martes, 19 de enero de 2010


La “Libertad” del Sr. Vargas Llosa

Escribe Nicolás Lynch
12 de diciembre de 1988
La República

Como la platina de los chocolates caros, bonita, es la cáscara de lo que escribe Mario Vargas sobre “La Cultura de la Libertad” (separata de El Comercio el 12/11/88). Lo envuelto, sin embargo, contiene engañosas aproximaciones.

La Libertad, según el autor, es idea abstracta que camina a saltos por las nubes de la historia y aparece, por accidente o descuido de los guardianes de turno, para iluminar dos tipos de genios: el artista y el hombre de negocios. Por difusión, imitación u ósmosis nos contagiaremos de este sentido y de sus bondades, y podremos, ya armados de libertad, proceder a escoger, seguramente, la mejor forma de morirnos de hambre.

Mucho se podrá decir sobre la libertad como idea indeterminada. Pero el asunto cambia cuando se busca la concreción del concepto. Cuando nuestros ejemplos fundamentales dejan de ser los genios y su natural angustia por crear y empezamos a pensar en las gentes comunes y corrientes. La libertad en este caso tiene definición y condiciones sociales de realización. El hombre ( o mujer), puede hacer tal o cual cosa porque existen o han dejado de existir determinadas condiciones sociales. Por supuesto que con esto no queremos decir que en la sociedad toda está programado de antemano, que el azar no juega un rol importante o que los individuos no pueden a su vez influir en los acontecimientos. Pero sí señalar que el mundo no está librado a la arbitrariedad absoluta de las ocurrencias, en especial de los intelectuales, que parecieran, de acuerdo a nuestro interlocutor, ser los que suelen tener ocurrencias.

Esto es especialmente cierto cuando se trata de la libertad, y como bien señala Vargas, de la responsabilidad, de escoger. Tomemos por ejemplo la política, que es a donde apunta quien comentamos. ¿Qué se necesita para tener libertad política? Posibilidad de escoger, nos contestaría cualquier liberal. ¡Cuidado! Diría alguien más aguzado, no solo posibilidad de escoger sino también medios, especialmente materiales, para proceder a hacer una elección adecuada, de lo contrario se corre el riesgo de que sean los candidatos quienes escojan a sus electores. Extraña puede parecer la paradoja pero cuanto menor es el control de los recursos y espacios económicos y sociales por los pueblos, mayores son las posibilidades de manipulación por parte de las élites políticas. Por lo tanto, libertad de escoger y la responsabilidad que ella conlleva como elementos fundamentales de la libertad política, sí, porque de lo contrario esa libertad no existe, pero sobre la base de un control colectivo de los recursos económicos y sociales, que garantice a cada individuo el mínimo indispensable para ejercer sus derechos.

Es pues tramposo señalar, tal como hace Mario Vargas, que nuestros pueblos en América Latina, aunque pobres, incultos, frustrados y desamparados saben que quieren ser libres. Porque una cosa no va separada de la otra. El bienestar y la libertad se presuponen mutuamente. No hay otra forma de ser libre que superando la pobreza y la frustración y esa, Sr. Vargas, no es una empresa única ni principalmente individual, sino colectiva, que implica solidaridad y cooperación más que egoísmo y competencia.

Llegamos aquí a uno de los debates fundamentales de nuestro tiempo, que Vargas por lo menos evita dejar en claro. ¿Cuál es el motor del progreso social? El individuo, en uso de su libre albedrío, quien pugnando por sus intereses particulares empuja la sociedad hacia adelante, o el colectivo social que como conjunto y espacio de realización individual promueve el desarrollo del todo. Para la filosofía utilitaria, base del punto de vista burgués, se trata de lo primero. Para el socialismo, en cambio, de lo segundo.

No se trata por ello de decir únicamente que el logro más importante de la civilización moderna o industrial es la aparición del “hombre singular” y su consecuente “soberanía individual”, porque estaríamos viendo nada más que una parte del fenómeno desde un solo punto de vista, el utilitario o burgués.

La modernidad significó para civilización occidental la aparición de la sociedad como una entidad formada por hombres libres, en tanto iguales ante la ley, es decir, en tanto ciudadanos. El individuo, su consideración ante la ley, y sus derechos como persona humana son posibles entonces por su existencia social.

Lo grave sería caer en el error trágico de creer que primero hay necesidad del bienestar material para luego poder acceder a la libertad o ser digno de ella. Razonamiento que parece estar detrás de más de una dictadura burocrática que en aras de instaurar primero la justicia dejó la libertad para las calendas griegas, anulando a la postre las posibilidades de ambas. Pero el pensamiento socialista que como pocos y por su misma entraña se nutre de la experiencia, recupera hoy en casi todas sus versiones la unidad de justicia y libertad, la combinación creadora de responsabilidad colectiva y esfuerzo individual.

Es este paradigma de justicia y libertad el que asusta a los liberales del siglo XIX (entre la últimas dos categorías creemos encontrar al autor que nos ocupa). Porque la unidad de justicia y libertad sólo puede ser logro colectivo, de hombres (y mujeres) demasiados corrientes para poder compararlos con los genios, de gente que desprecian jerarquías impuestas y quieren apropiarse de su destino sin hacer muchas preguntas. No sabemos cuán épica y digna del goce estético será esta aventura aún pendiente pero sí podemos adelantar que los principales beneficiarios de la libertad que se logre no serán intelectuales u hombres de negocios, sino el pueblo llano.

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