PIEDRA DE TOQUE
Por MARIO VARGAS LLOSA
21 de octubre de 2004
Caretas
CUANDO los alborotos revolucionarios de mayo de 1968 en París, Daniel Rondeau, hijo de un maestro de escuela, tenía veinte años y era estudiante de Derecho. El movimiento de los jóvenes parisinos que querían ser "realistas aspirando a lo imposible", le descubrió la política, mejor dicho la revolución, y le cambió la vida. Dejó los estudios y se volvió un militante maoísta. Luego de unos meses en París, apedreando comisarías y batiéndose a trompadas con los activistas del Partido Comunista francés (Cohn-Bendit los llamaba "la crápula estalinista"), decidió pasar a cosas más serias.
Liquidó todos sus asuntos y, con una pequeña maleta a cuestas, partió rumbo al Este de Francia, donde los diez años siguientes sería obrero y agitador empeñado en predicar el evangelio mao entre los trabajadores siderúrgicos. Rondeau ha dejado un testimonio de esta aventura en un pequeño libro emocionante: L'enthousiasme (1988).
En 1978, conscientes de que su acción no tenía otro futuro que la catacumba, la neurosis o el terrorismo, los maos decidieron suicidar a la organización. Daniel Rondeau se hizo periodista y dirigió las páginas culturales de Libération, en las buenas épocas del periódico. Y fue, luego, gran reportero internacional de Le nouvel observateur. Por unos años dirigió una pequeña editorial, Quai Voltaire, y escribió ensayos y novelas, entre ellos una bella trilogía sobre tres ciudades mediterráneas: Tánger, Alejandría y Estambul.
Pero, nada de esto, ni sus campañas a favor de la resistencia libanesa contra la invasión siria, o de los bosnios amenazados de extinción por los serbios y croatas, o del Salman Rushdie condenado a muerte por el fundamentalismo islámico, podían hacer sospechar que, luego de sepultarse por siete años en una aislada vivienda de la campiña de Champagne a vivir entre vacas y viñedos, Daniel Rondeau reaparecería en el mundo de las gentes normales con una novela tan desmesuradamente ambiciosa como Dans la marche du temps, que acaba de publicar Grasset. Ya no se escriben novelas así, en las que un novelista, convertido en un forzado de la pluma se empeña, como los grandes deicidas del siglo XIX, en oponer al mundo real un mundo ficticio tan minucioso y tan vasto, tan atestado y tan frenético, que parezca atrapar en sus páginas, como el aleph borgiano, toda la vida, toda la historia, toda la realidad. Ya sabemos que no es así, porque la ficción es la ficción, es decir, la negación de la vida, un espejismo, una vida artificial que recrea la real imponiéndole un orden, unas jerarquías, una coherencia y un principio y fin que la vertiginosa vida real no tiene nunca. Pero las novelas que comunican esa ilusión son las que duran, las que se injertan profundamente en la historia a través de los lectores enriquecidos en su sensibilidad, en su imaginación y en su espíritu crítico gracias a la utopía literaria. La novela de Daniel Rondeau pertenece a esa ilustre estirpe.
Dans la marche du temps empieza y termina en las rústicas alturas de Córcega, en las afueras de Bonifacio, donde, sobrevolando con la vista un paisaje paradisíaco, dos hombres, un padre y un hijo, ponen fin a un desencuentro de toda la vida, y confrontan dramáticamente sus recuerdos. Las imágenes los arrastran en una enloquecida exploración de todo el siglo veinte, con sus sueños generosos y sus realidades totalitarias, sus guerras, exterminios, genocidios, sus estridencias literarias y estéticas, la aparición de nuevas corrientes y valores musicales, sus desbarajustes y sus logros en el orden de las ideas, de los usos y las costumbres. Resumida así, la novela podría parecer un vasto fresco donde la ebullición de acontecimientos anula a los seres humanos y los convierte en fetiches o sombras. En verdad, ocurre lo contrario: los grandes sucesos históricos y las convulsiones sociales transpiran en el libro de experiencias vividas, por seres de carne y hueso bien dibujados y algunos entrañables, que, como Fabrizio del Dongo en la batalla, están a menudo ciegos y perdidos, sin la menor perspectiva sobre lo que ocurre a su alrededor. La idea de la historia humana que se levanta de esta ficción es la de un cúmulo de fantasías generosas u horripilantes que, no importa cuán diferentes la una de la otra, parecen todas desoír sistemáticamente el pascaliano principio de realidad. Y, sin embargo, la visión no es totalmente pesimista, aunque el saldo de cadáveres y víctimas fabricados por el fanatismo, el racismo, los prejuicios, la explotación y la estupidez en el siglo veinte sea espeluznante. Porque entre la hormigueante multitud de protagonistas prevalecen los que, como Pierre Perrignon, el pintoresco Stéphane, o Victoire, la alemana francesa de Weimar, ciertos combatientes de la resistencia o algunos de los prisioneros en Buchenwald, lucen una decencia pertinaz aun en las más envilecedoras circunstancias y son capaces de mantener viva la esperanza incluso cuando las llamas del infierno los están carbonizando.
Personajes inventados e históricos alternan en esta ronda febril donde asistimos a la desaparición de la Francia agraria y rural por el avance de la industrialización, la formación de los primeros sindicatos comunistas, las dos guerras mundiales y el gran proyecto deshumanizador de los nazis, así como la estalinización del socialismo y la difícil supervivencia de la cultura democrática, amenazada de estrangulación por los dos colosos totalitarios. Pero la política, aunque es algo omnipresente en la novela, está lejos de absorberlo todo. La música, por ejemplo, es un saludable contrapeso a la política, y las páginas dedicadas a describir la relación entre Elizabeth y Augustin sumergen al lector en un mundo donde se suceden los conciertos, las óperas y coexisten la tradición clásica, el jazz, el boogie-woogie, los blues y los experimentos vanguardistas. Una muestra de los muchos ámbitos por los que transcurre esta historia multidimensional.
La gravedad cede muchas veces el sitio al humor. Una de las escenas más divertidas de la novela es un crucero en el que el líder comunista francés Maurice Thorez y buena parte de sus camaradas del Comité Central, disfrazados de gentlemen británicos, prueban un flamante yate adquirido por el Partido para usos varios, en vísperas de la contienda que arrasaría Europa. Otra, menos graciosa y más siniestra, es la de los contubernios de Jacques Duclos con los generales nazis de la ocupación, cuando el pacto firmado entre Stalin y Hitler y las convulsiones que provocó entre los militantes aquella alianza. Aunque una cierta pugnacidad crítica asoma a menudo en la voz del narrador, ella suele concentrarse en hechos específicos y en comportamientos enmarcados por circunstancias muy concretas, evitando de este modo la demonización del personaje o su conversión en caricatura, tarea nada fácil cuando se trata de presentar a torturadores, criminales fanáticos y a verdaderas inmundicias humanas. Pero, en una novela, la verosimilitud es incompatible con el ensañamiento de un creador contra alguna de sus criaturas; todas ellas deben tener derecho a la palabra, a mostrar sus razones y atenuantes para merecer la existencia. Rondeau lo consigue casi siempre, aunque alguna vez -sería imposible que no ocurriera así en una historia de esta envergadura- se le pasa la mano y desacredita desde fuera a un personaje maligno. Son los momentos más débiles de un libro que casi siempre mantiene un alto nivel de tensión y credibilidad.
Entre la inmensa colección de episodios que integra la novela, vale la pena señalar, como los más persuasivos, los que describen la niñez de Gus, el huérfano, en el contexto de una Francia en pleno proceso de transformación, cuando la mecanización de la agricultura expulsa del campo a las ciudades a unas masas campesinas que se convierten en obreros, y el paroxismo social y cultural que ello trae consigo. El equilibro entre la experiencia del niño solitario, desgarrado por conflictos íntimos, y su duro aprendizaje de la lucha por la vida, y el fenómeno colectivo de fracturas familiares, violentos cambios de costumbres, creencias, mitos, y las convulsiones políticas que ello acarrea está admirablemente logrado. De ellas transpira, sin premeditación alguna por parte del narrador, una evidencia: que, no importa cuán influyentes sean los condicionamientos sociales, un ser humano, aun en la más lastimosa situación, tiene siempre la posibilidad de elegir y, por lo mismo, de asumir su libertad.
¿Cuál será la reacción del público frente a Dans la marche du temps? ¿Tendrá todos los lectores y el reconocimiento que merece? No es fácil que así sea. Vivimos en una época en la que dedicar siete años de la vida a escribir un libro de tanto vuelo va totalmente en contra de las modas establecidas, que, en lo referente a la literatura, es la de las obras leves, entretenidas y brillantes, que hagan pasar un buen rato, no den dolores de cabeza, no exijan mayor esfuerzo intelectual ni tomen mucho tiempo. Daniel Rondeau se las ha arreglado con este libro para transgredir todas las normas entronizadas por el momento para merecer el favor de los lectores apresurados de nuestros días, lo que prueba que, aunque escondido tras la apariencia de un escritor campagnard, no está desaparecido del todo el belicoso mao que fue en su juventud. Pero, sea cual fuere la suerte que corra esta novela en lo inmediato, me atrevo a asegurar que ella sobrevivirá a la hecatombe cotidiana que merecidamente desaparece cada día a tantos millones de páginas impresas, y que tendrá lectores agradecidos y reverentes en las generaciones venideras.
© Mario Vargas Llosa, 2004.
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