12 de diciembre de 2010
Las más importantes y mejores novelas del Nobel peruano están dedicadas a denunciar toda forma de régimen, sea de izquierda o derecha, basado en la cancelación de las libertades y en la eliminación de las personas. Ese ha sido su compromiso permanente.
Por Ángel Páez
Desde su primera novela, Mario Vargas Llosa denunció la tiranía como una de las más funestas formas de opresión. En La ciudad y los perros (1963) grafica el autoritarismo castrense en el Colegio Militar Leoncio Prado y también el despotismo de los padres que confinaban a sus hijos en dicho claustro con el supuesto propósito de “enderezarlos”. El propio escritor sufrió en carne propia la experiencia. Su progenitor, Ernesto Vargas, que perteneció a la Marina, lo forzó a ingresar en el claustro para disuadirlo de dedicarse a la literatura, algo que consideraba cosa de maricas. Al abandonar las aulas leonciopradinas muy pronto se vería cara a cara con la expresión de la tiranía política en los años cincuenta.
Cuando era de izquierda, estudiaba en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y actuaba como dirigente estudiantil, Vargas Llosa tuvo un encuentro con el mastín del dictador Manuel Odría. “Era el director del Ministerio del Interior, Alejandro Esparza Zañartu, el hombre más detestado después del propio Odría. (…) Fue durante esa entrevista, al verle, que se me ocurrió por primera vez la idea de una novela que escribiría quince años más tarde, Conversación en La Catedral (1969)”. Esparza se convertiría en la ficción en Cayo Bermúdez. En esa época detestaba furiosamente a las dictaduras de derecha, pero rápidamente extendería su aversión a las satrapías de izquierda.
La conversión empezó el 20 de marzo de 1971, cuando el régimen de Fidel Castro Ruz ordenó la detención del poeta Heberto Padilla por supuestas actividades contrarrevolucionarias. El crimen que cometió Padilla fue haber compuesto versos que disgustaban a la dictadura. En ese año, Vargas Llosa, no obstante que respaldaba la revolución socialista de la junta militar del general Juan Velasco Alvarado, desató una implacable campaña contra el castrismo. Para el escritor era inconcebible que un gobierno que se declaraba de izquierda enviara a prisión a los que discrepaban. No mucho tiempo después, la poca simpatía que le quedaba por el velascato, se esfumó el 27 de julio de 1974, al decretar la junta castrense la captura de los periódicos. Vargas Llosa, que en 1971 había declarado al diario oficialista La Nueva Crónica que “mi posición no es solamente de identificación, es de entusiasmo con el régimen que hoy gobierna mi patria, porque hay un proceso de cambios muy real y, en algunos dominios, profundamente revolucionario”; luego de la toma de la prensa escribió una feroz columna el 6 de marzo de 1975, en la revista Caretas, una de las víctimas del velascato.
“En estos días, los he leído (los diarios) y releído todos, y he sentido el mismo vértigo que hace veinte años, cuando hojeaba los pasquines que la dictadura odriísta financió con la ayuda de algunos intelectuales corruptos”, disparó Vargas Llosa: “De nada le sirve eliminar las críticas de las páginas de los diarios, si estas críticas existen en las mentes y en las bocas de los peruanos.
Todos los poetas y sociólogos de la república pueden ser incorporados al presupuesto para entonar alabanzas, pero esa sinfonía será perfectamente inútil si en ella los demás peruanos no reconocen su propia música”. El novelista rompía así con el régimen porque se sentía amenazado de ser silenciado.
Al poco tiempo de la ruptura con el socialismo y la izquierda, y después de escribir La guerra del fin del mundo (1981), Vargas Llosadedicaría una novela para expresar su honda desilusión por la revolución romántica de los años 60 (Historia de Mayta, 1984) y para denunciar a la guerra senderista, fanática y homicida, que pretendía construir una sociedad de zombies (Lituma en los Andes, 1993). Para el escritor el senderismo es la versión más perversa del totalitarismo que se construye sobre la cancelación de todas las libertades en nombre de la “liberación del pueblo”. Vargas Llosa encontraba una íntima vinculación entre las guerrillas guevaristas y la metodología criminal abimaelista: “Para mí, no son dos violencias distintas”, le dijo a Jorge Salazar, de Caretas. “Si uno piensa en las maneras de comportarse de unos y otros (...), uno podría creer que hay diferencias (...), pero si se analiza bien, uno termina por concluir que lo uno no es sino la lógica secuencia de emplear un recurso como la violencia para intentar una transformación”.
La satrapía fujimorista, adornada por personajes como Vladimiro Montesinos, Enrique Chirinos Soto y los generalotes de la servil cúpula militar, lo estimularía a emprender La fiesta del Chivo (2000), una novela sobre una de las dictaduras más longevas del continente encabezada por el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo durante más de treinta años. “Inevitablemente, al escribir una novela de esa índole (La fiesta del Chivo), que tiene que ver con el poder autoritario, con la violencia y la corrupción de una dictadura, es imposible que no se haya filtrado la experiencia vivida por el Perú durante los años en que yo escribía la novela”, le dijo a Heidi Grossmann, del diario Liberación, el 28 de diciembre del 2000.
Una década después, en El sueño del celta (2010), Vargas Llosa aprovecha la historia de Roger Casement para dedicarse a la vivisección del Estado Libre del Congo, impuesto por Leopoldo II, el rey de los belgas, en nombre de la civilización y con la aprobación de las potencias mundiales que poco o nada hicieron para detener la matanza de millones de nativos. Casement, luego de revelar el genocidio en el Congo, denunció al empresario cauchero peruano Julio César Arana del Águila, quien forjó un imperio económico eliminando a millares de indígenas en el Putumayo. Arana nunca fue a prisión, protegido por la dictadura de Augusto Bernardino Leguía. Por el contrario, conquistó la impunidad al ser elegido senador de Iquitos. El libro no cancela la posibilidad de que Vargas Llosa escriba otra novela relacionada con las tropelías de las dictaduras de izquierda o de derecha, la aplicación de la violencia como fórmula para construir una supuesta sociedad democrática, o la eliminación o segregación de las minorías como factor determinante para el desarrollo y la modernidad. Nuestra historia está repleta de este tipo de historias. El Nobel tiene muchas novelas por escribir.
Por Ángel Páez
Desde su primera novela, Mario Vargas Llosa denunció la tiranía como una de las más funestas formas de opresión. En La ciudad y los perros (1963) grafica el autoritarismo castrense en el Colegio Militar Leoncio Prado y también el despotismo de los padres que confinaban a sus hijos en dicho claustro con el supuesto propósito de “enderezarlos”. El propio escritor sufrió en carne propia la experiencia. Su progenitor, Ernesto Vargas, que perteneció a la Marina, lo forzó a ingresar en el claustro para disuadirlo de dedicarse a la literatura, algo que consideraba cosa de maricas. Al abandonar las aulas leonciopradinas muy pronto se vería cara a cara con la expresión de la tiranía política en los años cincuenta.
Cuando era de izquierda, estudiaba en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y actuaba como dirigente estudiantil, Vargas Llosa tuvo un encuentro con el mastín del dictador Manuel Odría. “Era el director del Ministerio del Interior, Alejandro Esparza Zañartu, el hombre más detestado después del propio Odría. (…) Fue durante esa entrevista, al verle, que se me ocurrió por primera vez la idea de una novela que escribiría quince años más tarde, Conversación en La Catedral (1969)”. Esparza se convertiría en la ficción en Cayo Bermúdez. En esa época detestaba furiosamente a las dictaduras de derecha, pero rápidamente extendería su aversión a las satrapías de izquierda.
La conversión empezó el 20 de marzo de 1971, cuando el régimen de Fidel Castro Ruz ordenó la detención del poeta Heberto Padilla por supuestas actividades contrarrevolucionarias. El crimen que cometió Padilla fue haber compuesto versos que disgustaban a la dictadura. En ese año, Vargas Llosa, no obstante que respaldaba la revolución socialista de la junta militar del general Juan Velasco Alvarado, desató una implacable campaña contra el castrismo. Para el escritor era inconcebible que un gobierno que se declaraba de izquierda enviara a prisión a los que discrepaban. No mucho tiempo después, la poca simpatía que le quedaba por el velascato, se esfumó el 27 de julio de 1974, al decretar la junta castrense la captura de los periódicos. Vargas Llosa, que en 1971 había declarado al diario oficialista La Nueva Crónica que “mi posición no es solamente de identificación, es de entusiasmo con el régimen que hoy gobierna mi patria, porque hay un proceso de cambios muy real y, en algunos dominios, profundamente revolucionario”; luego de la toma de la prensa escribió una feroz columna el 6 de marzo de 1975, en la revista Caretas, una de las víctimas del velascato.
“En estos días, los he leído (los diarios) y releído todos, y he sentido el mismo vértigo que hace veinte años, cuando hojeaba los pasquines que la dictadura odriísta financió con la ayuda de algunos intelectuales corruptos”, disparó Vargas Llosa: “De nada le sirve eliminar las críticas de las páginas de los diarios, si estas críticas existen en las mentes y en las bocas de los peruanos.
Todos los poetas y sociólogos de la república pueden ser incorporados al presupuesto para entonar alabanzas, pero esa sinfonía será perfectamente inútil si en ella los demás peruanos no reconocen su propia música”. El novelista rompía así con el régimen porque se sentía amenazado de ser silenciado.
Al poco tiempo de la ruptura con el socialismo y la izquierda, y después de escribir La guerra del fin del mundo (1981), Vargas Llosadedicaría una novela para expresar su honda desilusión por la revolución romántica de los años 60 (Historia de Mayta, 1984) y para denunciar a la guerra senderista, fanática y homicida, que pretendía construir una sociedad de zombies (Lituma en los Andes, 1993). Para el escritor el senderismo es la versión más perversa del totalitarismo que se construye sobre la cancelación de todas las libertades en nombre de la “liberación del pueblo”. Vargas Llosa encontraba una íntima vinculación entre las guerrillas guevaristas y la metodología criminal abimaelista: “Para mí, no son dos violencias distintas”, le dijo a Jorge Salazar, de Caretas. “Si uno piensa en las maneras de comportarse de unos y otros (...), uno podría creer que hay diferencias (...), pero si se analiza bien, uno termina por concluir que lo uno no es sino la lógica secuencia de emplear un recurso como la violencia para intentar una transformación”.
La satrapía fujimorista, adornada por personajes como Vladimiro Montesinos, Enrique Chirinos Soto y los generalotes de la servil cúpula militar, lo estimularía a emprender La fiesta del Chivo (2000), una novela sobre una de las dictaduras más longevas del continente encabezada por el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo durante más de treinta años. “Inevitablemente, al escribir una novela de esa índole (La fiesta del Chivo), que tiene que ver con el poder autoritario, con la violencia y la corrupción de una dictadura, es imposible que no se haya filtrado la experiencia vivida por el Perú durante los años en que yo escribía la novela”, le dijo a Heidi Grossmann, del diario Liberación, el 28 de diciembre del 2000.
Una década después, en El sueño del celta (2010), Vargas Llosa aprovecha la historia de Roger Casement para dedicarse a la vivisección del Estado Libre del Congo, impuesto por Leopoldo II, el rey de los belgas, en nombre de la civilización y con la aprobación de las potencias mundiales que poco o nada hicieron para detener la matanza de millones de nativos. Casement, luego de revelar el genocidio en el Congo, denunció al empresario cauchero peruano Julio César Arana del Águila, quien forjó un imperio económico eliminando a millares de indígenas en el Putumayo. Arana nunca fue a prisión, protegido por la dictadura de Augusto Bernardino Leguía. Por el contrario, conquistó la impunidad al ser elegido senador de Iquitos. El libro no cancela la posibilidad de que Vargas Llosa escriba otra novela relacionada con las tropelías de las dictaduras de izquierda o de derecha, la aplicación de la violencia como fórmula para construir una supuesta sociedad democrática, o la eliminación o segregación de las minorías como factor determinante para el desarrollo y la modernidad. Nuestra historia está repleta de este tipo de historias. El Nobel tiene muchas novelas por escribir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario