jueves, 9 de diciembre de 2010


La trampa de la ilustración

21 de noviembre de 2010

Sobre El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa




Mario Vargas Llosa, novelista mayor de la literatura peruana, ha producido en las últimas décadas un corpus sucinto pero notable de novelas históricas. Esto es verdad si consideramos las que caen indiscutiblemente dentro de ese escaño, como La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo, pero lo es más aun si incluimos en la nómina un par de ficciones que bordean y mueven las fronteras del género, y que lo reinterpretan de forma audaz, como es el caso de Conversación en La Catedral e Historia de Mayta.

Vargas Llosa, sin embargo, también ha escrito sus libros menos memorables cuando se ha introducido en ese mismo territorio. Eso ha ocurrido, por ejemplo, con El paraíso en la otra esquina, que era su libro más defectuoso hasta el momento, y que acaba de verse liberado de esa mácula con la publicación de El sueño del celta, una novela que sorprende por la superficialidad de su propuesta formal y la insólita redundancia de sus ideas.

¿Por qué a veces le va tan bien y otras veces tan mal a Vargas Llosa en la escritura de novelas históricas? Mi hipótesis es que, mientras más se restringe él mismo, y con él su narrador, y se empareda dentro de los límites tradicionales de la novela histórica popular (es decir, mientras más fiel es a la documentación y al detalle, al recuento de los hechos), menos dueño se hace de su material, y que, ante esa despersonalización y esa enajenación de su rol autorial, la narración se le va de las manos en muchos niveles de su composición estética, desde los estrictamente formales hasta los que ingresan en el campo de lo ideológico.

Porque hay que notar que, en cada uno de los casos en que Vargas Llosa ha consumado una novela histórica realmente importante, la diégesis ha girado en torno a la figura de uno o más personajes enteramente ficticios, o en gran medida ficticios: no Cayo Bermúdez, sino Santiago Zavala, en Conversación en La Catedral; no Trujillo sino Urania, en La fiesta del Chivo; no el Consejero sino el Periodista Miope, Galileo Gall, el Barón de Cañabrava y la legión de bandoleros y cangaceiros de La guerra del fin del mundo; no el Mayta del capítulo final de Historia de Mayta, sino el Mayta imaginario de los capítulos precedentes.

El paraíso en la otra esquina y El sueño del celta, en cambio, tienen en común el ser las únicas novelas históricas de Vargas Llosa cuyo eje esencial es el intento de comprensión de la ejecutoria de uno o más personajes reales: Gauguin, Flora Tristán, Roger Casement. Esa comprobación no es superficial ni gratuita; no se trata de que Vargas Llosa tenga mayor talento para inventar personajes ficticios que para entender a personajes reales: es que esa elección es un síntoma de una elección mayor, en la disyuntiva más elemental que se presenta a un autor ante la escritura de una novela histórica: entender a los personajes a partir de la época o entender la época a partir de los personajes.

La primera opción nace de la concepción realista decimonónica, digamos, de la novela histórica: es la clave de escritura de Conversación en La Catedral, donde los grandes héroes y los grandes antihéroes y los actores mayores y los villanos cruciales son casi siempre ausentes e inmateriales, o los distinguimos por la huella que dejan sus dedos tras posarse en sus alfiles y en sus peones: la mano de Odría está fuera del tablero y sólo vemos a quienes son sus instrumentos; el aprismo no es Haya sino las gavillas de búfalos y agitadores; la silueta de la historia es una sombra proyectada sobre personajes mucho más lejanos del centro: un hijo, una sirvienta, un chofer, etc.

En La guerra del fin del mundo estamos aún ante una concepción clásicamente realista de lo histórico, una que busca la racionalización del aparente caos de la historia y que, además, reflexiona sobre su posibilidad de alcanzar una respuesta: "¿qué pasó en Canudos?" es una nueva instancia de la vieja pregunta "¿en qué momento se había jodido el Perú?", de Conversación en La Catedral. La respuesta no está en la radiografía del Consejero (que es un fantasma, un misterio, pero no un acertijo racional) ni en la ferocidad de la respuesta de los presidentes Peixoto y Morais, que no son relevantes en la narración: está en la estructura misma de la sociedad y en la forma como los individuos de a pie, los marginados, los semi-poderosos y los devorados por la modernidad, se relacionan con esa sociedad.

Historia de Mayta y La fiesta del Chivo fueron las últimas novelas históricas de Vargas Llosa en las que el asunto crucial era el impacto del gran esquema social sobre los pequeños jugadores, los laterales, los apenas instrumentales, los claramente victimizados. Y sin embargo, también son esas dos novelas las primeras en las que Vargas Llosa comienza a otorgar una cierta luz romántica a sus protagonistas, ese débil cuasi héroe tragado por la historia que es Mayta, y el cuarteto de insurgentes que planea la muerte de Trujillo, en oLa fiesta del Chivo.

En El paraíso en la otra esquina y El sueño del celta, ese es el tipo de personaje que domina todo: Flora Tristán, Roger Casement: los contestatarios, los contradictores, los contraventores, los héroes solitarios que intentan articular su visión crítica del mundo en un movimiento que jamás cuaja en la forma en que ellos hubieran querido. Otra vez: esa no es una observación secundaria: cuando Vargas Llosa traslada el eje de la primera opción (entender al pequeño personaje a partir de la época) para aproximarlo más y más a la segunda (entender la época a partir del personaje notable), abandona a los caracteres diminutos, aquellos que apenas brillan en el traspatio de la historia, y centra su mirada en caracteres más y más reales e identificables. Y cuando hace eso, va dejando atrás la mirada realista de la historia para adentrarse en el terreno de la novela histórica romántica.

Mi impresión es que allí es donde se instaura el conflicto interno que frustra a estos libros: el impulso estilístico y las armas técnicas de Vargas Llosa se han modelado siempre dentro de la tradición realista, su lenguaje sigue estando en esas coordenadas, los instrumentos que él mejor maneja son las armas deductivas de la novela realista, no las armas inductivas de la novela romántica. Puesto en la coyuntura a la que su aparente nuevo romanticismo lo ha conducido, Vargas Llosa deja de intentar entender el mundo representado a partir de la lógica de tantos elementos particulares como le sea posible (eso es la novela total en términos lógicos), para querer explicar todo el mundo representado a partir de un conjunto infinitamente pequeño de observaciones: observaciones sobre la vida de un solo individuo.

Y luego comete un pecado mayor, más notable en El sueño del celta que en cualquier otra de sus novelas (de hecho, un pecado enteramente ajeno a casi toda la obra de Vargas Llosa): el autor parece haber iniciado la escritura de esta ficción con todas las respuestas anotadas en una libreta bajo el brazo. El sueño del celta cuenta la historia de un personaje que se cuestiona sobre su vida y que cuestiona constantemente el mundo alrededor suyo; pero la novela misma, como objeto artístico y como dispositivo narrativo, no es una interrogación sino un listado de creencias entendidas, asumidas, seguidas y reafirmadas una y mil veces. Aquí no hay un equivalente a "¿qué pasó en Canudos?" o "¿en qué momento se había jodido el Perú?"; no hay un equivalente a esas otras célebres preguntas metafóricas: "¿quién mató al Esclavo?", "¿quién mató a Palomino Molero?". Aquí está claro qué sucedió, quienes lo hicieron suceder y quienes se dieron cuenta siempre, o casi siempre, de cuál era el origen del mal y cuáles sus posibles soluciones.

Por supuesto, eso no tendría que trasladarse necesariamente a la novela como defecto. Lo malo es que sí lo hace: la novela es agobiantemente previsible, no se permite un sólo estadillo contra la monotonía y es en gran medida un panegírico y una loa a su protagonista, que es homogéneamente moral, ético e indubitable.

El gran problema con ello es que El sueño del celta se plantea ante el lector como el relato de la transformación moral de un individuo que llega al África como agente de un proceso de colonización que él entiende como civilizador, y sale del continente convertido en un crítico feroz de la violencia bárbara de ese mismo proceso (la referencia, incluso textual, es, claro, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad).

Y sin embargo, esa transformación, que debería ofrecerse como el núcleo conflictivo de la narración, y el eje de su litigio moral, se da súbitamente, de inmediato, desde las primeras páginas, sin plantearse como un centro de problematización en el discurso: desde ese instante, el resto del relato es la pura y homogénea ejecutoria de un individuo cuya vida entera gira en torno al cumplimiento de un principio ético indudable. Con la resolución instantánea de ese conflicto, los tres centenares de páginas que siguen en el relato, incluida la sección que cuenta la vida de Casement en la Amazonía, son el simple desenvolvimiento de una vida que está prevista y explicada desde el inicio.

Es sorprendente, por otra parte, que, en El sueño del celta, Vargas Llosa haya regresado a los modos de composición de la que era hasta ahora su única novela fallida, El paraíso en la otra esquina. No sólo repite la estructura binaria, sino también la idea de la ineludible condena a muerte: la bala que Flora lleva en el cuerpo en la novela anterior es perfectamente equivalente al proceso sumario que conduce a Casement a la pena capital tras su lucha en las filas del separatismo irlandés, y que atraviesa toda la novela: la señal de la condena del héroe romántico, la tragedia de quien entrega la vida por el logro de un ideal que, en ambas ficciones, es político y social.

¿Cuál es la intención del proyecto de escritura de El sueño del celta? Es, como digo, demostrativa. Es en gran medida didáctica, también, lo que permite entender el carácter expositivo y recurrente del texto: el centenar de veces en que la acusación contra la barbarie del colonialismo se repite. Mi impresión es que hay un sólo tipo de lector para el cual esta novela puede resultar recomendable, o al menos moralmente aleccionadora: el falso liberal contemporáneo, el capitalista disfrazado de liberal, el neoconservador que supone que incluso la moral es regulada por el mercado, el que propugna, sin mayor interés por la reflexión ética, apenas como un dogma, que la captura de todas las culturas y de todas las sociedades por parte del capital es siempre, inexorablemente, un paso hacia adelante en la historia de la civilización.

Si algo queda claro en la lectura de El sueño del celta, es que Vargas Llosa no es uno de ellos. Acaso él mismo los haya tenido en mente al escribir el libro, que sería, así, el intento del autor por amonestar a quienes quieren usurpar el espacio de los verdaderos liberales como él. Y seguramente hay pocas historias en el mundo que puedan ilustrar la enorme distancia entre la noción civilizatoria liberal y la mortífera ansiedad colonialista de los seudo-liberales con tanta claridad como la historia del Congo belga o la historia de la fiebre amazónica del caucho y el atropello contra los indígenas del Putumayo. Lamentablemente, no suelen ser buenas las novelas que pretenden hacer eso: ilustrar.

...

No hay comentarios:

Publicar un comentario