Por MARIO VARGAS LLOSA
Caretas
29 de Abril, 1999 - N° 1565
Aunque había algo tétrico y macabro en sus apariciones televisivas, en su falta de humor, en su temática unidimensional, Jack Kevorkian es un auténtico héroe de nuestro tiempo, porque su cruzada a favor de la eutanasia ha contribuido a que este tema tabú salga de las catacumbas, salte a la luz pública y sea discutido en todo el mundo. Su `cruzada', como él la llamó, ha servido para que mucha gente abra los ojos sobre una monstruosa injusticia: que enfermos incurables, sometidos a padecimientos indecibles, que quisieran poner fin a la pesadilla que es su vida, sean obligados a seguir sufriendo por una legalidad que proclama una universal "obligación de vivir". Se trata, por supuesto, de un atropello intolerable a la soberanía individual y una intrusión del Estado reñida con un derecho humano básico. Decidir si uno quiere o no vivir (el problema primordial de la filosofía, escribió Camus en El mito de Sísifo) es algo absolutamente personal, una elección donde la libertad del individuo debería poder ejercitarse sin coerciones y ser rigurosamente respetada, un acto, por lo demás, cuyas consecuencias sólo atañen a quien lo ejecuta.
Sin embargo, pese a la ciudadela de incomprensión y de ceguera que reina todavía en torno a la eutanasia, algunos pasos se van dando en la buena dirección. Igual que en lo tocante a las drogas, los homosexuales o la integración social y política de las minorías inmigrantes, Holanda es el ejemplo más dinámico de una democracia liberal: un país que experimenta, renueva, ensaya nuevas fórmulas, y no teme jugar a fondo, en todos los órdenes sociales y culturales, la carta de la libertad.
Tengo siempre muy vivo en la memoria un documental televisivo holandés, que vi hace dos años, en Montecarlo, donde era jurado de un concurso de televisión. Fue, de lejos, la obra que más nos impresionó, pero como el tema del documental hería frontalmente las convicciones religiosas de algunos de mis colegas, no se pudo premiarlo, sólo mencionarlo en el fallo final como un notable documento en el controvertido debate sobre la eutanasia.
Los personajes no eran actores, encarnaban sus propios roles. Al principio, un antiguo marino, que había administrado luego un pequeño bar en Amsterdam y vivía solo con su esposa, visitaba a su médico para comunicarle que, dado el incremento continuo de los dolores que padecía -debido a una enfermedad degenerativa incurable- había decidido acelerar su muerte. Venía a pedirle ayuda. ¿Podía prestársela? La película seguía con meticuloso detallismo todo el proceso que la legislación exigía para aquella muerte asistida. Informar a las autoridades del Ministerio de Salud de la decisión, someterse a un examen médico de otros facultativos que confirmara el diagnóstico de paciente terminal, y refrendar ante un funcionario de aquella entidad, que verificaba el buen estado de sus facultades mentales, su voluntad de morir. La muerte tiene lugar, al final, bajo la cámara filmadora, en la casa del enfermo, rodeado de su mujer y del médico que le administra la inyección letal. Durante el proceso, en todo momento, aún instantes previos al suicidio, el paciente se halla informado por su médico respecto a los avances de su enfermedad y consultado una y otra vez sobre la firmeza de su decisión. En el momento de mayor dramatismo del documental, el médico, al ponerle la última inyección, advierte al paciente que, si antes de perder el sentido, se arrepentía, podía indicárselo con el simple movimiento de un dedo, para suspender él la operación e intentar reanimarlo.
Como este documental, que se ha difundido en algunos países europeos y prohibido en muchos más, provocando ruidosas polémicas, fue filmado con el consentimiento de los personajes y es promovido por las asociaciones que defienden la eutanasia, se lo ha acusado de `propagandístico', algo que sin duda es. Pero ello no le resta autenticidad ni poder de persuasión. Su gran mérito es mostrar cómo una sociedad civilizada puede ayudar a dar el paso definitivo a quien, por razones físicas y morales, ve en la muerte una forma de liberación, tomando al mismo tiempo todas las precauciones debidas para asegurarse de que ésta es una decisión genuina, tomada en perfecto estado de lucidez, con conocimiento de causa cabal de lo que ella significa. Y procurando aliviar, con ayuda de la ciencia, los traumas y desgarros del tránsito.
El horror a la muerte está profundamente anclado en la cultura occidental, debido sobre todo a la idea cristiana de la trascendencia y del castigo eterno que amenaza al pecador. A diferencia de lo que ocurre en ciertas culturas asiáticas, impregnadas por el budismo por ejemplo, donde la muerte aparece como una continuación de la vida, como una reencarnación en la que el ser cambia y se renueva pero no deja nunca de existir, la muerte, en Occidente, significa la pérdida absoluta de la vida -la única vida comprobable y vivible a través del propio yo-, y su sustitución por una vaga, incierta, inmaterial vida de un alma cuya naturaleza e identidad resultan siempre escurridizas e inapresables para las facultades terrenales del más convencido creyente de la trascendencia. Por eso, la decisión de poner fin a la vida es la más grave y tremenda que puede tomar un ser humano. Muchas veces se adopta en un arrebato de irracionalidad, de confusión o desvarío, y no es entonces propiamente una elección, sino, en cierta forma, un accidente. Pero ése no es nunca el caso de un enfermo terminal, quien, precisamente por el estado de indefensión extrema en que se halla y la impotencia física en que su condición lo ha puesto, tiene tiempo, perspectiva y circunstancias sobradas para decidir con serenidad, sopesando su decisión, y no de manera irreflexiva. Para esos 130 desdichados que, violando la ley, ayudó a morir, el Dr. Jack Kevorkian no fue el ángel de la muerte, sino el de la compasión y la paz.
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© Mario Vargas Llosa, 1999.
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