiciones para un renacimiento de la reflexión. Este libro es una de las protestas más inteligentes y hermosas a un tema esencial de nuestro tiempo. Está escrito con pasión y se lee del mismo modo. Como siempre con su autor, es un libro transgresor.
¡Qué suerte tenemos de que aún siga habiendo gente como don Mario Vargas Llosa! Sinceramente estupendo.
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