Despedida a un combatiente
por Mario Vargas Llosa
02 de mayo de 2006
Por Mario Vargas Llosa
La muerte de Jean François Revel abre un vacío intelectual en Francia que, en lo inmediato, nadie va a llenar, priva a la cultura liberal de uno de sus más lúcidos y aguerridos combatientes y nos deja a sus lectores, admiradores y amigos con una sobrecogedora sensación de orfandad.
Había nacido en 1924 en Marsella y aprobado todos los requisitos que en Francia auguran una carrera académica de alto nivel (Escuela Normal Superior, agregación en Filosofía, militancia en la resistencia durante la ocupación) y enseñado en los institutos franceses de México y Florencia, donde aprendió el español y el italiano, dos de los cinco idiomas que hablaba a la perfección. Su biografía oficial dice que su primer libro fue “Pourquoi des philosophes?” (1957) (¿Para qué los filósofos?), pero, en verdad, había publicado antes una novela, “Histoire de Flore”, que, por excesivo sentido de autocrítica, nunca reeditó. Aquel ensayo, y su continuación de cinco años después, “La Cabale des dévots” (1962) (La Cábala de los devotos) revelaron al mundo a un formidable panfletario a la manera de Voltaire, culto y pugnaz, irónico y lapidario, en el que la riqueza de las ideas y el espíritu insumiso se desplegaban en una prosa tersa y por momentos incandescente. Recuerdo haberlos leído sorprendido, sacudido, irritado y, a fin de cuentas, con inmenso placer. Todos los grandes íconos en aquellos años quedaban bastante despintados en esos ensayos que denunciaban el oscurantismo gratuito, pretencioso y tramposo del lenguaje en que se expresaba buena parte de la filosofía de moda (de Lacan a Heidegger, de Sartre a Teilhard de Chardin, de Merleau-Ponty a Lévy-Strauss). El panfleto, en el siglo dieciocho, no era en modo alguno esa forma retórica de diatriba vulgar y casi siempre insustancial que define en nuestra época aquel concepto, sino una comunicación polémica de alta cultura, un desafío semejante a las cartas de batalla medievales pero en el orden de las ideas, que empleaban los mejores talentos, volcando en esos textos sus mejores prendas intelectuales, para llegar a un público más vasto que el de los especialistas. Entre las mil actividades que desempeñó Jean François Revel, figura la de haber dirigido en la editorial inconformista de J.J. Pauvert una excelente colección, llamada “Libertés”, de panfletos en la que figuraban Diderot, Voltaire, Hume, Rousseau, Zola, Marx, Breton y muchos otros.
A esa dinastía de grandes polemistas, rebeldes y agitadores intelectuales pertenecía Jean François Revel y fue una verdadera suerte para la cultura de la libertad que, en 1963, abandonara su carrera universitaria para dedicarse de lleno al periodismo y a escribir sus ensayos, que llegaron a un público muy vasto, gracias al esfuerzo que hizo siempre, muy coherente con las críticas que había formulado a sus colegas filósofos, de conciliar el rigor intelectual con la claridad de la expresión. En esto fue todavía mucho más lejos que Raymond Aron, su amigo y maestro y a quien heredó la responsabilidad de ser el gran valedor de las ideas liberales en un país y en un momento histórico en que “el opio de los intelectuales” (como llamó Aron al marxismo en un ensayo célebre) tenía poco menos que hechizada a la intelectualidad francesa (La obnubilación llegó a tal extremo que el inteligente Sartre había declarado, a su regreso de un viaje a Moscú: “La libertad de crítica es total en la Unión Soviética”). Todos los libros de Revel, sin excepción, están al alcance de un lector medianamente culto, pese a que en algunos de ellos se discuten asuntos de intrincada complejidad, como doctrinas teológicas, eruditas polémicas de filología o estéticas, descubrimientos científicos o teorías sobre el arte. Nunca recurrió a la jerga especializada ni confundió la oscuridad con la profundidad. Fue siempre claro sin ser jamás superficial. Que eso lo consiguiera en sus libros, ya es un mérito; pero lo es todavía más que esa fuera la tónica de los centenares de artículos que escribió, en las publicaciones en que a lo largo de más de medio siglo comentó cada semana la actualidad: “France Observateur”, “L’Express” (del que fue director) y “Le Point”.
Por ignorantes, o para tratar de desprestigiarlo, muchos cacógrafos lo han presentado en estos días como un pensador ‘conservador’. No lo fue nunca. Fue, en su juventud, un socialista, y por eso se opuso, con críticas acerbas, a la Quinta República del general de Gaulle (”Le Style du Géneral”, 1959), y todavía en 1968 se enfrentó, en un ensayo sin misericordia, a la Francia de la reacción (”Lettre ouverte a la droite”). El año anterior, había sido candidato a diputado por el partido de François Mitterrand. Toda su vida fue un republicano ateo y anticlerical, severísimo catón del espíritu dogmático de todas las iglesias y en especial la católica, un defensor del laicismo y del racionalismo heredados del siglo de las luces (se explayó al respecto con sabiduría y humor en su libro-polémica con su hijo Matthieu, monje tibetano y traductor del Dalai Lama: “Le Moine et le Philosophe” (1997)). Dentro del espectro de variantes del liberalismo, Revel estuvo siempre en aquella que más se acerca al anarquismo, aunque sin caer en él, como sugiere aquella insolente declaración del principio de sus memorias: “Aborrezco a la familia, tanto aquella en la que nací como las que yo mismo fundé”.
Pero es verdad que el grueso de sus críticas, y esos libros que provocaron verdaderos seísmos intelectuales en el seno de la corrección política, se dirigían a esa izquierda enemistada con la cultura democrática, la sometida al dogmatismo marxista o maoísta, y, sobre todo, a la acobardada y paralizada por el temor de ser acusada de “venderse a la reacción”, que sirvió en tantos países de Caballo de Troya del totalitarismo, y a la proliferación de una literatura política supuestamente progresista sin vuelo, sin músculos y sin alma, hecha de lugares comunes y retórica estupefaciente. “La Tentation totalitaire” (1976), “Comment les démocraies finissent” (1983), “Le Terrorisme contra la démocratie” (1987) y “La Connaissance inutile” (1988) provocaron intensas y estimulantes polémicas y sirvieron para mostrar que un pensador liberal podía ser, si tenía el talento, la cultura y la valentía de un Revel, de encarnar el verdadero espíritu inconforme y trasgresor en tiempos de abdicación y aplatanamiento moral de la izquierda democrática.
Pero sería una gran injusticia hablar de Jean François Revel solo como un ensayista político. En realidad, fue un humanista moderno, con curiosidades por todo el abanico de vocaciones y disciplinas, las letras y las artes, como testimonian sus libros y sus artículos que versan sobre los temas más diversos. Pero en ninguno de los temas sobre los que escribió aparecía como un mero diletante. Su ensayo sobre Proust es delicado y sensible, una lectura original, con algunos hallazgos sorprendentes. Y también lo son sus escritos sobre el arte, y la crítica de arte, que revelan una larga frecuentación de museos, galerías y bibliotecas afines. Su hermosa “Antología de la Poesía Francesa” (1991) muestra una curiosa mezcla de amor por la tradición y la vanguardia al mismo tiempo y es, como todo lo que escribió, iconoclasta y original. Su libro sobre gastronomía, “Un festín en paroles” (1979) es, qué duda cabe, el libro de alguien que sabía muy bien de lo que hablaba. Verlo disfrutar de la comida era un espectáculo, solo comparable al que ofrecía Pablo Neruda frente a una mesa llena de manjares. Todo su inmenso amor a la vida –a esta vida, la única en la que creía– transparecía allí, en el brillo feliz de sus ojos, en la seriedad con que probaba cada bocado, en la gran sonrisa que era signo inequívoco de su aprobación.
Desde que, en su juventud, pasó dos años en México, como profesor, se interesó en América Latina, leyó mucho su literatura y estudió su historia y siguió sus avatares políticos con la seriedad y la falta de prejuicios que le permitieron conocer al continente de las esperanzas frustradas como muy pocos intelectuales europeos. También en este campo dio una batalla que nunca podremos agradecerle bastante los latinoamericanos. Es verdad que no era suficiente contrapeso al inmenso caudal de estereotipos y distorsiones que anegan por lo general los artículos y ensayos sobre América Latina que se publican en Europa, pero sin él las cosas hubieran sido todavía mucho peor. Cada una de las giras de Jean François Revel por los países latinoamericanos en las últimas tres décadas fueron enormemente positivas y gracias a él, por ejemplo, el venezolano Carlos Rangel se animó a publicar sus magníficos ensayos.
El temible polemista era un hombre bueno, generoso, un amigo leal, deslumbrante en las conversaciones de pequeños grupos, cuando, con una copa en la mano, se abandonaba al chisme, la anécdota, la picardía y el humor, inmensamente divertido. Parecía haberlo leído todo, pues sobre casi todo hablaba con una solvencia tranquila y una memoria de elefante, pero no había en él ni asomo de pedantería. Todo lo contrario. Nos conocimos a principios de los años setenta y, desde entonces, fuimos amigos, y también, creo que puedo decirlo sin parecer jactancioso, compañeros de barricada, porque ninguno de los dos se avergonzaba de ser llamado un liberal, palabra que, a pesar de todas las montañas de insidia con que han querido ensuciarla en estas décadas, sigue siendo, para mí, como lo era para Revel, una palabra hermosísima, pariente sanguínea de la libertad y de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad, desde el nacimiento del individuo, la democracia, el reconocimiento del otro, los derechos humanos, la lenta disolución de las fronteras y la coexistencia en la diversidad. No hay palabra que represente mejor la idea de civilización y que esté más reñida con todas las manifestaciones de la barbarie que han llenado de sangre, injusticia, censura, crímenes y explotación la historia humana. Y pocos intelectuales modernos obraron tanto como Revel para mantenerla viva y operante en estos tiempos difíciles.
Querido Jean François, te vamos a extrañar.
PARÍS, 2 DE MAYO DE 2006
© MARIO VARGAS LLOSA, 2006.
© DIARIO “EL PAÍS”, SL/ MARIO VARGAS LLOSA. PRISACOM.
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