lunes, 18 de enero de 2010


En la Marcha del Tiempo

PIEDRA DE TOQUE
Por MARIO VARGAS LLOSA

21 de octubre de 2004

Caretas

CUANDO los alborotos revolucionarios de mayo de 1968 en París, Daniel Rondeau, hijo de un maestro de escuela, tenía veinte años y era estudiante de Derecho. El movimiento de los jóvenes parisinos que querían ser "realistas aspirando a lo imposible", le descubrió la política, mejor dicho la revolución, y le cambió la vida. Dejó los estudios y se volvió un militante maoísta. Luego de unos meses en París, apedreando comisarías y batiéndose a trompadas con los activistas del Partido Comunista francés (Cohn-Bendit los llamaba "la crápula estalinista"), decidió pasar a cosas más serias.

Liquidó todos sus asuntos y, con una pequeña maleta a cuestas, partió rumbo al Este de Francia, donde los diez años siguientes sería obrero y agitador empeñado en predicar el evangelio mao entre los trabajadores siderúrgicos. Rondeau ha dejado un testimonio de esta aventura en un pequeño libro emocionante: L'enthousiasme (1988).

En 1978, conscientes de que su acción no tenía otro futuro que la catacumba, la neurosis o el terrorismo, los maos decidieron suicidar a la organización. Daniel Rondeau se hizo periodista y dirigió las páginas culturales de Libération, en las buenas épocas del periódico. Y fue, luego, gran reportero internacional de Le nouvel observateur. Por unos años dirigió una pequeña editorial, Quai Voltaire, y escribió ensayos y novelas, entre ellos una bella trilogía sobre tres ciudades mediterráneas: Tánger, Alejandría y Estambul.

Pero, nada de esto, ni sus campañas a favor de la resistencia libanesa contra la invasión siria, o de los bosnios amenazados de extinción por los serbios y croatas, o del Salman Rushdie condenado a muerte por el fundamentalismo islámico, podían hacer sospechar que, luego de sepultarse por siete años en una aislada vivienda de la campiña de Champagne a vivir entre vacas y viñedos, Daniel Rondeau reaparecería en el mundo de las gentes normales con una novela tan desmesuradamente ambiciosa como Dans la marche du temps, que acaba de publicar Grasset. Ya no se escriben novelas así, en las que un novelista, convertido en un forzado de la pluma se empeña, como los grandes deicidas del siglo XIX, en oponer al mundo real un mundo ficticio tan minucioso y tan vasto, tan atestado y tan frenético, que parezca atrapar en sus páginas, como el aleph borgiano, toda la vida, toda la historia, toda la realidad. Ya sabemos que no es así, porque la ficción es la ficción, es decir, la negación de la vida, un espejismo, una vida artificial que recrea la real imponiéndole un orden, unas jerarquías, una coherencia y un principio y fin que la vertiginosa vida real no tiene nunca. Pero las novelas que comunican esa ilusión son las que duran, las que se injertan profundamente en la historia a través de los lectores enriquecidos en su sensibilidad, en su imaginación y en su espíritu crítico gracias a la utopía literaria. La novela de Daniel Rondeau pertenece a esa ilustre estirpe.

Dans la marche du temps empieza y termina en las rústicas alturas de Córcega, en las afueras de Bonifacio, donde, sobrevolando con la vista un paisaje paradisíaco, dos hombres, un padre y un hijo, ponen fin a un desencuentro de toda la vida, y confrontan dramáticamente sus recuerdos. Las imágenes los arrastran en una enloquecida exploración de todo el siglo veinte, con sus sueños generosos y sus realidades totalitarias, sus guerras, exterminios, genocidios, sus estridencias literarias y estéticas, la aparición de nuevas corrientes y valores musicales, sus desbarajustes y sus logros en el orden de las ideas, de los usos y las costumbres. Resumida así, la novela podría parecer un vasto fresco donde la ebullición de acontecimientos anula a los seres humanos y los convierte en fetiches o sombras. En verdad, ocurre lo contrario: los grandes sucesos históricos y las convulsiones sociales transpiran en el libro de experiencias vividas, por seres de carne y hueso bien dibujados y algunos entrañables, que, como Fabrizio del Dongo en la batalla, están a menudo ciegos y perdidos, sin la menor perspectiva sobre lo que ocurre a su alrededor. La idea de la historia humana que se levanta de esta ficción es la de un cúmulo de fantasías generosas u horripilantes que, no importa cuán diferentes la una de la otra, parecen todas desoír sistemáticamente el pascaliano principio de realidad. Y, sin embargo, la visión no es totalmente pesimista, aunque el saldo de cadáveres y víctimas fabricados por el fanatismo, el racismo, los prejuicios, la explotación y la estupidez en el siglo veinte sea espeluznante. Porque entre la hormigueante multitud de protagonistas prevalecen los que, como Pierre Perrignon, el pintoresco Stéphane, o Victoire, la alemana francesa de Weimar, ciertos combatientes de la resistencia o algunos de los prisioneros en Buchenwald, lucen una decencia pertinaz aun en las más envilecedoras circunstancias y son capaces de mantener viva la esperanza incluso cuando las llamas del infierno los están carbonizando.

Personajes inventados e históricos alternan en esta ronda febril donde asistimos a la desaparición de la Francia agraria y rural por el avance de la industrialización, la formación de los primeros sindicatos comunistas, las dos guerras mundiales y el gran proyecto deshumanizador de los nazis, así como la estalinización del socialismo y la difícil supervivencia de la cultura democrática, amenazada de estrangulación por los dos colosos totalitarios. Pero la política, aunque es algo omnipresente en la novela, está lejos de absorberlo todo. La música, por ejemplo, es un saludable contrapeso a la política, y las páginas dedicadas a describir la relación entre Elizabeth y Augustin sumergen al lector en un mundo donde se suceden los conciertos, las óperas y coexisten la tradición clásica, el jazz, el boogie-woogie, los blues y los experimentos vanguardistas. Una muestra de los muchos ámbitos por los que transcurre esta historia multidimensional.

La gravedad cede muchas veces el sitio al humor. Una de las escenas más divertidas de la novela es un crucero en el que el líder comunista francés Maurice Thorez y buena parte de sus camaradas del Comité Central, disfrazados de gentlemen británicos, prueban un flamante yate adquirido por el Partido para usos varios, en vísperas de la contienda que arrasaría Europa. Otra, menos graciosa y más siniestra, es la de los contubernios de Jacques Duclos con los generales nazis de la ocupación, cuando el pacto firmado entre Stalin y Hitler y las convulsiones que provocó entre los militantes aquella alianza. Aunque una cierta pugnacidad crítica asoma a menudo en la voz del narrador, ella suele concentrarse en hechos específicos y en comportamientos enmarcados por circunstancias muy concretas, evitando de este modo la demonización del personaje o su conversión en caricatura, tarea nada fácil cuando se trata de presentar a torturadores, criminales fanáticos y a verdaderas inmundicias humanas. Pero, en una novela, la verosimilitud es incompatible con el ensañamiento de un creador contra alguna de sus criaturas; todas ellas deben tener derecho a la palabra, a mostrar sus razones y atenuantes para merecer la existencia. Rondeau lo consigue casi siempre, aunque alguna vez -sería imposible que no ocurriera así en una historia de esta envergadura- se le pasa la mano y desacredita desde fuera a un personaje maligno. Son los momentos más débiles de un libro que casi siempre mantiene un alto nivel de tensión y credibilidad.

Entre la inmensa colección de episodios que integra la novela, vale la pena señalar, como los más persuasivos, los que describen la niñez de Gus, el huérfano, en el contexto de una Francia en pleno proceso de transformación, cuando la mecanización de la agricultura expulsa del campo a las ciudades a unas masas campesinas que se convierten en obreros, y el paroxismo social y cultural que ello trae consigo. El equilibro entre la experiencia del niño solitario, desgarrado por conflictos íntimos, y su duro aprendizaje de la lucha por la vida, y el fenómeno colectivo de fracturas familiares, violentos cambios de costumbres, creencias, mitos, y las convulsiones políticas que ello acarrea está admirablemente logrado. De ellas transpira, sin premeditación alguna por parte del narrador, una evidencia: que, no importa cuán influyentes sean los condicionamientos sociales, un ser humano, aun en la más lastimosa situación, tiene siempre la posibilidad de elegir y, por lo mismo, de asumir su libertad.

¿Cuál será la reacción del público frente a Dans la marche du temps? ¿Tendrá todos los lectores y el reconocimiento que merece? No es fácil que así sea. Vivimos en una época en la que dedicar siete años de la vida a escribir un libro de tanto vuelo va totalmente en contra de las modas establecidas, que, en lo referente a la literatura, es la de las obras leves, entretenidas y brillantes, que hagan pasar un buen rato, no den dolores de cabeza, no exijan mayor esfuerzo intelectual ni tomen mucho tiempo. Daniel Rondeau se las ha arreglado con este libro para transgredir todas las normas entronizadas por el momento para merecer el favor de los lectores apresurados de nuestros días, lo que prueba que, aunque escondido tras la apariencia de un escritor campagnard, no está desaparecido del todo el belicoso mao que fue en su juventud. Pero, sea cual fuere la suerte que corra esta novela en lo inmediato, me atrevo a asegurar que ella sobrevivirá a la hecatombe cotidiana que merecidamente desaparece cada día a tantos millones de páginas impresas, y que tendrá lectores agradecidos y reverentes en las generaciones venideras.

© Mario Vargas Llosa, 2004.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2004.

martes, 12 de enero de 2010


"El chisme es una pasión limeña"





ENTREVISTA. MARIO VARGAS LLOSA

El Comercio
01 de febrero de 2009

En un entretenido diálogo, el afamado escritor habla sobre su trabajo creativo, el mayor entretenimiento de los limeños y la cultura
Por: Mariella Balbi

El Comercio publicará 15 obras suyas en edición popular, imagino que esto lo gratifica.

Hombre, pues sobre todo porque los libros llegarán a un público grande, que generalmente no va a librerías. Los libros van a salir mucho más baratos, es una manera de promover la lectura masiva. La idea es muy bonita.

¿Cuál de sus libros es el que jala más público?

Ah, bueno, esa es una pregunta interesante porque no es el mismo libro en todos los casos. En España, el que más éxito ha tenido es “Pantaleón y las visitadoras”, se reedita constantemente. En el resto del mundo que no es de lengua española, el más vendido es “La tía Julia y el escribidor”. Yo creí siempre que era un libro muy peruano porque las radionovelas que aparecen ahí aluden a una realidad, incluso ni siquiera peruana, sino limeña. Pero ha pasado muy bien las fronteras lingüísticas, creo que es el que tiene más traducciones. Y “Las travesuras de la niña mala” es el que más éxito ha tenido en Inglaterra, en EE.UU. no, lo que para mí es una sorpresa

¿Por qué?

Probablemente porque hay un capítulo que ocurre en Inglaterra en la época del “swinging London”. Siempre es algo muy misterioso. Un editor norteamericano me dijo algo que siempre me ha quedado en la memoria: “No hay manera de saber, de anticipar la reacción del público con los libros”. Digamos, si un autor tiene mucho éxito sí, pero nunca sabrás de entrada por qué tiene mucho éxito. Agregó “si eso se supiera, los editores solo publicarían “best sellers””. Ahí todavía hay una libertad extraordinaria de un público que no puede ser manipulado por la publicidad. A veces nos entusiasmamos con un libro, decidimos gastar muchísimo en publicidad y pasa desapercibido. Y a veces ocurre lo contrario. Mira el caso de “El gatopardo”. Creo que es una obra maestra, probablemente la mejor novela que se escribió en Italia en el siglo XX. Bueno, fue rechazada por seis editoriales. El pobre Lampedusa murió creyendo que su libro era un fracaso total. Se publicó después de muerto y se convirtió en el más grande “best seller” de la historia de la novela italiana y luego de 60 años sigue estando entre los más vendidos. En política se puede manipular, incluso en países cultos, pero en literatura no. Esto te da una libertad extraordinaria a la hora de escribir, si no los escritores serían corrompidos, solo harían “best sellers”.

¿Cuando escribe toma en cuenta al lector o lo obvia?

Creo que todos los escritores piensan en un lector. Te desdoblas para intentar ver cómo reacciona el lector frente a tu texto. Pero no por razones de éxito o fracaso, sino por razones de credibilidad. Si tú no eres capaz de creer lo que cuentas quiere decir que no estás en la buena línea, que tienes que rehacer, reescribir. Es la parte más fascinante porque es la parte más íntima del trabajo creativo.

Se pone en la piel del lector

Te duplicas, tú mismo eres el que escribe y el que lee, como si fueras un lector virgen

Un travestismo literario

Exactamente, es una especie de travestismo. Es difícil explicar por qué, pero yo sé con precisión cuándo no acierto, cuándo aquello que estoy contando no debe ser narrado de esa manera porque no es creíble, porque hay algo que no funciona, un elemento de artificio, de falsedad, que se hace presente y que mata la ilusión. Eso es lo que no permite que viva una historia. Hasta que realmente siento que la ilusión está ahí, que esa es la manera de abordar esa situación. No es un conocimiento racional, es intuitivo.

¿En sus novelas quiere dar algún mensaje o le importa un comino?

Un mensaje no, porque si quiero defender o criticar algo muy específico escribo un ensayo o un artículo. Cuando escribes una novela o teatro tratas de trascender la actualidad. Los grandes temas son inactuales y me interesan muchísimo la justicia, la injusticia, la incertidumbre sobre lo que es el hombre, el más allá, la condición humana. Cuando escribo una novela o una obra de teatro, al principio es para mí algo muy misterioso. No sé la historia que quiero contar, sé que tengo una inquietud, un desasosiego respecto de un personaje o de una situación. Pero es algo que no ha ocurrido de manera premeditada y que empieza a crear esa especie de ansiedad que me lleva a tomar notas, a hacer pequeños esquemas, pequeñas trayectorias sin estar seguro de qué voy a escribir. Hasta que de pronto todo eso empieza a ponerse en marcha y empiezo a escribir, pero sin saber al principio a dónde voy. Al inicio siempre voy a tientas. Con algunos libros me ha pasado que he trabajado uno o dos años sin tener claro cuál iba a ser la historia final. Eso me ocurrió con “Conversación en La Catedral”.

¿Y eso por qué?

Digamos que es mi manera de escribir. Todos los escritores encuentran su método

Claro, ¿pero por qué con “Conversación en La Catedral”?

Probablemente porque ahí no tenía un personaje, una anécdota a partir de la cual arranca la novela, la idea que tenía que ver era con una experiencia generacional, la dictadura de Odría. Lo que fue ser niño cuando esta empezaba y ser un hombre cuando terminaba. Para mí, eso significó entrar a una universidad donde había muchos profesores exiliados, estudiantes en las cárceles o en el exilio. Estudiar en una universidad como San Marcos era vivir una inseguridad total. No sabías si el compañero de tu costado era un soplón enviado por Esparza Zañartu porque la universidad estaba impregnada de soplones. Era un país donde no había política, esta se convirtió en una mala palabra y todos los partidos estaban prohibidos por la ley de seguridad interior. Era vivir en la mentira porque no sabías qué ocurría, los periódicos estaban censurados o se autocensuraban, un mundo donde la única actividad política posible era la clandestina. Se vivía en una sociedad muy corrompida. La corrupción la olías pero no se podía denunciar o combatir abiertamente.

No han cambiado mucho las cosas…

No, sí han cambiado. Hay democracias corrompidas pero una dictadura es una corrupción integral. Eso era lo que quería escribir, una novela que contara desde fuera cómo un país que vive en una situación política determinada produce una corrupción que contamina las actividades más alejadas de la política; la relación entre padres e hijos, la relación amorosa de una pareja, la vida profesional. Bueno, eso se ha vivido en la época de Fujimori. Fueron 10 años de una dictadura mucho más sutil, más moderna que la de Odría pero infinitamente más corrupta. Entonces empezar a escribir eso era enfrentarse a una especie de hormiguero donde había muchísimos personajes de distintas clases sociales, de distintos medios, de distintas actividades, mentalidades, culturas. Andaba medio perdido, escribía episodios, conectaba algunos, de pronto me quedaban grandes lagunas, grandes blancos. Y al mismo tiempo me fascinaba tanto el proyecto, estaba tan excitado con la idea de poder llegar a controlar esa enorme maquinaria que era la historia que trabajé con muchísimo entusiasmo, pero durante una buena parte fue a ciegas.

¿Esto le produce angustia?

Me produce angustia y al mismo tiempo una gran excitación, que es lo que te estimula y te lleva a seguir. Para mí lo que es fascinante —y eso me ha ocurrido desde que escribí mi primera historia— es cómo al principio es una operación tan fría, algo que sientes muy distante, que vas contando con un lenguaje muerto y después poco a poco, con la disciplina, con la perseverancia, con la terquedad, de pronto empiezas a sentirte llevado por la historia. Esta ya ha comenzado a generar sus propias fuerzas, su dinámica. Hay cosas que tienes que respetar, ya no puedes decidir arbitrariamente que los personajes hagan ciertas cosas, sientes que ahí hay alguna resistencia. Para mí es la parte más emocionante porque tienes la sensación de haber producido un simulacro de vida. Y lo has conseguido utilizando palabras, excluyendo otras, organizando el tiempo, los puntos de vista, ocultando ciertas cosas, o más bien distrayendo al lector para poder hacer que pasen ciertas cosas que normalmente el lector rechazaría. Crear ese simulacro de vida que es una novela me produce una gran satisfacción.

También le da un gran poder

Es un poder muy solitario, frente a un papel, ja…

Luego, el reconocimiento…

Sí, pero la satisfacción mayor es secreta. Creo que en la soledad en que te sumerges para crear pasas momentos muy difíciles, pero al mismo tiempo son de una sorpresa, de una satisfacción íntima que no se compara a ningún tipo de reconocimiento. Onetti dice: “Habías ganado una batalla secreta”. Creo que es muy exacto, los franceses llaman a la creación “la lucha con el ángel”. Bueno, pues es eso, es una especie de lucha contra alguien invisible que quiere que fracases, que te pone trampas, que te desmoraliza y al mismo tiempo tú te enfrentas y resistes, te empecinas en hacerlo. Y de pronto, en un momento dado, eso fluye, empieza a salir. Para llegar a ese momento estás constantemente emprendiendo nuevos proyectos, que es lo que te mantiene en actividad.

¿Los peruanos son fabuladores o más bien chismosos?

Los limeños son chismosos; el chisme es una pasión limeña. No olvides que Lima fue capital del virreinato y ese tipo de sociedad genera la chismografía, ja. Está profundamente arraigada en el alma limeña. Nosotros hemos creado un género literario que es chismográfico: las tradiciones de Ricardo Palma. Son chismografía pura, pequeñas anécdotas que transgreden la intimidad de las familias, de los medios, de los conventos. Con eso se burla un poco y satisface el morbo secreto, lo cual es muy limeño.


SOBRE LA CULTURA Y LA HUACHAFERÍA

“En el Perú la élite es inculta, es muy mal educada”

¿La cultura en el Perú tiene un nivel “regularón”?

Hay que hacer distinciones. Individualmente el Perú tiene creadores magníficos de muy alto nivel y eso me parece estupendo. Ahora, si se piensa en cultura como en un contexto social, está restringida a una minoría muy pequeña, es un privilegio. En el Perú, salvo Lima y dos o tres ciudades, prácticamente no hay librerías.

¿Observa un menosprecio al quehacer cultural?

Menosprecio no, lo que hay es ignorancia. En el Perú la élite es bastante inculta, mucho más que la de otros países latinoamericanos. Es una élite muy mal educada. Ha sido educada a ganar dinero, pero no se le ha enseñado a gozar de la cultura. Es una élite económica que no tiene ni la pasión, ni el gusto, ni el esnobismo de la cultura. ¿Dónde tiene arraigo esta? En la clase media, sobre todo en la más modesta que ve en la cultura un instrumento de ascenso social. En ese sector es de donde salen los mejores pintores, escritores, músicos. Es un público que ve con interés la cultura, a veces con pasión, es el Perú que lee, que llena el teatro, por ejemplo.

¿Ha cambiado o enriquecido su concepto de la huachafería?

La huachafería está muy viva, no ha perdido su vigencia (ríe). Forma parte de nuestra cultura

¿Le ve nuevas aristas?

Sí, claro. La huachafería evoluciona. Hombre, un huachafo hoy día no se parece al huachafo de hace 30 años. Hoy día, con la globalización, el mundo ha entrado a formar parte de la huachafería peruana también, ¿no?

¿Un ejemplo?

Mi ejemplo va a ser malo, no va a llegar a la riqueza de la realidad huachafa del Perú. Pero si insistes te diré que las bermudas. ¿Tú has visto a los hombres con bermudas?

En todas partes del mundo las llevan en verano

No, pero en el Perú eso tiene una connotación muy especial, ja, ja. Son los jóvenes, los viejos, los pobres y los ricos. ¡Todos se ponen bermudas! Es una huachafería monumental. Es que yo creo que la huachafería acaba con las distinciones sociales, es una especie de cultura común que comparten pobres y ricos, provincianos y capitalinos, aunque hay variantes regionales. La huachafería arequipeña es distinta a la trujillana, por ejemplo. Pero los peruanos se reconocen y se identifican en ella y crean una unidad nacional en un país que es tan diverso por tantas cosas. La manera de hablar, ja, ja, la sensiblería huachafa, por ejemplo. Bueno es un tema que podría dar para una larga conversación (ríe).
Segunda parte
 "Tengo la casi seguridad de que el Perú está bien enrumbado"

El Comercio 02 de febrero de 2009
 

¿Por qué no quiere hablar de política nacional?

Por una razón muy sencilla, prácticamente todos los medios me han invitado a dar entrevistas y a todos les he dicho que no, porque estoy escribiendo mi novela y no quiero pasarme mi estadía en Lima dando entrevistas políticas. Mira, yo no quiero dar la idea de que estoy haciendo política. Yo escribo sobre política cuando creo que vale la pena, porque hay que hacer un pronunciamiento sobre determinado tema. Por ejemplo, cuando venga la sentencia a Fujimori la voy a comentar porque es muy importante que por primera vez un dictador sea juzgado por tribunales civiles con todas las garantías que da la ley. Pero no puedo estar en el cotilleo político diario, ni siquiera lo sigo. No estoy en la pequeña menudencia, trabajo 10, 12 horas al día. Y si hablo de política los otros periodistas van a decir por qué no me la han dado a mí.

El público que recibirá sus obras fluctúa entre los 14 y 45 años. Cómo cree que se relacionará con la época en que ocurren sus novelas. Es más bien lejana.

La literatura es siempre actual aunque cuente cosas muy antiguas. El hecho de que las historias no ocurran en esta época sino en el pasado no tiene ninguna importancia.

Me refería a que la gente de mi edad o de la suya se vinculan más con el Perú de “Conversación en La Catedral” o con la “Historia de Mayta”

Habría que preguntarse primero si los de 15 años leen. Esa nueva generación es muy distinta de las anteriores. Me parece que está más cerca de la música que de la literatura. La verdad no lo sé. Creo que hoy día la música les da a muchos jóvenes lo que antes transmitía la pintura, la literatura. Es el signo generacional, pienso que eso comienza en los años 70, en Inglaterra donde la música se convierte en una señal de identidad entre ellos. En la música comulgan, se reencuentran, se conectan por encima de las lenguas, las culturas y las tradiciones. Y esto ha continuado, hay una especie de común denominador que la música les da a las nuevas generaciones.

¿Cuáles serían los libros que le gustarían que prevalecieran sobre los otros?

Pues “Conversación en La Catedral”, “La guerra del fin del mundo” y la novela que voy a escribir, sin duda, ja. Creo que desde el punto de vista psicológico es muy importante para un escritor estar convencido de que su mejor libro todavía está por escribirse.

¿Cuál es el argumento de su próxima novela?

Está inspirada en un personaje histórico, Robert Casement, un irlandés que fue cónsul británico en el Congo, donde vivió 20 años. Estuvo un año y medio en la Amazonía peruana en la época de oro del caucho. Hizo unas denuncias que tuvieron un enorme efecto en Europa y en EE.UU. sobre las atrocidades que se cometieron tanto en el Congo como con los nativos amazónicos. Consiguió que los gobiernos occidentales tomaran posición, sobre todo que la opinión pública se movilizara muchísimo contra estos abusos. Gracias a ello alcanzó una enorme popularidad como gran humanista, gran altruista y defensor de los derechos humanos. Durante la Primera Guerra Mundial fue descubierto contrabandeando armas alemanas para los nacionalistas irlandeses. Esto provocó un escándalo monumental en Inglaterra, él había recibido las más altas condecoraciones del imperio. Interesante, porque él pertenecía a una familia irlandesa pro británica y admiró el colonialismo como un gran movimiento civilizador. Y en el Congo, secretamente, cambió de piel ante los horrores que vio allí. Llegó a la conclusión de que todo era una gran mentira, que el colonialismo era una institución monstruosa que solamente había llevado dolor y explotación. Esto lo hace un personaje tan complejo y tan misterioso.

¿Cuánto tiempo lleva trabajando este proyecto?

Un año, pero todavía estoy en la nebulosa, todavía estoy perdido (ríe).

Estará feliz.

Estaré más feliz cuando vea la luz, todavía no la veo del todo. Pero es una novela que me entusiasma mucho, además me obliga a investigar, a leer, a viajar mucho. Ese trabajo de documentación me estimula enormemente.

Diría que es un escritor realista o…

Realista en el sentido que me gusta simular la realidad en mis novelas, así como a los escritores fantásticos les gusta simular la irrealidad de lo que cuentan. Pero si tú analizas desde adentro la obra literaria, tenga esta una apariencia realista o fantástica, siempre es una invención, una ficción. Digamos que en mi caso hay una especie de prurito de simular la realidad objetiva, ¿no? No he hecho nunca literatura fantástica, me gusta leerla, a Borges, a Poe.

¿El cuento no lo atrapó?

Yo comencé escribiendo cuentos, lo que pasa es que los cuentos se me vuelven novela (ríe). “Pantaleón y las visitadoras” iba a ser un cuento y creció. En muchas de mis novelas utilizo relatos que pueden ser leídos independientemente.

¿Cree que los escritores peruanos están a la par de los de América Latina?

No hay que preocuparse de eso. Es muy malo utilizar la literatura como un pretexto para el patriotismo, es lo peor que podemos hacer. La literatura no es nacional, la verdadera trasciende las fronteras, ¿no? No hay nada más terrible que ser un buen escritor regional, ja, ja. Sí podemos decir, sin asomo de chauvinismo, que la literatura de nuestra lengua tiene hoy día un derecho de ciudad en el mundo que antes no tenía. Había autores aislados, pero hoy se sabe que América Latina, o si quieres la lengua española, quizá es más justo decir eso, produce escritores que pueden ser leídos en cualquier parte y que además no se trata de una cosa casual, ni generacional.

¿Es pesimista pensar que culturalmente no hay recambio en las nuevas generaciones?

Eso no es verdad. Cuando yo era joven los escritores en el Perú se contaban con una mano. Se publicaba mucho menos y era común que los escritores publicaran con su plata. No hemos llegado al ideal, pero el cambio es enorme. Mira, yo no puedo estar al día con los jóvenes que van saliendo y eso que leo mucho, soy un lector voraz. Para mí el placer supremo sigue siendo la lectura.

¿Qué le gusta tanto del teatro?

Es vivir la ficción. Un novelista vive tratando de crear ficciones, de simular la vida y de pronto en el teatro, la vida está ahí, encarnada. En un escenario dejas de ser quien eres y pasas a ser un personaje de ficción. Y durante las dos horas que dura el espectáculo eres una ficción encarnada, que tiene sangre, voz, movimiento. Pero no eres quien eres, sino otro, alguien que fue inventado. Eso es lo maravilloso del teatro. Además es el género que más se acerca a la vida. Tiene ese carácter efímero de la vida. Lo que ocurre en el escenario ocurre de verdad. Y si un actor se equivoca no tiene rectificación posible. No hay dos funciones que sean idénticas. En esas dos horas la ficción se volvió realidad. Para alguien que ha dedicado su vida a inventar historias esa experiencia es impagable, a mí me conmueve muchísimo.

¿Se arrepiente de haber descubierto tarde la faceta de actor?

No, no me arrepiento. Hombre, lo habría hecho antes si hubiera sabido que me iba dar un placer tan inconmensurable como me lo han dado las tres veces que me he montado a un escenario. No te puedes imaginar qué rejuvenecedora y novedosa ha sido esa experiencia para mí.

¿Escribir obras de teatro es igual que escribir novelas?

Para mí es una actividad mucho más modesta

¿Lo considera un género menor?

No, no, no, en absoluto. Cuando escribes una obra de teatro sabes que eres solo una pieza dentro de un mecanismo en el que otras personas —el director, los actores, los técnicos— van a jugar un rol tan o más importante que el tuyo para que esa ficción sea posible. Por eso cuando una obra de teatro es buena ocurre esa experiencia que yo creo que es única. Te deja una sensación de plenitud que ningún otro género te da.

Usted dejó la literatura por la política, en tres palabras qué sacó de esa experiencia. Esta sí es una verdadera obra de teatro, ¿no?

Para un escritor no hay experiencia mala, incluso las más terribles, al final lo enriquecen tremendamente. En segundo lugar, no hay una experiencia más instructiva para conocer un país, para conocer al ser humano y lo que es la política que ser candidato en una campaña electoral. Lo que yo aprendí en esos tres años no fue grato y en muchos sentidos fue deprimente, pero fue enormemente instructivo. Yo tenía una idea de la política que tuve que revisar profundamente después de haberla vivido en las condiciones en las que la viví. Entonces, no me arrepiento en lo absoluto. Ah. No lo volvería a hacer.

¿Ni muerto?

Eso no se puede decir, tú no sabes si hay circunstancias que de pronto te van a empujar a tener una actividad política, eso no se puede descartar en la vida. Pero en principio no lo volvería a hacer. Soy un escritor, no un político. En mí país está funcionando la democracia, que es lo fundamental. Es lo único que a mí me arrancaría de esa decisión, que venga otra vez un golpe de Estado y un dictador, que nuevamente el Perú parezca irse a los infiernos. Tengo la casi seguridad de que el Perú está bien enrumbado, incluso con todas las cosas que puedan ir mal, la orientación es la buena.

¿Siente que la gente le arrancha su tiempo?

¿Cómo te diría? Hay obligaciones sociales que yo he procurado reducir al mínimo, pero siempre quedan algunas que son inevitables y que con los años me cuesta cada vez más trabajo aceptarlas. Me gustaría hacer solo lo que me da la gana, solo lo que me gusta, evitar las cosas que detesto. Pero no siempre se puede, uno forma parte de una sociedad, tampoco puedes jugar al niño malo y malcriado. Por ejemplo, lo que más odio en la vida son los cocteles, nada odio tanto yo, y eso desde chiquito, ¿sabes? Sin embargo, hay veces que tengo que ir. A mí me encanta estar con un grupo de amigos, pero esas reuniones sociales impersonales donde estás horas con la copita en la mano; es que tú no te puedes imaginar la angustia, la desesperación a la que me puede llevar eso. Me dan ganas de tirarme por las ventanas.

¿Le parece que todo es fatuo y sin sentido?

Es una pérdida de tiempo. Yo trabajo mucho y, por ejemplo, me encanta el cine, me gustaría poder ir más. Aunque he reducido al mínimo esto, no puedes eliminarlo totalmente, a no ser que quieras jugar al anacoreta o al hurón y yo no soy eso.

¿Tiene angustia de morir?

Ninguna, por eso es que mantengo siempre mi ritmo de trabajo. Mientras yo trabajo la muerte no existe. Creo que esa debería ser la actitud de los seres humanos frente a la muerte, continuar tu vida muy comprometido con lo que haces. Como si fueras inmortal, de tal manera que la muerte sea un accidente que ocurre. Viene en un momento dado y, bueno, tu vida se interrumpe. Pero hasta el último momento estás ahí, como Sócrates. La historia que cuenta Platón siempre me maravilló, cuando vinieron a que Sócrates tomara la cicuta lo encontraron estudiando persa y siguió haciéndolo hasta el momento en que tuvo que matarse. Espero que la muerte me encuentre con mi libreta y mi lápiz, escribiendo. ¡Maravilloso! Un accidente y ya está, se acabó.

¿Cuando se deprime escribe?

Bueno, me deprimo escribiendo muchas veces. Pero ya sé que si persevero, mi trabajo me saca de la depresión, es el mejor antídoto. Ahora, lo que sí me llega a desmoralizar mucho, por eso procuro no vivirla, es la experiencia de la interrupción que a veces no se puede evitar. En esos días que estoy sin trabajar empiezo a sentir que el orden del mundo se comienza a deshacer, que entro en una especie de anarquía, de behetría. Recuerdo que en el colegio se hablaba de la behetría serrana, que en un momento dado del incario había un período de behetría. Esa palabra me fascinaba. Ya solo de grande descubrí que quería decir anarquía, desorden. Cuando estoy dos o tres días sin trabajar la palabra behetría se me viene a la cabeza y me digo: ¡mi vida se está convirtiendo en una behetría! y eso es peligrosísimo (ríe).

¿Le quita el sueño ganar el Premio Nobel?

Nooo, no me quita el sueño en absoluto.

¿Le molesta estar en la lista cada vez?

Me molesta porque da la impresión de que yo estuviera postulando mi candidatura, cosa que no es verdad. Me molesta mucho también porque tengo amigos que como que me recriminan no haberlo ganado. Tengo una amiga en España que me dice: “¡Pero no es posible, yo ya tengo mi vestido listo para ir a Estocolmo!”. Me hace sentir mal, ¿sabes?, me hace sentir en falta. Yo le respondo: “¡Pero qué quieres que haga, échale naftalina!”, ja, ja. Si viene, bienvenido, no he rechazado ningún premio. Pero —digamos— un escritor no puede vivir en función del Premio Nobel, porque es malo para el estilo, este se empobrece muchísimo y su literatura se estropea. No te voy a citar ejemplos, pero hay bastantes.


martes, 5 de enero de 2010


El sueño del chef



PIEDRA DE TOQUE

El Comercio
22 de marzo de 2009

Por: Mario Vargas Llosa Escritor

A comienzos de los años setenta, en una casa limeña situada en el límite mismo de dos barrios, San Isidro y Lince, donde se codeaban la pituquería y el pueblo, un niño de pocos años solía meterse a la cocina para escapar de sus cuatro hermanas mayores y los galanes que venían a visitarlas. La cocinera le había tomado cariño y lo dejaba poner los ojos, y a veces meter la mano, en los guisos que preparaba. Un día la dueña de casa descubrió que su único hijo varón —el pequeño Gastón— había aprendido a cocinar y que se gastaba las propinas corriendo al almacén Súper Epsa de la esquina a comprar calamares y otros alimentos que no figuraban en la dieta casera para experimentar con ellos.

El niño se llamaba Gastón Acurio, como su padre, un ingeniero y político que fue siempre colaborador cercano de Fernando Belaunde Terry. Alentado por su madre, el niño siguió pasando buena parte de su niñez y su adolescencia en la cocina, mientras terminaba el colegio y comenzaba en la Universidad Católica sus estudios de abogado. Ambos ocultaron al papá esta afición precoz del joven Gastón, que, acaso, el pater familias hubiera encontrado inusitada y poco viril.

El año 1987 Gastón Acurio fue a España, a seguir sus estudios de derecho en la Complutense. Sacaba buenas notas pero olvidaba todas las leyes que estudiaba después de los exámenes y lo que leía con amor no eran tratados jurídicos sino libros de cocina. El ejemplo y la leyenda de Juan María Arzak lo deslumbraron. Entonces, un buen día, comprendiendo que no podía seguir fingiendo más, decidió confesarle a su padre la verdad.

Gastón Acurio papá, un buen amigo mío, descubrió así, en un almuerzo con el hijo al que había ido a visitar a Madrid y al que creía enrumbado definitivamente hacia la abogacía, que a Gastón-hijo no solo no le gustaba el derecho, sino que, horror de horrores, ¡soñaba con ser cocinero! Él reconoce que su sorpresa fue monumental y yo estoy seguro de que perdió el habla y hasta se le descolgó la mandíbula de la impresión. En ese tiempo, en el Perú se creía que la cocina podía ser una afición, pero no una profesión de señoritos.

Sin embargo, hombre inteligente, terminó por inclinarse ante la vocación de su hijo, y le firmó un cheque, para que se fuera a París, a completar su formación en el Cordon Bleu. Nunca se arrepentiría y hoy debe ser, sin duda, uno de los padres más orgullosos del mundo por la formidable trayectoria de su heredero.

Gastón estuvo dos años en el Cordon Bleu y allí conoció a una muchacha francesa, de origen alemán, Astrid, que, al igual que él, había abandonado sus estudios universitarios —ella, de Medicina— para dedicarse de lleno a la cocina (principalmente, la pastelería). Estaban hechos el uno para el otro y era inevitable que se enamoraran y casaran.

Después de terminar sus estudios y hacer prácticas por algún tiempo en restaurantes europeos, se instalaron en el Perú y abrieron su primer restaurante, Astrid y Gastón, el 14 de julio de 1994, con 45 mil dólares prestados entre parientes cercanos y lejanos. El éxito fue casi inmediato y, quince años después, Astrid y Gastón exhibe sus exquisitas versiones de la cocina peruana, además de Lima, en Buenos Aires, Santiago, Quito, Bogotá, Caracas, Panamá, México y Madrid.

En estos restaurantes la tradicional comida peruana es el punto de partida pero no de llegada: ha sido depurada y enriquecida con toques personales que la sutilizan y adaptan a las exigencias de la vida moderna, a las circunstancias y oportunidades de la actualidad, sin traicionar sus orígenes pero, también, sin renunciar por ello a la invención y a la renovación. Otra variante del genio gastronómico de Gastón Acurio es La Mar, un restaurante menos elaborado y formal, más cercano a los sabores genuinos de la cocina popular, que, al igual que Astrid y Gastón, después de triunfar en el Perú, tiene ya una feliz existencia en siete países extranjeros. Y, como si esto fuera poco, han surgido en los últimos años otras cadenas, cada una de ellas con una personalidad propia y que desarrolla y promueve una rama o especialidad del frondoso recetario nacional, T’anta, Panchita, Pasquale Hermanos, la juguería peruana, La Pepa y —el último invento por ahora— Chicha, en ciudades del interior dotadas de una comida regional propia, a la que estos restaurantes quieren dignificar y promover. En el año de 2008 la cifra de ventas del complejo fue de 60 millones de dólares.

Pero el éxito de Gastón Acurio no puede medirse en dinero, aunque es de justicia decir de él que su talento como empresario y promotor es equivalente al que despliega ante las ollas y los fogones. Su hazaña es social y cultural. Nadie ha hecho tanto como él para que el mundo vaya descubriendo que el Perú, un país que tiene tantas carencias y limitaciones, goza de una de las cocinas más variadas, inventivas y refinadas del mundo, que puede competir sin complejos con las más afamadas, como la china y la francesa. (¿A qué se debe este fenómeno? Yo creo que a la larga tradición autoritaria del Perú: la cocina era uno de los pocos quehaceres en que los peruanos podían dar rienda suelta a su creatividad y libertad sin riesgo alguno).

En buena parte es culpa de Gastón Acurio que hoy los jóvenes peruanos de ambos sexos sueñen con ser chefs como antes soñaban con ser psicólogos, y antes economistas, y antes arquitectos. Ser cocinero se ha vuelto prestigioso, una vocación bendecida incluso por la frivolidad. Y por eso, pese a la crisis, en Lima se inauguran todo el tiempo nuevos restaurantes y las academias e institutos de alta cocina proliferan.

Si alguien me hubiera dicho hace algunos años que un día iba a ver organizarse en el extranjero “viajes turísticos gastronómicos” al Perú, no lo hubiera creído. Pero ha ocurrido y sospecho que los chupes de camarones, los piqueos, la causa, las pachamancas, los cebiches, el lomito saltado, el ají de gallina, los picarones, el suspiro a la limeña, etcétera, traen ahora al país tantos turistas como los palacios coloniales y prehispánicos del Cusco y las piedras de Machu Picchu. La casa-laboratorio que tiene Gastón Acurio en Barranco, donde explora, investiga, fantasea y discute nuevos proyectos con sus colaboradores, ha adquirido un renombre mítico y la vienen a visitar chefs y críticos de medio mundo.

Gracias a Gastón Acurio los peruanos han aprendido a apreciar en todo lo que vale la riqueza gastronómica de su tierra. Él tiene un programa televisivo en el que, desde hace cinco años, visita cada semana un restaurante distinto, para mostrar lo que hay en él de original y de diverso en materia de menú. De este modo ha ido revelando la increíble diversidad de recetas, variantes, innovaciones y creaciones de que está hecha la cocina peruana. Cómo se da tiempo para hacer tantas cosas (y todas bien) es un misterio. Su programa “Aventura culinaria” ha servido, entre otras cosas, para que se sepa que, además de Gastón Acurio, hay en el Perú de hoy otros chefs tan inspirados como él. Esa generosidad y espíritu ancho no es frecuente entre los empresarios, ni en el Perú, ni en ninguna otra parte.

Si en Astrid y Gastón, La Mar o cualquiera de los otros restaurantes de la familia, usted se siente mejor atendido que en otras partes, no se sorprenda. Los camareros de Gastón Acurio —juro que esto no es invención de novelista—siguen cursos de inglés, francés y japonés, y toman clases de teatro, de mimo y de danza. Si después de recibir este entrenamiento deciden buscarse otro trabajo, “mejor para ellos”, dice Acurio. “Esa es la idea, justamente”.

El éxito no lo ha mareado. Es sencillo, pragmático, vacunado contra el pesimismo, y, como goza tanto con lo que hace, resulta estimulante escucharlo hablar de sus proyectos y sueños. No tiene tiempo para envidias y su entusiasmo febril es contagioso. Si hubiera un centenar de empresarios y creadores como Gastón Acurio, el Perú hubiera dejado atrás el subdesarrollo hacía rato.

LIMA, MARZO DEL 2009

domingo, 3 de enero de 2010


Doce variaciones sobre un escritor


OCTUBRE DE 2007

Letras Libres

por Enrique Krauze, Fernando Savater, Carlos Alberto Montaner, José Miguel Oviedo, Jorge Edwards, Mario Muchink, Maite Rico y Bertrand de la Grange, J.J. Armas Marcelo, Jorge Semprún, Beatriz de Moura, Juan Cruz, Carmen Balcells

Quisiéramos que las doce estampas que aquí presentamos funcionaran a manera de brindis en una comilona en ocasión de un homenaje impostergable: el que le rendimos en nuestras páginas al amigo, al escritor, al intelectual y al incansable defensor de la libertad que es Mario Vargas Llosa.

Nuestro gran liberal

Contra viento y marea –como acertadamente se titula su obra ensayística– Vargas Llosa ha librado en sus novelas, ensayos y artículos una de las más notables batallas intelectuales de la historia latinoamericana. Sus adversarios quisieran interpretar su liberalismo como una ideología indiferente a los desheredados. La imputación es falsa por muchas razones, pero basta apuntar la más antigua. Una de las tragedias del socialismo en el siglo XX fue haber consentido su desconexión con la tradición liberal que desde el siglo XVIII representaba a la izquierda. Cuando la izquierda dejó de distinguir entre el pensamiento conservador y el liberal, cortó sus amarras con la herencia humanista y crítica, preparó el camino del pensamiento totalitario y cavó su propia tumba. A partir de su desilusión con el régimen cubano y su metrópoli soviética, Vargas Llosa volvió por cuenta propia (ayudado por la obra de Berlin y Revel) a la tradición liberal y social europea, inglesa y rusa. Nada más remoto a esa corriente que el desdén por el sufrimiento humano, pero para paliarlo entendieron la necesidad de discurrir proyectos prácticos, fragmentarios (ideas de mejoramiento, no de redención), que nunca pusieran en entredicho la libertad individual. Ésa es justamente la filiación de Vargas Llosa.

Hemos librado juntos muchas batallas y, seguramente, libraremos más. Los vientos y el mar del fanatismo de la identidad (de raza, clase, credo, nación) no amainaron en el siglo XXI; por el contrario, algunos son tan fuertes como los del siglo anterior. Pero pueden enfrentarse desde la fortaleza moral que da el trabajo literario exigente, hecho con pasión y perseverancia, y el honesto servicio a la verdad. En momentos de duda y desorientación –que no faltan en estos tiempos– pienso en el compromiso de Mario con la libertad y recobro la esperanza, esa modesta forma de la utopía. ~

- Enrique Krauze

La necesidad del compromiso

Cuando Mario Vargas Llosa decidió presentarse a las elecciones para la Presidencia de Perú, algunos dimos un salto de puro sobresalto (como diría mi querido Guillermo Cabrera Infante). ¡Íbamos a perder quizá, por Dios sabe cuánto tiempo, a uno de nuestros novelistas más imprescindibles, en los zarandeos de una disputa política en la que partía con la desventaja de su honradez, sin duda sería blanco de todo tipo de malentendidos y maledicencias e incluso riesgo probable para su vida! Era difícil de aceptar, incluso de entender. Recuerdo que, durante un almuerzo en un restaurante madrileño con varios conocidos, Octavio Paz me llevó a un lado para decirme muy serio: “Fernando, hay que quitárselo de la cabeza.” Yo me eché a reír: “Hombre, no querrás que hagamos campaña contra su campaña...” Preocupaciones egoístas del cariño y de la admiración: confieso que nunca pensé si la quijotesca aventura de Mario podía ser beneficiosa para su país. En mí sólo rezongaba el lector y se inquietaba el amigo.

Han pasado bastantes años y yo mismo me he visto envuelto en peripecias políticas en el País Vasco e incluso ahora últimamente en el intento de lanzar un nuevo partido en España. Por supuesto, no cabe comparación entre mi apuesta y la de Vargas Llosa, porque en el peor de los casos mi temporal retiro del mundo de las letras no va a dejar tantos huérfanos como el suyo ni corro riesgos remotamente parecidos a los que él arrostró. Sin embargo, creo hoy ser capaz de entender mejor la urgencia que le llevó a intentar aquel esfuerzo generoso y fallido. Vargas Llosa comprende la necesidad del compromiso cívico y político: no como lastre de moralejas en su obra literaria, sino como disposición a poner su integridad y preparación intelectual al servicio de aquello en lo que cree. A nadie se le puede exigir que tenga razón, pero se debe agradecimiento a quien se arriesga en pública defensa de la razón que cree tener. Porque tal es el mejor beneficio que puede hacerse a nuestros conciudadanos: mostrarles que hay opciones, alternativas y oportunidades estrictamente razonables más allá de lo que la rutina política establecida sabe ofrecer. Mario puso su voz, su nombre, su tranquilidad y cómoda reputación de gran autor al servicio de un pueblo que a su juicio le necesitaba. Se podrá discutir su oferta política, pero nunca el ejemplo que dio a otros de identificación práctica con las ideas que consideraba mejores. Desde nuestras luchas contra el terrorismo y el nacionalismo obligatorio en el País Vasco, puedo atestiguar que su disposición desinteresada a ayudar en lo que pueda va mucho más allá de las fronteras peruanas.

Una hermosa expresión del Cantar de mío Cid dice, si no recuerdo mal: “lengua sin manos, no eres de fiar”. La lengua, la hermosa y rica y jocunda lengua de Mario Vargas Llosa ha sabido demostrar en cada momento oportuno que siempre pone manos a la obra y por tanto puede –pudo, podrá...– confiarse en ella.
- Fernando Savater

Las dos lecturas de La ciudad y los perros

Hace casi veinte años, cuando Mario se había transformado en líder político y se perfilaba como el probable presidente de Perú, yo estaba vinculado a la Junta Editorial de The Miami Herald y El Nuevo Herald, y advertí que existía una genuina curiosidad entre los periodistas de ambos medios por conocer esta nueva faceta del famoso novelista, de manera que organicé una reunión para que lo escucharan.

La reacción de los periodistas –tribu generalmente muy escéptica y a salvo de cualquier vestigio de entusiasmo con los políticos– resultó excelente. No se trataba de un intelectual con la cabeza llena de fantasías utópicas, sino de una persona con los pies en la tierra que sabía exactamente la enorme dimensión de los problemas que debía abordar si alcanzaba la Presidencia de su país.

Pero de aquel episodio, que tuvo también una faceta pública, recuerdo aún con más interés una anécdota que narró muy elocuentemente el ex preso político Armando Valladares cuando le tocó presentar a Mario. Valladares –famoso disidente que luego llegó a ser embajador de Estados Unidos ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU– contó que, en la década de los sesenta, uno de los pocos libros que circulaban entre los presos era La ciudad y los perros, obra que leían con admiración literaria, pero inicialmente sin demasiado entusiasmo, persuadidos de que el autor era una persona totalmente identificada con la dictadura, aspecto que el gobierno de Castro capitalizaba machaconamente en sus campañas propagandísticas.

Todo eso –explicó Valladares– cambió, súbitamente, a principios de los setenta, cuando estalló “el caso Padilla” y desde París varios escritores notables, capitaneados por Mario, Plinio Apuleyo Mendoza, Octavio Paz y otra media docena de intelectuales valiosos, rompieron públicamente con Castro, denunciaron la represión que padecían los cubanos y pusieron fin a la conveniente superstición de que la intelligentsia occidental respaldaba al gobierno de La Habana. A partir de que esa noticia se conoció entre los presos, La ciudad y los perros, que ya era un libro ajado por el manoseo incesante, tuvo dos tipos de perseguidores tenaces: los presos que deseaban conocer la obra de quien consideraban como “uno de los suyos” y comenzaban a leerlo con una inmensa devoción, y los carceleros, que recorrían las celdas y galeras para extirpar el libro escrito por el “traidor” peruano. Creo que nunca lograron encontrarlo. Esconderlo y pasarlo de mano en mano resultaba una forma de luchar por la libertad. ~

- Carlos Alberto Montaner

La disciplina y la pasión

Dicen que José Donoso afirmó, allá por la década de los sesenta, que en Hispanoamérica había muchos buenos novelistas, pero que Mario era, además, “el primero de la clase”. La frase es muy acertada porque no aludía estrictamente a sus indudables virtudes de narrador, sino al modo como encaraba su oficio: con la diligencia y disciplina de un alumno aprovechado que se esforzaba por cumplir, satisfactoriamente y dentro del plazo requerido, la tarea que le habían encomendado: todo lo que le impidiese realizar ese propósito parecía ser una odiosa forma de distracción, una penosa pérdida de tiempo.

Seguramente eso le permitió escribir, entre sus veintisiete y 33 años, tres novelas con las vastas proporciones de La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, más el relato largo Los cachorros, que componen un conjunto de impecable solidez y audacia formal, conceptual y estructural. Hay un punto en el que esa disciplina y aplicación de alumno distinguido a las que se refería Donoso tenían una consecuencia literaria muy reconocible: teniendo sus historias un complejo tramado sinfónico de tonos, ambientes, tiempos y peripecias, ese abigarramiento se resolvía siempre según un orden riguroso y casi maniático en el que cada cosa estaba en su lugar; el aparente caos adoptaba una figura precisa.

Esa tendencia al orden y a la nitidez del diseño narrativo es también el contrapeso de la desbordante y contagiosa pasión con la que se entrega a su tarea de novelista. Ese fervor surge de su profunda convicción de que el género existe como una necesidad primordial que tienen los hombres de refugiarse en mundos imaginarios y de soñar con la posibilidad de que nuestra realidad y nosotros mismos seamos distintos de lo que somos y, quizá, mejores. Vargas Llosa es un entusiasta campeón de la idea de que escribimos para mantener viva esa utopía, la gran justificación de la creación literaria.

Casi medio siglo después de haber comenzado a escribir ficciones, puede decirse que sigue ejercitando su disciplina y su pasión literarias con la misma fe de antes. ~

- José Miguel Oviedo

Retrato de memoria

Me propongo hacer un retrato intelectual, un retrato del joven escritor, lector, crítico, analista de la vida política, que conocí en el París de comienzos de la década de los sesenta, hace ya nada menos que 45 años. Siempre me sorprendió en el Mario Vargas Llosa de entonces la libertad crítica, la perfecta independencia frente a los juicios y las modas establecidas, la afirmación abierta, explícita, no desprovista de insolencia y de espíritu de provocación, del gusto personal, de una preferencia que él sabía explicar con argumentos contundentes, muchas veces sorprendentes. Su argumentación tenía una coherencia, un desarrollo bien estructurado, incluso una gracia, que la convertían en obra artística paralela de la obra comentada.

Nos encontramos por primera vez en uno de los programas radiales difundidos en español por la ORTF, la radio televisión francesa. Se llamaba algo así como Literatura al día y era una discusión de mesa redonda sobre los últimos libros literarios publicados en Francia. Eran los años del nouveau roman, de autores como Alain Robbe-Grillet, Robert Pinget, Claude Simon, Nathalie Sarraute, y la literatura latinoamericana, precisamente, escapaba de la teoría predominante en Francia, de sus resultados literarios meticulosos, lentos, altamente subjetivistas, y rescataba historias y fantasías de ese otro mundo. Me parece que llegamos muy pronto, en esos encuentros semanales en un estudio de radio, a una situación de verdadera asfixia crítica. Confieso que a menudo no pasábamos de la página treinta o cincuenta del novelón semanal. En cambio, la discusión en el café de la esquina, en la que solían participar Carlos Semprún, Jean Supervielle, algún otro, era mucho más sustanciosa, más divertida, más literaria en el sentido real del término. Recuerdo, por ejemplo, un encendido intercambio de Vargas Llosa con Carlos Semprún a propósito de Tolstói y Dostoievski. Mario se exaltaba frente a los mundos objetivos, complejos, autónomos, que creaba el autor de Guerra y paz, en contraste con la caprichosa subjetividad, con la espiritualidad enfermiza, con los exorcismos interiores que practicaba Dostoievski. Veía en Tolstói a un creador de universos, de multitudes, de sistemas literarios que podían oponerse a la realidad y que permitían, por eso mismo, vivir en ella, o, si se quiere, en oposición a ella. Le parecía que la narrativa de Dostoievski, en cambio, llevaba el lastre pesado del psicologismo, de los espejismos mentales, y que sus inquietudes religiosas no eran más que el reverso de esa visión ensimismada. No sé si ha revisado a Dostoievski ahora y si ha cambiado de punto de vista. Me propongo preguntárselo en un próximo encuentro. Pero me imagino que sí. Entre otras razones, porque Mario Vargas Llosa pertenece a una especie humana no frecuente: el escritor de curiosidad incesante, que nunca cesa de leer, de releer y de revisar sus impresiones de lectura. Por mi lado, he releído en días recientes Crimen y castigo, he revisado las maravillosas observaciones de Mijaíl Bajtín en su libro Problemas de la poética de Dostoievski, donde introduce un concepto de polifonía que sirve para entender mejor, precisamente, algunas de las grandes novelas de Mario –Conversación en La Catedral, La casa verde–, y creo que un nuevo intercambio sobre el novelista ruso podría resultar fascinante.

En esos primeros encuentros, Mario sostenía también un concepto escandaloso para cualquier academia: que la novela de caballería era más rica, más interesante, más creadora, en la expresión más profunda del concepto de creación, que el Quijote. ¿Por qué? Porque en la novela de caballería se encontraba la gran acción medieval –héroes, batallas, amores, crímenes, actos de generosidad inaudita– y también el mito, la magia, las grandes supersticiones populares. El Quijote, por el contrario, era fruto del escepticismo, de la subjetividad burlona, de la decadencia. Sabemos que Vargas Llosa ha modificado su opinión en una forma que podríamos llamar radical, pero a mí todavía me sorprende su pasión contestataria, su capacidad para navegar contra una corriente crítica consolidada durante siglos. El Quijote recuperó su sitio en la visión de Vargas Llosa, pero supongo que sus frecuentes lecturas de novelas de caballería –con Tirant lo Blanc en el centro de ellas–, en lugar de derretirle el seso, le dieron esa afición a los grandes espacios novelescos que se encuentra detrás de textos como La casa verde o La guerra del fin del mundo. Las lecturas del joven Mario eran funcionales para su escritura. A veces llegué a sentir que eran actos de antropofagia: asimilar a un autor ajeno, devorarlo, convertirlo en carne de la propia carne narrativa.

Pero la pasión indiscutida, dominante, del joven Vargas Llosa de los años de París era la literatura francesa. Era, en cierto modo, como éramos muchos de nosotros, un afrancesado tardío, el último de los metecos declarados. Y el maestro central, el maestro de los maestros, era, como se sabe, Gustave Flaubert. Me arrastró un día domingo a visitar el hospital de Rouen, el del padre cirujano del autor de Madame Bovary, y después el pabellón de Croisset, cuyas luces nocturnas, según se supo años después de la muerte del novelista, servían de faro a los pescadores y navegantes del Sena. Esta prueba de la tenacidad nocturna de Flaubert, de su vocación insobornable, entusiasmaba a Mario. Estamos en el gueuloir, me decía, en el sendero preciso donde Flaubert, de noche, en invierno y verano, repetía a gritos las frases hasta darlas por acuñadas. Conocía a fondo las cartas a Louise Colet, paralelas a la escritura de Madame Bovary, y aprobaba plenamente esto de mantener a la amante a distancia para darle una total primacía a la obra de arte.

Había otros dos ídolos del siglo XIX francés: Honorato de Balzac y Alejandro Dumas, el autor de Los tres mosqueteros y de Veinte años después. Me acuerdo del entusiasmo delirante de Mario, en altas horas de alguna noche de París, en las cercanías de la rue de Tournon, donde residía entonces, comentando episodios claves de la obra balzaciana: la reaparición de Vautrin en una de sus metamorfosis, por ejemplo, o las exclamaciones del ambicioso y extraviado Lucien de Rubempré, el héroe de Ilusiones perdidas. Años después tuvo un entusiasmo tardío, no menos virulento y apasionado, por Victor Hugo, sobre todo el de Los miserables. Y Mario siempre recordaba escenas cruciales, episodios claves, cráteres de la novela, como le gustaba decir, y lo hacía en medio de gritos eufóricos, transmitiendo una permanente impresión de descubrimiento, de asombro inicial.

Me parece que sus mayores entusiasmos de la literatura francesa del siglo XX fueron André Malraux, Jean-Paul Sartre y Albert Camus. Había algunos otros, pero no en la misma línea jerárquica. Frente a la obra de Proust, en cambio, tenía una reserva parecida a la que tuvo en los comienzos frente a Dostoievski: ¿subjetivismo, memorialismo laberíntico, meandros de psicología profunda? Conseguí llevarlo a visitar la casa de la tía Léonie, en el Combray de la Recherche, pueblo del noroeste de Normandía y cuyo nombre en la realidad, o en la otra realidad, si prefieren ustedes, es Illiers. Fue una visita divertida y accidentada, que he narrado en alguna parte, pero no sé si conseguí convencer a Mario sobre la Recherche. Hasta ahora me parece que no. Existe la familia de los proustianos y la de los indiferentes, los alérgicos. Mario tiene una antigua desconfianza a los encuentros de la memoria y la ficción. Más que nada, a la exploración de sus terrenos limítrofes. En los años de París, fui lector de los escritos íntimos de Stendhal, de las confesiones de Jean-Jacques Rousseau, de otras literaturas del yo, para usar un término inaugurado por Montaigne, y siempre tenía la impresión de que Mario andaba por otro lado, por otras vertientes literarias. En un autor norteamericano, pero de origen en alguna medida flaubertiano, coincidimos en forma completa: William Faulkner. El joven Mario, desde antes de que yo lo conociera, era un faulkneriano apasionado. Creo que la temporalidad narrativa a la manera de Faulkner es un ingrediente esencial de toda su primera etapa de novelista, y es un elemento, una forma de narrar, que influye en él hasta hoy.

Escribo un retrato de memoria, al volar de la pluma, algo deshilvanado, pero no quiero cerrarlo sin decir una palabra sobre el cine. Es decir, Mario Vargas Llosa y el cine. Solíamos cenar en algún bistró de los alrededores de la rue de Tournon, en el Polydor de la rue Monsieur le Prince, en el Petit Saint Benoit, y Mario, después de comer a la carrera algún postre –no podía vivir sin arroces y sin postres–, me arrastraba a ver películas norteamericanas del Oeste. Tenía una desconfianza que se podría llamar natural frente a Federico Fellini, a Ingmar Bergman, a otros directores del cine experimental de ese tiempo. Por ejemplo, no conseguí ni de lejos transmitirle mi admiración por 8½. Me divertí mucho, en cambio, viendo películas como El Álamo, A la hora señalada y muchas otras. En ese tiempo, me tocó escucharlo en una tribuna del teatro de la Mutualité junto a Jean-Paul Sartre, su admirado Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y alguien más. Pero esto ya sería otro capítulo de una biografía o de unas memorias. Otro capítulo, otra historia, y un retrato complementario, aunque no menos necesario. ~

- Jorge Edwards

Entre Marios anda el juego

No te dejes guiar por el retrato que te tomé en Calafell, eso fue más tarde: 1974. Nos conocimos, y me consta que te consta, en Londres, muy a finales de 1966 o muy a principios de 1967. Quien nos presentó fue Víctor Seix. Tú estabas con Patricia y yo con Nicole, pero también estaban Jacobo y tal vez Elisa, mis padres. Nos caímos bien, supongo, porque nos prometimos vernos. Qué hacían en Londres Patricia y tú, no lo sé. Venían de París, donde, si mal no recuerdo, la cuestión económica no les sonreía. Como toda gente seria, corrían la liebre. Pero estaban por alcanzarla, con tu premio Biblioteca Breve de 1962 por La ciudad y los perros, y recién salida La casa verde. Nosotros acabábamos de alcanzar una liebre gracias a mi salto mortal de la física al audiovisual, algo parecido a la edición. ¡Y qué liebre! Fue efímero, pero por lo pronto ganaba un sueldazo que nos permitía vivir como duques en Ennismore Gardens, la que sale de Prince of Wales Gate. Lo mejor de la temporada fue recibirlos a cenar “en la intimidad”, sólo los cuatro, una bella velada en la que nos contamos nuestras vidas. Tenías entonces un proyecto de novela larga, según nos dijiste –si no me equivoco. Resultó ser, claro, Conversación en La Catedral.

Un mediodía, muchos años después, nos encontramos en un restaurante de Madrid y ustedes nos contaron que solían hacer jogging por Hyde Park y que cada vez que pasaban frente a Prince of Wales Gate pensaban en nosotros. Nos halagó, pero no tanto como la cordialidad con que, cada vez que coincidimos en el vasto mundo –en las fiestas que daban los reyes de España cada 23 de abril, en algún aeropuerto, en varios restaurantes–, sin darnos tiempo a que nosotros nos acercáramos, fueron siempre ustedes los que tomaron la iniciativa.

Una noche cenábamos Nicole y yo con un amigo en uno de estos restaurantes y de pronto te vi entrar, con Patricia.

–Oye, tocayo (siempre nos llamamos “tocayo”), ¿te importa si te pongo en una novela?

Me dejaste boquiabierto.

–Es que –adujiste– necesito un personaje que tiene que ser editor, un editor como tú, es decir muy culto, muy refinado, pero fatal para los negocios.

Tal vez recuerdes mis carcajadas. ¿Cómo me iba a importar? Un estrechón de manos selló el acuerdo.

Cuando un par de años después acababa de salir Travesuras de la niña mala me llamaste y me invitaste a la presentación- lectura que iba a tener lugar esa noche en el Teatro Español. Terminada “la función” no sabía dónde meterme: los amigos me felicitaban como si la novela hubiera sido mía... Y hubo unos cuantos que querían saber si de veras tú traducías para mí, en la vida real, ¡y del ruso! Nos conoces, Mario, no nos lo íbamos a perder: los dejamos en la duda.

Mucho nos une, mi querido tocayo, también nuestros ocasionales desacuerdos, sin los cuales nuestro cariño no sería el mismo. Ni lo sería este abrazo. ~

- Mario Muchnik

La generosidad de un caballero

Había llegado el día convenido para llamar a Mario Vargas Llosa mientras recorríamos la selva tropical del sureste mexicano y los yacimientos mayas de Campeche, aún agrestes y solitarios. El aguacero cotidiano se había adelantado. Nos habíamos perdido por los umbríos bosques de corozos de Kohunlich, y enredado en las telarañas gigantescas de Hormiguero; nos habíamos topado, en Chicanná, con las fauces de Itzamná, el creador de todas las cosas, y habíamos charlado con un arqueólogo bajito y afable en un corredor de Calakmul, donde los saraguatos holgazaneaban en una rama, a un palmo de nuestras narices. Pero aquella mañana lluviosa necesitábamos con urgencia un teléfono.

Teníamos entre manos un proyecto de libro sobre el asesinato de un obispo guatemalteco, Juan Gerardi. Ese crimen atroz y sus truculentos personajes nos invitaban a dejar de lado, por una vez, el reportaje periodístico para sumergirnos en una novela negra, negrísima. Pero teníamos dudas. ¿Era legítimo utilizar los nombres reales? ¿Y mezclarlos con figuras ficticias? ¿Convenía esperar a que el juicio a los acusados aportara un desenlace? Cinco meses antes, en febrero de 2000, Mario había publicado La fiesta del Chivo, una novela magistral que es también la recreación de la siniestra peripecia vital del dictador dominicano Rafael Trujillo. Y le habíamos pedido consejo.

Faltaban diez minutos para la hora fijada cuando por fin encontramos un teléfono en una de las aldeas. La voz risueña de Mario llegó desde el otro lado del mundo, entre el repiqueteo del agua en el techo de lámina. Sí, claro que era legítimo usar nombres reales: en el momento en que las personas entran en una novela, son ya personajes ficticios. No, no importaba que no hubiera desenlace: eso en sí mismo era un desenlace. Ahora bien, ¿por qué convertir en ficción una trama tan fuerte? ¿No era mejor escribir un reportaje con técnicas narrativas de novela, como había hecho Truman Capote en A sangre fría? Además, las novelas a cuatro manos nunca funcionaban.

Volvimos a nuestro redil, y el thriller se convirtió en una investigación periodística en toda regla, llena de sorpresas, dura y terrible, que se prolongó a lo largo de tres años. Mario tenía razón. La realidad nos ofreció una dimensión de las miserias humanas que desbordaba lo imaginable.

Esa disposición generosa para el consejo ha sido una constante en Mario desde que lo conocimos en Guadalajara, allá por 1997, cuando cubríamos la Feria Internacional del Libro para nuestros periódicos, El País y Le Monde. Meses más tarde, publicaría una reseña entusiasta de nuestro primer libro, Marcos, la genial impostura. Aquella “Piedra de Toque” ayudó a compensar los sinsabores que entonces entrañaba la osadía de desmitificar al líder zapatista.

En aquellos tiempos, el subcomandante Marcos provocaba calenturas. Los nostálgicos del Muro veían en él la encarnación del Hombre Nuevo. Las huestes del indigenismo lo consideraban el Hombre Verdadero. Ese pasamontañas y esa pipa revivían la utopía perdida y estremecían a intelectuales del Viejo Continente, que iban de peregrinación a la selva Lacandona para llevarle butifarras y hacerse fotos. Chiapas era entonces un parque temático para los turistas de la revolución. La realidad era lo de menos: los miles de desplazados por la represión zapatista, la manipulación informativa, el carácter reaccionario y frívolo de la dirigencia (blanca) o la banalización del sufrimiento (indio).

En fin, con Mario nos sentimos reivindicados y, desde entonces, nuestros rumbos se han cruzado en conferencias, llamadas, correos electrónicos, alguno que otro encuentro, en México, primero, y luego en Madrid. Un Madrid, una España, que por el camino del despegue económico se ha ido dejando jirones de bonhomía. Mario decidió hacerse español y este país a ratos vociferante le recibió con los brazos abiertos. Mal que les pese a algunos sectarios, como aquellos sujetos que se opusieron, sin éxito, a que la Universidad de Málaga le otorgara el doctorado honoris causa, “por fascista”; o como ese anciano fatuo y desdeñoso, cuyas farragosas columnas son la penitencia semanal de los editores de El País, que se permite alardear en público de que él, por principio, jamás lee los textos de Vargas Llosa. No vaya a ser que le contagie algo de lucidez.

Mario, en cambio, lo lee todo, se interesa por todo. Su evolución está marcada por la sed insaciable de conocimiento, de cuestionamientos, de respuestas. Y por la necesidad de compartir. Se bate por la libertad con la elegancia del caballero y ante las descalificaciones devuelve argumentos. Su trayectoria intelectual se cimienta en una búsqueda valiente, a la que sólo se arriesgan quienes tienen el espíritu libre y el corazón abierto. Como su admirado Jean-François Revel, Mario lleva la decencia intelectual por bandera. Con una generosidad desbordante. Con una sonrisa que abarca el mundo. ~

- Maite Rico y Bertrand de la Grange

Vargas Llosa a finales de los sesenta

El novelista Juan García Hortelano llegó a la playa de Calafell invitado por Carlos Barral. Estamos a finales de la década de los sesenta y el boom de la novela latinoamericana ya ha estallado en España y en todo el orbe editorial. Allí, en la playa, hay amigos de todos los pelajes, desde el entonces joven Juan Marsé hasta el ya sorprendente –por joven y maestro– Mario Vargas Llosa, y su mujer de entonces, Julia Urquidi, luego conocida para la literatura como “la tía Julia”.

Contaba Hortelano, con el arte verbogestual que la vida le regaló, que a la media hora de estar en la playa, notó que faltaba alguien: precisamente Vargas Llosa. Hortelano se llenó de curiosidad, puso como excusa que quería ir a la casa de Barral, en el paseo marítimo, a cambiarse de ropas y ponerse el bañador. Cuando llegó a la casa del poeta, Hortelano comenzó a oír un incesante martilleo de las teclas de una máquina de escribir. “Era Marito, ¡escribiendo hasta de vacaciones en la playa...! ¿Qué te parece?”

El episodio delata, junto a otros muchos, lo que John Updike llama “el vicio de escribir”, que acompaña al novelista peruano desde que tuvo uso de razón hasta hoy mismo. En el prólogo de Los cachorros, Barral lo llamó une bête à écrire, una suerte de monstruo cuya obsesiva pasión por escribir borra toda otra necesidad y deseo vitales.

Una noche de los primeros setenta, en Las Palmas de Gran Canaria, comenzábamos la juerga con una cena china con muchos tragos, junto a la Playa de Las Canteras. A las doce en punto, como si fuera la Cenicienta, Vargas Llosa se levantó de la mesa y me pidió que lo llevara a su hotel. “Mañana tengo que escribir ocho horas”, me dijo ante mi asombro. Al regreso a la juerga en Las Canteras, le dije a Barral lo que Mario me había comentado. “Sí, sí –contestó el poeta catalán a carcajadas–, es el único escritor que conozco que trabaja como un obrero y vive como un burgués.”

A esta forma de Vargas Llosa de “estar enganchado en la literatura”, Onetti la llamaba “literatoris” (según puede leerse en El mal de Montano, de Vila-Matas), añadiendo además que Vargas Llosa tenía con la literatura una relación “matrimonial”, mientras que la suya era “adulterina”...

Desde que se publicó por primera vez La ciudad y los perros (1963, en Barcelona), la crítica literaria del mundo entero no ha dejado de preguntarse si el Jaguar mató al Esclavo en las maniobras militares del Leoncio Prado o, por el contrario, no hubo asesino ni asesinato sino que todo fue un accidente. Sobre la novela, que ha sido interpretada incluso como novela negra, una novela de género policial que, al final y contra la norma, queda abierta a la exégesis del lector, se ha escrito de todo. El original de La ciudad y los perros, que no se titulaba así entonces, llegó a manos del editor de Ruedo Ibérico en París que la despachó en unos meses desestimando su publicación. Por suerte, Barral descubrió en los anaqueles de la editorial Seix Barral otro original de la novela que había sido enviado desde París.

Junto a él había un texto de un lector editorial muy estimado, el también novelista Luis Goytisolo, que recomendaba que no se publicara la obra del peruano por los muchos errores gramaticales que contenía y por su manifiesta obscenidad. Pero la curiosidad mató al gato, Barral leyó el original, quiso conocer al autor, viajó a París y, finalmente, La ciudad y los perros ganó el Biblioteca Breve en 1962.

Años más tarde, en París, Vargas Llosa asistió a una conferencia de Roger Caillois. Al final, le presentaron al crítico literario, que había leído La ciudad y los perros, ya traducida al francés. Caillois hizo elogios de la novela y luego, dirigiéndose a Vargas Llosa, le hizo saber que el Jaguar era el asesino del Esclavo. “Yo no estoy tan seguro”, contestó Vargas Llosa. Caillois puso cara de escandaloso asombro y dijo: “¡Ah, amigo mío, entonces usted no ha entendido nada de su novela!” ~

- J.J. Armas Marcelo

La literatura y el fuego

Encuentro unas páginas escritas hace diez años. La Asociación de Editores y Libreros Alemanes me había solicitado –en 1996– pronunciar un discurso de recepción (la laudatio, según la fórmula académica) a Mario Vargas Llosa, a quien acababa de otorgarle su mayor reconocimiento, el famoso Friedenspreis.

Como se acostumbra, la ceremonia de entrega del premio debía tener lugar en el mes de octubre, en la clausura de la Feria del Libro de Fráncfort, en la Paulskirche. Esta antigua iglesia abandonada es un lugar privilegiado de memoria: aquí, hace un siglo y medio, en 1848, se reunió la primera asamblea constituyente de una Alemania en plena ebullición democrática.

Es allí donde se celebran, tradicionalmente, algunas de las conmemoraciones críticas más significativas de la nueva República Federal. Por ejemplo, la conmemoración de la “Noche de los cristales rotos” en noviembre de 1938, la noche del gran pogromo organizado por Hitler y Goebbels contra la comunidad judía alemana, primera acción concertada y masiva de la Exterminación, primer ensayo de eso que se convertirá, en Wannsee, algunos años más tarde, en la solución final a escala de toda Europa.

Yo ya conocía la gran nave de la Paulskirche, lugar solemne y frío, en el que resulta bastante intimidante tomar la palabra.

En 1991, pronuncié ahí la laudatio para György Konrád, escritor húngaro de la disidencia antiestalinista, personaje maravilloso de la saga democrática de la Europa cautiva, separada de las raíces de su pasado y de su futuro por la cortina de hierro del totalitarismo.

En 1994, yo mismo recibí en esa iglesia el Friedenspreis de los Editores y Libreros Alemanes.

Sin embargo, no es por egotismo que invoco ese recuerdo; sino porque la persona encargada de recibirme, ese día, de pronunciar mi laudatio, fue nada más y nada menos que Wolf Lepenies, ensayista y filósofo europeo, autor entre otros de un libro notable sobre Saint-Beuve y la modernidad. En los años noventa del siglo pasado, Lepenies fue rector del Wissenschaftskolleg de Berlín, institución que acogía en residencias de un año a escritores e investigadores de todo el mundo.

Ahora bien, sucede que en 1992, al regreso de mi primer viaje a Buchenwald desde 1945, fue en el Wissenschaftskolleg de Berlín, bajo la égida amistosa de Wolf Lepenies, que me volví a encontrar, para sostener una larga conversación, con Mario Vargas Llosa, quien era invitado residente ese mismo año.

Sin duda, en la historia de nuestros encuentros, que han tenido lugar a lo largo de más de treinta años, en Londres y en Madrid, en París y en Jerusalén, ese de Berlín tuvo una significación especial.

A causa del momento histórico, en primer lugar. El imperio soviético se había desmoronado y la onda de choque de ese acontecimiento había producido una aceleración súbita en el desarrollo histórico de los países del este y del centro de Europa: una nueva Primavera de los Pueblos que barría las estructuras carcomidas de los sistemas de pensamiento y de partido únicos.

En nuestras vidas personales, se trataba también de una época singular: Mario aprovechaba la profunda calma del estudio del Wissenschaftskolleg –aún más deseable, por otra parte, por estar en Berlín, en el epicentro de la efervescencia cultural y política desatada por la reunificación democrática de Alemania– para reflexionar acerca de su reciente experiencia como candidato a la Presidencia de la República del Perú, y redactar su libro El pez en el agua.

Por mi parte, el viaje a Buchenwald me iba a permitir terminar, con una nueva serenidad, el interminable trabajo de análisis de La escritura o la vida.

Por otro lado, esa breve estancia en Weimar-Buchenwald iba también a provocar en mí una profunda toma de conciencia acerca de la singularidad histórica de Alemania, en general, y de ese lugar de memoria, en particular.

Sucede que, en efecto, el campo de concentración de Buchenwald, liberado el 11 de abril de 1945 por los soldados norteamericanos del Tercer Ejército del general Patton, abandonado dos meses después por los últimos deportados políticos antifascistas –resistentes yugoslavos, si mi memoria no falla–, fue reabierto en el otoño de ese mismo año de 1945, bajo la denominación de Speziallager Nummer 2, por la policía política de la zona durante la ocupación soviética.

Así, hasta 1950, fecha en la que la recién creada República Democrática Alemana dispersó a los prisioneros e hizo de esos parajes del Ettersberg un lugar de la memoria, Buchenwald continuó siendo un campo de concentración en el que vegetaron, en pésimas condiciones de higiene y de alimentación, miles de oponentes reales o supuestos al régimen de ocupación soviética.

Alemania fue, de todos los países del nudo occidental de la Europa en construcción, el que sufrió, durante más de medio siglo, la devastación sucesiva de dos totalitarismos –el nazismo y el estalinismo– que marcaron con su huella mortífera el dramático siglo XX.

Y dentro de Alemania, es en Weimar-Buchenwald donde esta singularidad irrumpe y se impone con una evidencia singular.

En ese contexto, es comprensible que Mario y yo hayamos tenido mucho que decirnos, muchas ideas y experiencias que intercambiar, en el transcurso de esa estancia en Berlín, en 1992.

Pero releo las páginas de hace diez años: en 1996, al momento de pronunciar en la Paulskirche de Fráncfort el discurso de recepción, la laudatio, me pareció oportuno recordar cómo Mario Vargas Llosa concebía el papel del escritor, el de la literatura, en general.

Recordé las frases que había pronunciado en 1967 –treinta años antes, por ende: ¡hoy hace cuarenta!– en Caracas, durante la recepción de su primer premio literario importante, el premio venezolano Rómulo Gallegos.

Al constatar que en esa época las sociedades latinoamericanas parecían evolucionar hacia una cierta tolerancia, un menor recelo hacia los escritores, menos obligados al exilio o al silencio que en otras épocas anteriores, Mario Vargas Llosa precisaba al punto: “Es necesario, sin embargo, recordar a nuestras sociedades lo que pueden esperar. Es necesario que sepan que la literatura es como el fuego, significa disidencia y rebelión, que la razón de ser del escritor es la protesta, la contradicción, la crítica.”

Esta idea desarrollada bajo diversos ángulos, explorada en sus detalles, es de alguna manera el hilo conductor del discurso de Vargas Llosa en Caracas.

En el origen de la vocación literaria, afirma en las conclusiones de su hermoso discurso –acababa de cumplir treinta años y alcanzaba la madurez de su talento–, siempre hay y habrá insatisfacción. “La vocación literaria surge de una falta de acuerdos del hombre con el mundo... La literatura es una forma de rebelión permanente y no tolera ninguna restricción ideológica...”

Es de esta manera, recordando la definición de Mario Vargas Llosa del sentido y el papel de la literatura, que yo comenzaba mi discurso en la entrega del Friedenspreis en 1996. Y lo concluía con estas palabras: “...¡por tus libros futuros, que continuarán propagando el fuego de la literatura, encendiendo las almas y las vidas de los hombres de todos los orígenes a lo largo del mundo, por todo eso, te estamos agradecidos, Mario!”

Releo esas palabras escritas hace diez años.

Hoy podría volver a escribirlas. Acabo de escribirlas de nuevo. ~

- Jorge Semprún

Traducción del francés de María Virginia Jaua

Un extraño desafío

Creo que ocurrió en la primavera de 1988. Nos llamó Mario por sorpresa a Antonio López y a mí desde París (¿o sería Londres?), urgiéndonos, sin decirnos por qué, a un encuentro en Barcelona. Tenía que vernos a toda costa días antes de emprender aquel largo viaje que le llevaría a una feroz campaña electoral para la Presidencia del Perú de la que confiaba en salir elegido. “Estoy harto de intentar solucionar los problemas de mi país desde los cafés y tertulias de París y Londres”, solía afirmar con impaciencia por aquellos años. Durante meses sus mejores amigos habían intentado en vano disuadirle. Probablemente harto ya de discusiones, nos avisó enseguida que evitáramos abordar ese tema. Sobre ascuas, fijamos un almuerzo en un restaurante ajardinado, hoy desaparecido, de la parte alta de Barcelona.

Mario se presentó con aspecto alegre y casi despreocupado, llevando con mucho celo bajo el brazo una carpeta azul. Parecía un alumno aplicado que hubiera terminado satisfactoriamente los exámenes antes de unas largas vacaciones. En cuanto hubimos elegido el menú, Mario sacó de la carpeta azul unos papeles que tenían todo el aspecto de un manuscrito y que, en efecto, llevaban mecanografiada una novela erótica, pensada y escrita para nuestra colección “La Sonrisa Vertical” y, por tanto, dedicada a su director y amigo Luis García Berlanga. Se trataba de Elogio de la madrastra, en la que Mario presentaba al público a tres personajes tan hermosos en su insolente desparpajo como provocadores y políticamente incorrectos.

Antonio y yo, perplejos, no alcanzábamos a comprender cómo el candidato a la presidencia de un país –que, según el propio escritor, se había jodido quién sabe cuándo– podía atreverse a querer publicar una novela erótica precisamente cuando iba camino de lanzarse de cabeza en una empresa que podría costarle la vida. Como en casi todos los asuntos relacionados con su actividad literaria, Mario lo traía todo perfectamente proyectado: la novela debía publicarse en otoño, por tanto cuando él estuviera ya preparando la futura campaña electoral, y por eso quería dejar bien claros y decididos todos los detalles. Mientras Mario hablaba animadamente de cómo concebía la edición del libro, no salíamos de nuestro asombro. Siempre he admirado la valentía con la que Mario se ha enfrentado a sus decisiones y luego a sus actos más arriesgados, sin por ello perder ese aire de buen chico, aseado y sonriente. Pero tal vez fuera en aquella ocasión cuando mejor pude comprender hasta qué punto Mario es leal a sí mismo, a sus convicciones. Para él, el compromiso sartriano no era –no es– sólo, como para tantos escritores de su generación, un concepto filosófico, un refugio intelectual, un alibi, sino ante todo una imperiosa actitud ética, a mi juicio más cercana a Camus que al propio Sartre.

El caso es que Mario zanjó cualquier reserva por nuestra parte: “Una cosa es la literatura y otra, muy distinta, la política.” Lo es en efecto, ¡y cuánto! Pero Mario, en sus trece, se salió con la suya: en otoño de 1988 salía la primera edición de Elogio de la madrastra. El escritor se confrontaba así, en una especie de extraño desafío, al político que había aflorado en él.

De la confrontación, como hoy sabemos, salió ganando el escritor, porque el político perdió las elecciones entre otros muchos motivos precisamente por haberse tomado la libertad de escribir lo que quiso sin importarle las consecuencias. Un político ni se toma libertades ni, mucho menos, las que pronto serían calificadas como las de un pornógrafo. Un japonés, tan ladino y enrevesado como los que Mario siempre supo crear y luego controlar con mano firme en sus ficciones, no obstante le salió al paso sin previo aviso desde la más cruda realidad y, vapuleando al infame escritor, incitador de los más bajos instintos, terminó por neutralizar al rival político. Hoy, no obstante, aquel japonés, que no merece ser nombrado, anda prófugo y perseguido por la justicia; el escritor en cambio está en la cumbre de su trayectoria literaria e intelectual.

Estábamos en París, creo que por la rentrée de 1990, y nos dirigíamos una mañana a Gallimard, editorial francesa de los libros de Mario. En la acera de enfrente sorprendimos a Juan Cruz como al acecho. Al vernos, se traicionó: “Supongo que habéis venido a ver a Mario.” La verdad es que le creíamos todavía en Lima. Por supuesto, Juan no nos creyó y, a la caza de una primicia con Mario a su regreso a Europa, estuvo rondándonos bastante tiempo. De hecho, fue gracias al involuntario “soplo” de Juan como concertamos por teléfono al día siguiente una cita en Les Deux Magots con Mario y Patricia, cita que Juan se perdió, aunque sí obtuvo al fin su scoop.

No habíamos vuelto a ver a Mario desde el almuerzo en Barcelona dos años antes. Con aspecto demacrado, le vimos escurrirse cabizbajo entre las mesas hasta llegar a la nuestra, situada en un ángulo del fondo. Se sentó de espaldas a la entrada y al bullicio del local. Nos abrazamos con emoción: allí estaba él vivo y coleante tras sobrevivir a tres atentados, devuelto, algo maltrecho es cierto, a la literatura: su compromiso más serio y certero. De pronto, con gran inquietud, le pidió a Antonio sentarse en su sitio de frente a la entrada y a lo que le viniera. Comprendimos que al escritor le costaría perder el temor permanente a un ataque a traición, por la espalda, con saña y alevosía. Tuve la impresión de que el miedo y la indignación circulaban juntos por sus venas como un virus doloroso.

Aquella mañana Mario había perdido por completo su aire de buen chico, aseado y sonriente. ~

- Beatriz de Moura

El escritor en perpetuo estado de hipnosis

Estábamos en Colombia, en Cali. Mario Vargas Llosa recibía el homenaje de aquella provincia y antes de su discurso tocaron el himno de su país, el Perú, y luego el himno de su otro país, España, y así siguieron los hímnicos colombianos rindiendo homenaje a los distintos lugares implicados en el acontecimiento: la organización, la provincia, el municipio, y así hasta llegar, en el enésimo himno, al himno de Colombia propiamente dicho. Cuando acabó el episodio musical que precedía a sus palabras, Mario se acercó al oído de un poeta que prestaba saludo a tanta música:

–Muchos himnos tienen ustedes.

Y el hombre le respondió, con toda naturalidad:

–Es que Colombia vive en perpetuo estado de himnosis.

Después Mario aguantó a pie firme las palabras de los celebrantes, y él mismo hizo un discurso magnífico, bien trabado, como si hubiera estado en Cali mil veces antes y se conociera de memoria, sin error alguno, todos los nombres de los que le habían animado a ir a esta ciudad sin duda peligrosísima del país más tremendo e hipnótico de América Latina.

Fue aplaudido a rabiar, y se fue a pasear con sus amigos por la ciudad, rodeado de decenas de guardaespaldas profusamente armados de rifles, pistolas y metralletas, entre cuyo desfile de metal y bala descollaba tranquila la figura risueña del novelista. En una de estas sonó un disparó, y los que lo oyeron desde la lejanía se preguntaron cómo estarían Mario y los suyos, cómo percibirían la evidencia del peligro, cómo se habrían resguardado. Cuando se encontraron en el hotel con él, un Mario convertido en adolescente por la emoción en directo que acababa de encontrarse en la calle, contaba, como si fuera otra persona, sobre el sonido que le pasó casi rozando. ~

- Juan Cruz

Carta astral

Mario tiene a Júpiter en Sagitario, en alegre y fogosa complicidad con Marte en Aries. Ambos aliados a Venus en Piscis que desafía a la simpática e inteligente Luna en Géminis. ¡Así cualquiera es guapo, rico y distinguido escritor! ~

- Carmen Balcells

domingo, 13 de diciembre de 2009


El escritor en la plaza pública

PIEDRA DE TOQUE

El Comercio
13 de diciembre de 2009

Por: Mario Vargas Llosa

Claudio Magris está en Lima y se presta sin desánimo a las servidumbres de la fama: entrevistas, conferencias, autógrafos, doctorados honoris causa. Tanto en sus presentaciones públicas como en sus respuestas a los periodistas que lo acosan evita los lugares comunes, no hace concesiones a la galería ni a la corrección política y se esfuerza de manera denodada para no sacrificar la complejidad y el matiz cada vez que habla de política. Todo lo que ha dicho sobre Berlusconi, la situación en Italia, el problema de la inmigración, las tendencias xenófobas y racistas y el temor al integrismo islámico en la Europa de nuestros días es de una rigurosa lucidez, como suelen serlo sus ensayos y artículos. Resulta estimulante comprobar que, en plena civilización de la frivolidad y el espectáculo, todavía quedan intelectuales que creen, como decía Sartre, que “las palabras son actos” y que la literatura ayuda a vivir a la gente y puede cambiar la historia.

Desde que, a fines de los años ochenta, leí “El Danubio” tengo a Magris por uno de los mejores escritores de nuestro tiempo y, acaso, entre sus contemporáneos el que mejor ha mostrado en sus libros de viaje, sus estudios críticos, sus ficciones y artículos periodísticos cómo la literatura, junto con el placer que nos depara cuando es original y profunda, nos educa, y enriquece como ciudadanos obligándonos a revisar convicciones, creencias, conocimientos, percepciones, enfrentándonos a una vida que es siempre problemática, múltiple e inapresable mediante esquemas ideológicos o dogmas religiosos, siempre más sutil e inesperada que las elaboradas construcciones racionales que pretenden expresarla.

Esa es una de las grandes lecciones de “El Danubio”: para encontrar un rumbo y no extraviarse en esa vorágine de lenguas, razas, costumbres, religiones, mitos e historias que han surgido a lo largo de los siglos en las orillas del gran río que nace en un impreciso rincón de Alemania y va a desaguar en el Mar Negro luego de regar Austria, Chequia, Eslovaquia, Yugoslavia, Hungría, Bulgaria y Rumanía, son más útiles las fantasías novelescas y los poemas de los escritores danubianos que los voluminosos tratados sociológicos, históricos y políticos surgidos en su seno a los que a menudo las querellas nacionalistas y étnicas privan de objetividad y probidad. En cambio, sin siquiera proponérselo, la literatura que inspiró —Kafka, Céline, Canetti, Joseph Roth, Attila József y muchos otros menos conocidos— revela los secretos consensos que prevalecen soterrados bajo esa diversidad, un denominador común que delata lo artificial y sanguinario de las fronteras que erizan esa vastísima región bautizada, creo que por él, como “Mitteleuropa”.

Libro de viajes, autobiografía, análisis político-cultural, “El Danubio” es ante todo un libro de crítica literaria, entendida esta, en contra de la tendencia dominante en nuestro tiempo de autopsia filológica o deconstrucción lingüística de un texto separado de su referente real, como una aproximación a la realidad histórica y social a través de las visiones que de ella nos da la creación literaria y su cotejo con las que las ciencias sociales nos proponen. Para Magris, en las antípodas de un Paul de Man o un Jacques Derrida, la literatura no remite solo a ella misma, no es una realidad autosuficiente, sino una organización fantaseada de esa protoplasmática confusión que es la vida que se vive sin poder tomar distancia ni perspectiva sobre ella, un orden creado que da sentido, coherencia y cierta seguridad al individuo. Lo mismo hacen las religiones, filosofías e ideologías, desde luego. Pero la gran diferencia entre la literatura y estos otros órdenes inventados para enfrentar el caos de lo vivido, según explica Magris en uno de sus más sutiles y persuasivos ensayos incluido en su libro “La historia no ha terminado”, “Laicidad, la gran incomprendida”, es el carácter “laico” de aquella, un conocimiento no sectario ni dogmático sino crítico y racional. Laico no significa enemigo de la religión sino ciudadano independiente, emancipado del rebaño, que piensa y actúa por sí mismo, de manera lúcida, no por reflejos condicionados: “Laico es quien sabe abrazar una idea sin someterse a ella, quien sabe comprometerse políticamente conservando la independencia crítica, reírse y sonreír de lo que ama sin dejar por ello de amarlo; quien está libre de la necesidad de idolatrar y de desacralizar, quien no se hace trampas a sí mismo encontrando mil justificaciones ideológicas para sus propias faltas, quien está libre del culto de sí mismo”. ¿Qué mejor manera de decir que la literatura contribuye de manera decisiva a formar ciudadanos responsables y libres?

Borges dijo alguna vez: “Estoy podrido de literatura”. Quería decir que gracias a la irrealidad creada por las fantasías de los grandes escritores había vivido más tiempo fuera del mundo real que dentro de él. La suya es una metáfora que contiene una visión de la literatura como una realidad paralela que permite a los lectores refugiarse en ella para huir del mundo real y confinarse en la pura fantasía. La literatura, para Claudio Magris, es, por el contrario, no una fuga sino una inmersión intensa y profunda en la realidad, acaso la más acerada, exquisita e instructiva manera de entender esa realidad de la que formamos parte, en la que aparecemos y desaparecemos y de la cual jamás tendríamos aquella distancia que permite el conocimiento si, creyendo solo contar y escribir historias para entretenimiento de las gentes, no hubiéramos inventado un mecanismo que nos emancipa de lo vivido para entenderlo mejor.

Él también está “podrido” de literatura y por eso suele ser tan certero cuando, en sus artículos y ensayos del “Corriere della Sera”, en el que escribe hace más de cuarenta años, opina sobre política, religión, economía, arte, sociedad, la mafia, el terrorismo, la guerra y demás temas de actualidad. Sea cual sea el asunto sobre el que opina, la literatura siempre asoma, no como adorno ni desplante erudito, más bien como un punto de vista que enriquece, matiza o cuestiona las lecturas supuestamente objetivas e imparciales de lo que ocurre a nuestro alrededor. Tal vez ningún otro escritor de nuestra época haya hecho tanto como Magris para demostrar prácticamente cómo la literatura, en vez de estar disociada de la vida y ser una realidad aparte, confinada en sí misma, es una manera privilegiada y excelsa de vivir, entendiendo lo que se vive y para qué se vive: cómo en la vida hay jerarquías, valores y desvalores, opciones que defender y que criticar y combatir, por ejemplo las fronteras.

Nacido en Trieste, lugar que ha sido nudo y crucero de culturas, Magris es un especialista en fronteras. Equipado con esa arma literaria que en sus manos puede ser mortífera ha dedicado buena parte de su vida a estudiarlas y a demolerlas. Germanista de formación, también domina las lenguas románicas y esa rica asimilación de tantas literaturas le permite mostrar que la llamada globalización no es un fenómeno de nuestra época, sino la extensión actual, al campo económico y político, de una vieja herencia que en el campo de la cultura practicaron los fundadores de la literatura occidental, empezando por Homero. Leer a los clásicos sirve para advertir lo artificiales y efímeras que son las fronteras cuando se trata de encarar lo esencial de la condición humana, la vida, la muerte, el amor, la amistad, la pobreza y la riqueza, la enfermedad, la cultura, la fe. Las fronteras físicas, culturales, religiosas y políticas solo han servido para incomunicar a los seres humanos e intoxicarlos de incomprensión y de prejuicios hacia el prójimo y nada lo ha mostrado de manera más dramática que la buena literatura. Por eso, todo lo que contribuya a debilitar y desvanecer las fronteras es positivo, la mejor manera de vacunarse contra futuros apocalipsis como las dos guerras mundiales del siglo veinte. La construcción europea puede merecer muchas críticas, sin duda, pero solo a partir de un reconocimiento imprescindible: que el mero hecho de que semejante proyecto sea una realidad en marcha, la progresiva desaparición de las fronteras entre pueblos que se han entrematado por ellas a lo largo de siglos, es un paso formidable en el camino de la civilización.

En estos días grisáceos con los que el invierno se despide de Lima, ha sido grato leer y escuchar a Claudio Magris, un anuncio de los días buenos días de cielo despejado y luz cálida que se avecinan.

LIMA, DICIEMBRE DEL 2009