NOVIEMBRE DE 2010
Estas son las memorias de una infancia feliz en la ciudad boliviana de Cochabamba y al mismo tiempo el testimonio del inicio de una vocación: la de enriquecer la vida diaria creando ficciones.
La casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde viví mis primeros años, tenía tres patios. Era de un solo piso y muy grande, por lo menos en mis recuerdos de esa edad, inocente y feliz. Lo que es para muchos un estereotipo –el paraíso de la infancia– fue para mí una realidad, aunque, sin duda, embellecida desde entonces por la distancia y la nostalgia.
En ese edén, el escenario principal es aquella casa de pesado portón que se abría sobre un zaguán de techo cóncavo donde se repetían las voces. Desembocaba en el primer patio, cuadrado, de altos árboles que permitían reproducir las películas de Tarzán, en torno al cual se alineaban los dormitorios. El último año que vivimos allí, uno de esos cuartos fue el consulado del Perú, que, por razones de economía, mi abuelo trasladó de un edificio de las cercanías de la Plaza de Armas a la casa familiar. Al fondo de ese patio había una terraza con pilares, protegida por lonas contra el sol, en la que el abuelo solía cabecear sentado en una mecedora. Oírlo roncar, la boca abierta como invitando a las moscas, nos mataba de risa a mis primas y a mí. Por allí se entraba al comedor, alborotado siempre los domingos cuando la vasta tribu familiar comparecía en pleno para dar cuenta de los picantes y de ese postre que preparaban la abuela Carmen y la Mamaé, la felicidad de todo el mundo: sopaipillas.
Venía después un pequeño corredor, a la derecha del cual estaba el cuarto de baño, que unía el primero con el segundo patio, este de tierra, en el que se hallaban la cocina, una despensa y los cuartos de la servidumbre. Al fondo, una verja de madera con una puertecita chirriante dejaba entrever el tercer patio, que antaño debió de haber sido una huerta con hortalizas y frutales. Entonces era ya solo un descampado; servía de corral y, por temporadas, de zoológico, pues en una época habitó allí una cabrita y en otra un mono, ejemplares ambos traídos por mi abuelo de la hacienda de Saipina, en el rumbo de Santa Cruz, adonde llegó desde Arequipa, enviado por la familia Said, a introducir el cultivo del algodón. Y hubo también una lorita parlanchina que, imitándome, chillaba “¡Abueelaaa!” todo el santo día. Allí estaban el lavadero y unos cordeles en los que había siempre, flameando al viento, las sábanas, los manteles y las ropas de la familia que la lavandera venía a lavar y planchar cada semana. El jardinero, Saturnino, era un indio viejecito que me cargaba en hombros; el día del retorno de la familia Llosa al Perú fue a despedirnos a la estación del tren; lo recuerdo, abrazado a la abuelita Carmen, sollozando.
Allí vivía mucha gente. El abuelo Pedro y la abuela Carmen, la Mamaé, mi mamá y yo, el tío Juan y la tía Laura y sus dos hijas, las primas Nancy y Gladys, el tío Lucho y la tía Olga; y en esa casa nació la primera hija de estos últimos, Wanda, en una tarde memorable en que, contagiado por la agitación que caldeaba el ambiente, me trepé a uno de los árboles del primer patio para espiar lo que ocurría. No debí de enterarme de gran cosa pues solo más tarde, en Piura y en 1946, supe cómo venían al mundo los niños y cómo los fabricaban sus papás. El tío Jorge también vivió allí hasta casarse con la tía Gaby, y el tío Pedro, cuando aparecía en Cochabamba a pasar las vacaciones, pues estudiaba medicina en Chile. Los empleados del segundo patio eran por lo menos tres, y había además dos figuras intermedias, de incierto estatuto: Joaquín, un muchachito huérfano que recogió el abuelito en Saipina, y Orlando, abandonado por una cocinera de la casa que desapareció sin dejar rastro, y a los que la abuelita Carmen terminó añadiendo a la familia.
La prima Nancy tenía un año menos que yo y la prima Gladys dos. Eran unas magníficas compañeras de juegos, cómplices de todas las aventuras que yo tramaba, inspiradas de costumbre en las películas que veíamos en el cine Roxy y en el Teatro Achá, en las matinées de los sábados o las matinales del domingo. Las seriales eran formidables –tres capítulos por función y duraban varias semanas–, pero la película que nos llegó al alma y nos hizo llorar, reír y sobre todo soñar, y que repetimos varias veces –a mí me convenció de que debía ser torero– fue Sangre y arena, con Tyrone Power, Linda Darnell y Rita Hayworth.
Las diversiones cochabambinas eran infinitas. Había los paseos a CalaCala y a Tupuraya, donde la familia de la tía Gaby tenía una casita de campo, y las retretas de los domingos al mediodía, luego de la misa de once, en la Plaza, y las rojizas empanadas salteñas que ofrecía un restaurante de los portales. Había los circos, que venían para la época de fiestas patrias, y cuyos maromeros, equilibristas y domadores hacían latir muy fuerte el corazón y los benditos payasos, que nos hacían reír a carcajadas (mi primer amor platónico fue una trapecista de malla rosada). Había los excitantes y empapados Carnavales –mis primas y yo lanzábamos globos llenos de agua desde los techos a los transeúntes de la calle Ladislao Cabrera–, en que, durante el día, veíamos a tíos y tías y a sus amigos enfrascados en intensas batallas líquidas con cascarones, globos, baldazos y manguerazos, y, en las noches, partir a las fiestas disfrazados y con antifaces. Había la Semana Santa, con sus misteriosas procesiones y el recorrido de iglesias para rezar las estaciones de la Pasión. Y, por encima de todo, las Navidades, la venida del Niño Jesús (Papá Noel aún no existía) con los regalos, la noche del 24 de diciembre. La preparación de esa fiesta de fin de año era larga y puntillosa y sus rituales iban atizando la imaginación. La abuelita y la Mamaé, estorbadas por nosotros, sembraban el trigo en las latitas que irían a decorar el Nacimiento, cuyos pastores, reyes magos, soldados romanos, apóstoles, ovejitas, burritos, la Virgen, San José y el Niño, se guardaban en un baúl con incrustaciones metálicas que solo se abría de año en año: al levantarse la tapa, un fuerte olor a naftalina penetraba en las narices. Lo importante, para mis primas y para mí, era escribir la carta al Niño Dios, pidiéndole los regalos que depositaría la Nochebuena al pie de nuestra cama. Antes de aprender a escribir, le dictábamos la carta al abuelo Pedro y la firmábamos con un palote. La discusión de lo que pediríamos nos desvelaba y ocupaba días. A medida que se acercaba la fecha, el nerviosismo, la curiosidad y la expectativa crecían hasta extremos indescriptibles. La noche del 24 ni los abuelos, ni mi mamá ni los tíos Juan y Lala tenían que apurarnos para que, acabando de comer, nos zambulléramos en la cama. ¿Vendría? ¿Habría recibido las cartas? ¿Traería todos los pedidos?
Me acuerdo haberle encargado unos anteojos de aviador como los que llevaba Bill Barnes, unas botas idénticas a las del “jovencito” (el héroe) de una serial de exploradores, palitroques, mecanos y cosas parecidas, pero, desde que aprendí a leer, libros, siempre libros, largas listas de libros, que iba primero a seleccionar a la salida del colegio a una librería de la calle General Achá, donde se compraban cada semana las revistas para toda la familia: Para ti y Leoplán para la abuelita, la Mamaé, mi mamá y las tías, y para mí y mis primas El Peneca y Billiken (la primera era chilena y la segunda argentina).
Aprendí a leer cuando tenía cinco años –en 1941, pues–, en mi primer año de primaria del Colegio de La Salle. Mis compañeros de clase tenían un año más que yo, pero mi mamá se empeñó en matricularme porque mis travesuras la volvían loca. Nuestro profesor era el Hermano Justiniano, delgadito, angelical y con la cabeza blanca casi rapada. Nos hacía cantar las letras, uno por uno, y luego, cogidos de las manos, en rondas, deletrear, identificar las sílabas en cada palabra, reproducirlas y memorizarlas. De los coloreados silabarios con animalitos pasamos al librito de historia sagrada y por fin a las historietas, los poemas y los cuentos. Estoy seguro de que en esas Navidades de 1941 el Niño Dios depositó en mi cama una pila de libros de aventuras, de Pinocho a Caperucita Roja, del Mago de Oz a la Cenicienta, de Blanca Nieves a Mandrake el Mago.
Aunque los primeros días de clase lloré –mi mamá tenía que acompañarme hasta la puerta del aula de la mano–, pronto me acostumbré a La Salle, donde me llené de amigos. La abuelita y la Mamaé me engreían tanto (yo era el niño sin papá y eso hacía de mí el nieto y el sobrino más mimado de la familia) que alguna vez llegué a invitar a los veinte condiscípulos de mi clase –Cuéllar, Tejada, Román, Orozco, Ballivián, Gumucio, Zapata– a tomar té en la casa, para poder repetir en esos tres patios alguna película de masas. Y la abuela y la Mamaé preparaban café con leche y tostadas con mantequilla para todos.
Había diez cuadras exactas de la casa de Ladislao Cabrera hasta La Salle y creo que a partir del segundo de primaria mi mamá ya me permitió ir solo al colegio, aunque, por lo general, hacía el recorrido con algún compañero de la vecindad. Pasábamos bajo los portales de la plaza, donde estaba el estudio fotográfico del señor Zapata, padre de mi gran amigo Mario Zapata, compañerito de carpeta, periodista a quien veinte
o treinta años después asesinarían en CalaCala. El recorrido de esas diez cuadras, cuatro veces al día –los escolares en ese entonces almorzábamos en casa–, era una expedición llena de hallazgos. Por supuesto, detenerse a echar una ojeada a las vitrinas de las librerías y a las carteleras de los cines del camino era
obligatorio. Lo más impresionante que nos podía ocurrir era encontrarnos en plena calle con la imponente figura del obispo, quien, envuelto en sus hábitos morados, su barba blanca y su gran anillo fosforescente, nos parecía olímpico, semidivino. Con unción y una pizca de temor nos arrodillábamos a besarle la mano y recibíamos las dos o tres palabras cariñosas que su fuerte acento italiano derramaba sobre nosotros.
Ese obispo nos dio la primera comunión a mí y buen número de compañeros de clase cuando andábamos en el tercero o cuarto de primaria. Fue aquel un día memorable, precedido por muchas semanas de preparación que nos tuvieron todas las tardes en la capilla del Colegio, recibiendo clases extras de religión de boca del director, el calvo Hermano Agustín de cuadrada mandíbula. Eran unas clases espléndidas, con historias sacadas de los Evangelios y de las vidas de los santos, milagrosas, heroicas, exóticas y sorprendentes, donde la pureza y la fe vencían siempre las más terribles pruebas, con finales felices, en los que los cielos se abrían para recibir con un coro de ángeles a los cristianos mártires, desmenuzados por las fieras en los coliseos paganos o guillotinados por negarse a traicionar al Señor, y de arrepentidos tan desesperados por sus infames pecados que, como el duque de Normandía, llamado también Roberto el Diablo, no vacilaban en vivir a cuatro patas, imitando a los perros, para redimirse ante la Virgen. El Hermano Agustín las refería con elocuencia y pasión, ayudado de grandes ademanes, como un consumado narrador, y ellas quedaban luego chisporroteando en la memoria igual que un fuego de artificio. A medida que se acercaba el día señalado, hubo varios rituales que cumplir: ir a probarse el terno, comprar los zapatos blancos, fotografiarse en el estudio del señor Zapata bajo unos reflectores cinematográficos. Comulgamos de mañana, en una capilla adornada con flores frescas, rebosante de familiares de los comulgantes, y hubo después desayuno multitudinario en el patio del Colegio, con chocolate caliente y pastelitos. Y, luego, otra fiesta, esta familiar, en la casa de Ladislao Cabrera, con primas, tías y tíos y muchos regalos para el héroe del día.
La gran aventura de esa época fue el viaje a Arequipa con mi madre, la abuelita y la Mamaé, en 1940, para asistir al Congreso Eucarístico, en Arequipa, la tierra solar, que se mantenía viva en las anécdotas innumerables y la nostalgia de la familia. Estuvimos alojados en casa del tío Eduardo, que era juez, solterón y bondadoso; su cocinera Inocencia preparaba unos candentes chupes en los que sobresalían unos monstruos crustáceos, de cáscara rojiza y pinzas articuladas que me fascinaron. Recuerdo aquel viaje como una exaltante expedición: el tren de Cochabamba a la Paz; las calles empinadas de la capital boliviana; el vaporcito que cruzaba el Titicaca de noche, hasta la llegada a Puno, en el amanecer. Y, luego, nuevamente, el tren hasta la Ciudad Blanca. Allí estaban tantas cosas conocidas hasta entonces solo de oídas: las casas de sillar; el Misti y los volcanes; la casita donde nací, que me mostraron, en el bulevar Parra; el queso helado y las pastas de La Ibérica. Los rezos y cantos multitudinarios del Congreso Eucarístico me asustaban, y, todavía más, la voz del orador, un hombre importantísimo, de corbata pajarita, que señalaban con el dedo: Víctor Andrés Belaunde. Cuando regresamos a Cochabamba, yo me sentía ya grande.
Esos mis primeros diez años fueron intensos, ocupados en múltiples quehaceres excitantes, de amigos queridísimos y adultos bondadosos a los que era fácil conquistar con gracias y zalamerías. Mi gran aspiración era, por supuesto, que el mayor de los tíos, el preferido –el tío Lucho, que parecía un actor de cine, por el que se morían todas las mujeres– me llevara a alguna de las dos piscinas de Cochabamba –la de Berveley y la de Urioste– en las que aprendí a nadar (casi al mismo tiempo que a leer), el deporte que más me gustó de chico y en el que fui menos malo. Ser tan buen nadador como Tarzán era una tentación que se disputaba a veces en mi espíritu con la decisión de ser torero (aunque, con ciertas aventuras de Bill Barnes, mudaba a aviador). La primera corrida que vi en mi vida fue por esos años, en la placita de toros que estaba en la parte alta de la ciudad, a la que acompañé al abuelo un domingo por la tarde. También en Cochabamba vi mi primera obra de teatro; no me refiero a las veladas y representaciones escolares, sino a un drama de gente mayor, que mis abuelos y mi madre me llevaron a ver, desde un palco del Teatro Achá, en función nocturna. Mi único recuerdo de la obra es que, en un momento dado, ante la consternación de todo el mundo, un señor le daba una sonora cachetada a una señora.
Sin embargo, pese a haberlo pasado tan bien en el mundo real en esos años bolivianos, aún lo pasé mejor en el otro, el inventado, el leído en las historias de El Peneca y Billiken y las novelas de aventuras que devoraba con glotonería. En esa época, los niños, más que verlas, leíamos ficciones: los dibujitos de las tiras cómicas no habían derrotado aún a las historias escritas.
El Pato Donald, el Ratón Mickey y congéneres no eran tan populares como lo serían después, o por lo menos no lo eran para mí ni, creo, para mis amigos cochabambinos. El Peneca y Billiken traían historias que teníamos que coinventar nosotros mismos, usando a raudales nuestra fantasía, a partir de la información que nos alcanzaban las palabras. Esos cuentos y novelitas fueron haciendo de nosotros lectores, en tanto que las historietas con dibujitos, de escuetas palabras suspendidas en unas nubecillas blancas sobre las cabezas de los personajes, como las de la flaca Oliva y el musculoso Popeye, o el Gato con Botas, o la Hormiguita Viajera, en las que el dibujante ya había realizado la operación de visualizar para nosotros la ficción, nos exoneraban de buena parte de aquel esfuerzo mental y en vez de lectores iban formando espectadores, es decir, consumidores más pasivos de lo ilusorio. Probablemente la mía fue la última generación de niños lectores, para los que la necesidad de una vida ficticia se aplacaba sobre todo con la lectura; las que vinieron después saciarían esta sed cada vez menos con palabras y cada vez más con imágenes, primero las de las historietas, luego las del cine y por fin las de la televisión. No lo deploro; me limito a constatarlo, y a consignar mi alegría por haber nacido a tiempo para que las circunstancias hicieran de mí un vicioso de la lectura, vicio no impune, como dijo Valéry, porque él se paga carísimo, en verdad, en insatisfacción y recelo contra la vida tal como es, que nunca puede elevarse hasta las cumbres y descender a los abismos de la que inventamos espoleados por nuestros deseos.
En todo caso, las ficciones de mi niñez boliviana son para mí reminiscencias todavía más cálidas que las de los seres de carne y hueso de esos años. La prueba de la memoria es decisiva. Aunque los recuerdos de mis amigos y mis travesuras de Cochabamba son muy vivos, lo son todavía mucho más los de los países y personajes de la ilusión literaria, que aún centellean en mi memoria. Los bosques de Genoveva de Brabante y los de Ivanhoe, llenos de caballeros con lanzas y armaduras, montados en airosos caballos blancos de crines encrespadas. Los bosques africanos donde Tarzán encuentra a Jane (que le habla en todos los idiomas, sin que él la entienda), le presenta a Chita y la columpia en lianas, por la espesura, salvándola de cocodrilos y caníbales. Los montes ardientes de la misión de San Juan de Capristano, donde resuena el chasquido justiciero del látigo del Zorro. Los mares de Sandokán y de Yañes, y de los terribles corsarios que se batían con cimitarras y puñales de formas complicadas, como el retorcido kris, y en cuyas profundidades se deslizaba, silencioso y fantástico, el Nautilius del Capitán Nemo. Los aires por los que flota el globo de Phileas Fogg, que da la vuelta al mundo en el tiempo justo para ganar la apuesta. Y las heladas y violentas estepas donde cabalga, ya ciego, el valiente Matías Sandorf, el Correo del Zar.
No fue en Bolivia, sin embargo, sino más tarde, ya en Piura, donde viví mi primera pasión literaria: Alejandro Dumas. Los inmarcesibles tres mosqueteros, que eran cuatro –D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramís–, me encandilaron de por vida. Mis últimos años de primaria y los primeros de la secundaria transcurrieron a la sombra de Dumas, cuyas series novelescas –El conde de Montecristo, El collar de la reina, Memorias de un médico, la de los mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne y tantas otras– llenaron esos años de gestos heroicos y ternuras románticas, en un marco de colorido vistoso y espectacular. Pero en Cochabamba tuve un anticipo de ello en los libros de Miguel de Zevaco, Nostradamus y El hijo de Nostradamus, que conseguí que me prestara una joven amiga de mi mamá llamada Julia Urquidi, con quien –piruetas de la vida– terminaría casándome diez años después. Aunque, si tuviera que seleccionar uno solo de esos héroes de ficción cuyos semblantes y peripecias se anteponen a todo lo demás en mi recuerdo de mis primeras lecturas, mencionaría a Guillermo, el personaje inventado por Richmal Crompton. Las aventuras de Guillermo eran unos tomitos de carátula roja, cada uno dedicado a una aventura diferente de ese niño que debía ser de mi edad y con quien compartía no solo los años y unas ansias inaplazables de aventuras; también, tener un abuelito que era a la vez un cómplice y un amigo, pese a la diferencia generacional.
El abuelo Pedro escribía versos festivos, que recitaba a veces en los cónclaves familiares, y tenía un buen número de libros de poesía en una antigua alacena con cristales. Estaba muy orgulloso de su padre, mi bisabuelo, don Belisario Llosa Rivera, abogado, poeta y escritor, de quien conservaba una novelita histórica (Sor María, premiada en un concurso del Ateneo de Lima en 1886) que alguna vez tuve en las manos, antes de que desapareciera en el vértigo de las mudanzas y los viajes en que se vio envuelta mi familia materna (la única que en verdad tuve) desde 1945, cuando, con motivo de la elección de José Luis Bustamante y Rivero a la presidencia del Perú, este, pariente nuestro, nombró al abuelo prefecto de Piura. A mi madre y a los abuelos les encantaba que yo fuera tan aficionado a leer y me alentaban a aprender versos de memoria y a recitarlos ante la familia. Mi abuelita y la Mamaé leían poemas de José Santos Chocano y de Juan de Dios Peza y novelas de Xavier de Montépin –El médico de las locas y ParísLyonMediterráneo–, y una novelita de Vargas Vila (“la única presentable de él”, decían), Aura o las violetas, con muchos puntos suspensivos, que yo hojeaba a trozos. Mi madre tenía en su velador una edición de tapas azules, con estrellitas doradas, de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que me había prohibido leer. Fue el primer libro maldito que leí en mi vida, a escondidas, con sobresalto, y esa fruición especial que despiertan los peligros. Dos versos del primer poema (“Mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ Y hace saltar al hijo del fondo de la tierra”) me intrigaban sobremanera, pero la intuición me advirtió que hubiera sido imprudente pedir a los mayores que me los descifraran.
No hay duda de que mi vocación de escritor se empezó a gestar allí, en esa casa de Ladislao Cabrera, a la sombra de esas lecturas y como una derivación natural de la hipnótica felicidad en que me sumían las peripecias que los libros me permitían vivir, protagonizar, gracias a esa exaltante taumaturgia: leer. Esa vida no era la misma vida de La Salle, mis amigos, la familia y Cochabamba, pero, aunque fuese impalpable, no era menos real, es decir, menos sentida, gozada o sufrida que la otra. Y era, además, mucho más diversa o intensa que aquélla, conformada por las rutinas de cada día. El poder trasladarme, mediante la simple concentración en las letras de un libro, a los abismos marinos, a la estratósfera, al África, Inglaterra, Bélgica o los mares de Malasia, y del siglo xx retroceder en el tiempo a la Francia de Richelieu y Mazarino, y, con cada personaje de la ficción, cambiar de piel, de cara, de nombre, de oficio, de amores, de destino, encarnar de este modo a tantas personas distintas sin dejar de ser yo mismo, fue un milagro que revolucionó mi vida y la imantó desde entonces a los maleficios de la ficción. Nunca me cansaría de repetir esa magia, con la fascinación y el entusiasmo de mis primeros años, hasta convertirla en el quehacer central de mi existencia.
Todo escritor es, antes de serlo, un lector, y ser escritor es también una manera distinta de seguir leyendo. Yo descubrí esa entrañable relación entre lectura y escritura en esos mismos años, pues –también de eso estoy seguro– las primeras cosas que escribí, o mejor dicho garabateé, fueron enmiendas o prolongaciones a esas aventuras que leía y que me apenaba que se terminaran o hubiese preferido que tuviesen desenlaces distintos a los que decidieron sus autores. Esas correcciones, esos añadidos fueron, hasta donde yo mismo puedo adivinarlo, precoces manifestaciones de la vocación de las que resultarían, años más tarde, todos los cuentos, novelas, ensayos y obras de teatro que he escrito. No me incomoda nada, todo lo contrario, reconocer que en mi vocación y en mis ficciones hay un flagrante parasitismo literario.
Todo lo que he inventado, como escritor, tiene unas raíces en lo vivido; fue, en sus orígenes, algo que hice, vi, oí, pero también leí, y que mi memoria retuvo con una terquedad singular y misteriosa, algunas imágenes que, más pronto o más tarde, y también por razones que son para mí muy difíciles de desentrañar, se convirtieron en un desasosiego fantaseoso, en el punto de partida de toda una construcción imaginaria. No hubiera escrito La ciudad y los perros si no hubiera sido, por dos años, un cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, donde ocurre la acción de la novela, ni hubiera podido inventar las peripecias de Fushia y Aquilino, Lalita y la Selvática, las misioneras de Santa María de Nieva y el infeliz cacique aguaruna Jum, sin aquel viaje al Alto Marañón que realicé en 1958, con el antropólogo mexicano Juan Comas, organizado por la Universidad de San Marcos y el Instituto Lingüístico de Verano. Ese viaje fue la materia prima de La casa verde, pero también lo fue aquel prostíbulo solitario, en medio del arenal piurano, que desataba la fantasía y la malicia de mis compañeros del colegio salesiano, adonde me matricularon en 1946, apenas llegamos de Cochabamba a ese confín norteño del Perú.
También en Piura viví o experimenté de algún modo los hechos que, convertidos en recuerdos, fueron la materia prima de la mayor parte de los relatos de mi primer libro, Los jefes: aquel intento de huelga escolar, las disputas a puñetazos en el cauce seco del río, los abusos de los hacendados en sus tierras, de las que eran entonces, todavía, señores de horca y cuchilla. El mundo hecho de nostalgia y recuerdos de juventud en que se refugiaron los abuelos y la Mamaé cuando sus largas vidas raspaban ya el siglo me sugirió el tema y los personajes de La señorita de Taona. La historia de Pichulita Cuéllar, en cambio, me la encontré en un suelto de periódico, en Lima, viajando en un colectivo de Miraflores al centro de la ciudad. El escribidor rentado, que infla y acaramela los apuntes de viaje por “el amarillo Oriente y la negra África” de una señora limeña de tardía vocación literaria, que inventé en Kathie y el hipopótamo, fui primero yo mismo, trabajando a destajo para una dama invencionera, de sintaxis deficiente, en una buhardilla de París.
Pero, en verdad, tanto como lo vivido, lo leído, que es otra manera, y a veces más noble y suntuosa, de vivir, ha tenido también una influencia decisiva en la gestación de todas mis historias, aunque, en este caso, titubeo a la hora de hacer afirmaciones y dar nombres y títulos. Seguro que las ideas de Sartre sobre la literatura comprometida, en las que en los años cincuenta y parte de los sesenta creí a ciegas, tienen mucho que ver con lo que hay en mis primeras novelas de intencionalidad crítica y preocupaciones éticas, y, también, que el estilo épico y la mitología romántica de André Malraux, a quien leí con pasión en mis años universitarios, dejaron, en mis primeros relatos, una huella tan importante como la de mis ídolos de entonces, los novelistas norteamericanos: Hemingway, Dos Passos, Caldwell, Steinbeck, Scott Fitzgerald y algunos más jóvenes como Truman Capote y Paul Bowles. Pero la influencia mayor fue, tuvo que ser, la del maestro supremo de tantos novelistas de mi generación (y también de las inmediatamente anterior y posterior) en el mundo entero: William Faulkner. Sin el maravillamiento que me produjo descubrir la riqueza de matices y alusiones, perspectivas, sintonías, ambigüedades de su prosa y de su originalísimo sistema de organización de las historias, jamás hubiera osado disociar en las mías la cronología “real” de su exposición narrativa, ni presentar un episodio desde puntos de vista y niveles de realidad diferentes, como lo hice en La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y el resto de mis novelas, ni hubiera escrito un libro como La casa verde, en el que las palabras son una presencia tanto o más visible que la de los personajes –un paisaje para la anécdota– y en la que la construcción –las perspectivas, el curso del tiempo, el relevo de los narradores– adopta una complejidad laberíntica. Porque fue gracias a la saga de Yoknapatawpha que descubrí la importancia capital de la forma en la ficción y las infinitas posibilidades que, a la hora de escribir una historia, tenían en ella los puntos de vista y el diseño del orden temporal.
“Influencia” es una palabra peligrosa y, aplicada a menesteres literarios, contradictoria. Hay influencias que ahogan la originalidad, y otras que permiten a un escritor descubrir su propia voz. Apoderarse de los tics, hábitos de estilo, de los temas del maestro puede ser castrador para el discípulo cuya obra parecerá, entonces, un eco, cuando no una caricatura de su modelo. Pero hay discípulos que, aprovechando con creces la lección del maestro, se emancipan de este, e incluso lo convierten en mero antecedente. En todo caso, es probable que las influencias literarias más fecundas sean las menos evidentes, aquellas de las que el beneficiario es menos consciente porque pasaron por encima o por debajo de su inteligencia y voluntad y se metabolizaron plenamente en él como ingredientes esenciales de su personalidad literaria.
Por eso, aunque sé qué autores me cautivaron, cuáles educaron mi sensibilidad y me abrieron la puerta de los sueños, y los nombres de los que me enseñaron el arte de la palabra y la arquitectura de la ficción, no me atrevo a afirmar que sea a ellos –en la lista debería añadir, por supuesto, a Flaubert y a Melville, a Dickens, Balzac y Tolstoi, al Tirant lo Blanch de Martorell, a Thomas Mann y a muchos otros que, como ellos, me revelaron la vocación deicida, de alcanzar la totalidad, que anida en todo novelista– a quienes más debo como escritor, ni mucho menos qué es lo que debo de específico y concreto a cada cual. Si eso se puede establecer y medir corresponde a otros emprender esa tarea ardua y, me temo, de dudosa utilidad.
De lo único que estoy absolutamente cierto es de que en esos primeros años de infancia, vividos en la gran casona de la calle Ladislao Cabrera, de Cochabamba, a la sombra de esa familia frondosa, poco menos que bíblica, que presidían los abuelos, las primeras historias fabuladas que leí en libros y revistas infantiles, las que me traía en Navidades el Niño Dios, o me regalaban en mi cumpleaños, o compraba con mis propinas dominicales, despertaron en mí la vocación de escribidor de historias que iría determinando mi manera de vivir y sometiéndome a su dichosa servidumbre. De algún modo discreto y remoto ellas siguen atizando mis sueños. ~
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