martes, 14 de diciembre de 2010


La pasión y la crítica

Mario Vargas Llosa
Publicado en El Comercio de Lima, diciembre 1983
Reproducido en El País Cultural Nº 217
31 de diciembre de 1993

Los Congresos de Literatura serán más aburridos ahora que Ángel Rama no puede asistir a ellos. Verlo polemizar era un espectáculo de alto nivel, el despliegue de una inteligencia que, enfrentándose a otras, alcanzaba su máximo lucimiento y esplendor. Me tocó discutir con él algunas veces, y, cada vez, aun en lo más enérgico de los intercambios, aun mientras nos dábamos golpes bajos y poníamos zancadillas, admiré su brillantez y su elocuencia, esa fragua de ideas en que se convertía en los debates, su pasión por los libros, y siempre que leí sus artículos sentí un respeto intelectual que prevalecía sobre cualquier discrepancia. Tal vez por eso, ni en los momentos en que nuestras convicciones nos alejaron más, dejamos de ser amigos. Me alegro de haberle dicho, la última vez que le escribí, que su ensayo sobre La guerra del fin del mundo era la que más me había impresionado entre todas las críticas a mi obra.

Desde que supe su muerte, no he podido dejar de recordarlo asociado con su compatriota, colega y contrincante de toda la vida: Emir Rodríguez Monegal. Todo organizador de simposios, mesas redondas, congresos, conferencias y conspiraciones literarias, del Río Grande a Magallanes, sabía que conseguir la asistencia de Ángel y de Emir era asegurar el éxito de la reunión: con ellos presentes, habría calidad intelectual y pugilismo vistoso. Ángel, más sociológico y político; Emir, más literario y académico; aquél más a la izquierda, éste más a la derecha, las diferencias entre ambos uruguayos fueron providenciales, el origen de los más estimulantes torneos intelectuales a los que me ha tocado asistir, una confrontación en que, gracias a la destreza dialéctica, la elegancia y la cultura de los adversarios, no había nunca un derrotado y resultaban ganando, siempre, el público y la literatura. Sus polémicas desbordaban de la sala de sesiones a los pasillos, hoteles y páginas de los periódicos y se aderezaban de manifiestos, chismografías y barrocas intrigas que dividían a los asistentes en bandos irreconciliables y trocaban al Congreso —palabreja que suena como bostezo con cierta razón— en una aventura fragorosa y vital, lo que debería ser siempre la literatura.

Para Ángel Rama lo fue. Aunque parezca absurdo, lo primero que hay que decir en elogio de su obra, es que fue un crítico que amó los libros, que leyó vorazmente, que la poesía y la novela, el drama y el ensayo, las ideas y las palabras, le dieron un goce que era a la vez sensual y espiritual. Entre quienes ejercen hoy la crítica en América Latina abundan los que parecen detestar la literatura. La crítica literaria tiende en nuestros países a ser un pretexto para la apología o la invectiva periodística, o la llamada crítica científica, una jerga pedante e incomprensible que remeda patéticamente los lenguajes (o jergas) de moda, sin entender siquiera lo que imita: Barthes, Derrida, Julia Kristeva, Todorov. Ambas clases de crítica, sea por el camino de la trivialización o el de la ininteligibilidad, trabajan por la desaparición de un género, que, entre nosotros, llegó a figurar entre los más ricos y creadores de la vida cultural gracias a figuras como Henríquez Ureña o Alfonso Reyes. La muerte de Ángel Rama es como una funesta profecía sobre el futuro de una disciplina intelectual que ha venido declinando en América Latina de manera inquietante.

Aunque, en su juventud, escribió novelas y teatro, Ángel Rama fue un crítico, y en este dominio desarrolló una obra original, abundante y vigorosa, que, luego de hacer sus primeras armas en Uruguay —donde se había formado bajo la guía de un crítico e historiador ilustre de la literatura rioplatense, Alberto Zum Felde— fue luego creciendo y multiplicándose, en curiosidad, temas y ambición, hasta moverse con perfecta soltura por todo el ámbito latinoamericano.

En su último libro, La novela latinoamericana (Bogotá, 1982), recopilación de una docena de ensayos panorámicos sobre la narrativa continental, se advierte la versación histórica y la solvencia estética con que Rama podía valorar, comparar, interpretar, y asociar o disociar de los procesos sociales a las obras literarias de América Latina, por encima de sus fronteras nacionales y regionales. En esas visiones de conjunto —derroteros, evoluciones, influencias, experimentados por escuelas o generaciones de uno a otro confín— probablemente nadie —desde la audaz sinopsis que intentó Henriquez Ureña, Historia de la Cultura en América Hispánica (1946)— ha superado a Ángel Rama. No es de extrañar, por eso, que fuera él quien concibiera y dirigiera el más ambicioso proyecto editorial dedicado a reunir lo más representativo de la cultura latinoamericana: esa "Biblioteca Ayacucho", patrocinada por el Estado de Venezuela, que ojalá no se interrumpa ahora con la muerte de su inspirador.

Lo mejor del trabajo crítico de Rama no fueron libros, hacia los que, durante mucho tiempo, tuvo una curiosa resistencia: casi todos los que se animó a publicar fueron compilaciones de textos aparecidos en revistas o como prólogos. Sin embargo, el único libro orgánico que escribió, Rubén Darío el modernismo (Caracas, 1970) es un penetrante análisis del gran nicaragüense y del movimiento modernista. Rama mostró en ese ensayo la compleja manera en que concurrieron diversas circunstancias históricas, culturales y sociales para que surgiera la corriente literaria que "descolonizó" nuestra sensibilidad, y,alimentándose con audacia y libertad de todo lo que las vanguardias europeas ofrecían y de nuestras propias tradiciones, fundó la soberanía poética del continente. La perspectiva sociológica e histórica, a la manera de Lúkacs y de Benjamín, fue la predominante en las investigaciones y análisis de Rama y, a veces, incurrió en las generalizaciones que esta perspectiva puede producir, si se aplica de manera demasiado excluyente al fenómeno artístico, pero, en su libro sobre Darío, ella le permitió gracias a un equilibrado contrapeso de lo social y lo individual, el contexto histórico y el caso específico y la influencia del factor psicológico, esbozar una imagen nueva y convincente de la obra de Darío y el medio en que ella nació. Pero la crítica en que Rama descolló, como muy pocos otros en nuestros días, fue en aquella que, desde las páginas de un periódico o revista, desde la tribuna de un aula o el prefacio de un libro, trata de encontrar un orden, establecer una jerarquía, descubrir unas llaves para sus recintos recónditos a la literatura que está na­ciendo y haciéndose. Es lo que se llama crítica de actualidad, que algunos creen rebajar calificándola de "periodística", como si la palabra fuera sinónimo forzoso de superficial y efímera. En verdad, ésa es la estir­pe de la que han salido los críticos más influyentes y sugestivos, aquellos que convirtieron al género en un arte equiparable a los demás: un Sainte-Beuve, un Ortega y Gasset, un Arnold Bennett, un Edmund Wilson. A esa ilustre filiación perteneció Ángel Rama. Para él, como para aquellos, escribir sobre el acontecer literario inmediato y dirigiéndose, a menudo, a un vasto público profano, no significó merma de esfuerzo, prisa irresponsable, trampa o frivolidad, sino redoblada exigencia de rigor, añadir, a la obligación de razonar con lucidez y analizar con hondura, la de encontrar un lenguaje en el que las ideas más difíciles resultaran accesibles a los lectores más fáciles.

Los diez años que Ángel Rama dirigió la sección cultural de Marcha, en Montevideo, coincidieron con una efervescencia del quehacer literario latinoamericano. Desde las páginas de ese semanario, Rama fue uno de los animadores más entusiastas del fenómeno y uno de sus analistas más sólidos. Muchos de los artículos que escribió, primero en Marcha y, luego, en innumerables publicaciones del Continente, constituyen verdaderos modelos de condensación, inteligencia y perspicacia; aún en sus momentos de mayor arbitrariedad o ardor polémico, sus textos resultaban seductores. Y, muchas veces, fascinantes.

Quiero citar uno, que leí con un placer tan vivo que se conserva intacto en mi memoria: "Un fogonazo en la aldea", pirotécnica reconstrucción biográfica de un poeta y "dandy", Roberto de las Carreras, al que Rama, con pinceladas magistrales de humor y afecto, resucitaba con el telón de fondo, entre pro­vinciano y frívolo, -del novecientos montevideano.

Periodista, profesor, editor, compilador, antólogo, ciudadano de las letras del continente: un intelectual al que sus convicciones de izquierda le valieron exilios y contratiempos múltiples pero no convirtieron en un dogmático ni en rapsoda de ningún partido o poder. Su obra deja una huella fecunda en casi todos los países latinoamericanos. En el mío, por ejemplo, siempre tendremos que agradecerle haber sido el compilador y editor de dos tomos de artículos de José María Arguedas que, a no ser por su iniciativa, no hubieran leído los peruanos. Todos quienes amamos la literatura en estas tierras somos sus deudores. Los escritores, sabemos que su muerte ha empobrecido de algún modo nuestro oficio.

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