domingo, 2 de diciembre de 2012


Revisando La Ciudad y Los Perros


02 de diciembre de 2012
Fuente La República
Escribe Fernando Ampuero


Romper con la tradición, cambiando la forma de escribir una historia, exige un colaborador creativo: un nuevo lector. ¿Y cómo se obtiene eso? Con espíritu de aventura, sin duda, pero al amparo de una propuesta sólida, atrapante y técnicamente sustentada. En la historia de la literatura universal (a. J. Léase: antes de Joyce), todo había sido narración lineal, con puntos de vista únicos y omniscientes, en tercera persona. Hasta que, inesperadamente, surgió un primer renovador, hoy olvidado. Era un francés llamado Édouard Dujardin, novelista simbolista que, como una suerte de Juan Bautista, anunciaba la buena nueva para las letras. Dujardin inventó el monólogo interior, razón por la que ahora lo recordamos, y el mundo tuvo la suerte de que Joyce, que andaba por París, lo leyera, retuviera esa técnica narrativa y, juntándola con otras novedosas técnicas de su cosecha, hiciera una revolución.
A partir de entonces, la literatura se llenaría de andamios y voces muy diferentes. Dos Passos y Faulkner, por citar a dos de los grandes, existen actualmente en la literatura contemporánea (d.J. Léase: después de Joyce), merced a sus nuevas formas de contar, que, fuera de repotenciarles el genio narrativo, revelan otras perspectivas y múltiples puntos de vista. Con Joyce, en suma, se llegó al grado más alto del juego verbal y, a la vez, se cambió para siempre la estructura convencional del siempre peligroso artefacto literario.
Aplicado lector de Joyce, Faulkner, Flaubert, Sartre y Malraux, entre otros, Mario Vargas Llosa ha sido un caso pasmoso de precocidad y, sobre todo, de trabajo disciplinado. En la época en que cualquier joven anhelaba barrer con las chicas, beberse todas las cervezas del mundo, gozar de la locura de vivir, él, Vargas Llosa, leía y escribía frenéticamente. Pero su vida –basta leer las mil y una peripecias de su biografía– no fue limitadamente libresca, o aburrida, de ninguna manera. El joven escritor, en diálogo telescópico con sus mayores, era un hombre de acción: oficiaba de ingeniero, constructor y albañil de su obra. La novela La ciudad y los perros (1962), que este año cumple su aniversario número cincuenta, es hoy el gran ejemplo en América Latina de la utilización, mejorada y reordenada, o bien felizmente desordenada, de las técnicas literarias joyceanas al servicio de una lectura vívida y absorbente. 
En cuanto a su trabajo de galeote, basta darles una ojeada a las primeras versiones de esta novela. Vargas Llosa, y no exagero, tuvo muchísimo que corregir, reescribir y reacomodar, antes de plasmar la versión final. Se lanzó a entrecruzar tiempos y espacios narrativos, al igual que puntos de vista que contrastaban y saltaban desde una tercera persona impersonal hasta las voces internas y externas de varios personajes. Planificó una urdimbre textual, de deliberada apariencia caótica, con un claro objetivo: capturar al lector, obligándolo a leer y esclarecer lo que iba sucediendo, y en un ritmo sincopado que no daba tregua. Vargas llosa hizo que pasemos de una escena intensa a otra igualmente intensa, y de ahí a otra y otra hasta el final, descontado el breve epílogo, único tramo apacible de esa lectura adictiva. Sus continuos flashback, flujos de la conciencia y monólogos, y su empleo de la técnica de los datos escondidos y los vasos comunicantes cuajaron un fresco realista de Lima, como nunca antes se había visto. Pero además, en el trasunto de su argumento, encontró la manera de expresar al Perú y sus conflictos. 
La ciudad y los perros, cuyos primeros lectores en originales fueron Julio Cortázar, Sebastián Salazar Bondy, José Miguel Oviedo y Carlos Barral, causó conmoción al momento de su aparición. Ganó el premio Biblioteca Breve, el Nacional de la crítica española y, cuando se tradujo al inglés, tuvo un lanzamiento que difundió el rumor de que se habían quemado mil libros en el patio del colegio militar Leoncio Prado, escenario de la novela. La quema de libros, lo sabemos ahora, nunca sucedió, pero nadie lo sabía entonces con certeza, ni siquiera su autor, y ayudó a promocionar la novela por la crítica social que entrañaba, más que por sus innovaciones técnicas. Pero la novela, mal que bien, recibió una lectura adecuada. El colegio militar, crisol de todas las razas y clases sociales del Perú, era un microcosmos de la realidad desintegrada que esperaba a los alumnos no bien se graduaran. Allí, con una educación paralela a los cursos académicos, adiestraban a los pupilos en las miserias de la vida en sociedad: las desigualdades, las trampas, los crímenes, la extorsión, las denuncias fallidas, la corrupción, la resignación y el acomodo.    
Entre los peruanos, no cabe duda, Vargas Llosa puso el listón muy alto a los escritores de su generación. Y esto le generó rechazos y ataques frontales. Durante varios lustros se habló de que La ciudad y los perros y otras de sus inmediatas obras maestras como La casa verde, Los cachorros y Conversación en La Catedral sepultaron incontables vocaciones y hasta carreras comenzadas. También, por otro lado, desplazaron de la liza a la literatura indigenista, imponiendo lo urbano como temática urgente y más atractiva, pues esta ya reflejaba nuestra realidad cardinal. Lima, la gran urbe, concentra hoy un tercio de la población del país.
Ciertamente las obras de Ribeyro y Congrains Martin trataban a su vez lo urbano, pero Vargas Llosa, con una avasalladora narrativa, fue todo un éxito internacional y, por si fuera poco, el autor fundador y clave del llamado boom de escritores latinoamericanos (Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante y Donoso), que pondrían además bajo los reflectores a otros grandes que los precedieron, Borges, Onetti y Rulfo. Y la academia y los autores de Europa y Estados Unidos tuvieron finalmente que aceptar que la mejor y más novedosa literatura que se escribía en la segunda mitad del siglo XX era obra de un puñado de plumas de América Latina, hoy refrendada por dos Premios Nobel, a García Márquez y Vargas Llosa, y por un premio escamoteado a Borges.
¿Pero qué más significa para los peruanos La ciudad y los perros cincuenta años después? En muchos sentidos, diría yo, es la eterna historia del Perú, sencilla y brutal. En un colegio militar de internos, obvia metáfora del país, donde impera una mafia de alumnos, el Jaguar, líder de esa mafia, juega a los dados la comisión de robar las respuestas del examen de química. La operación falla y un muchacho, apodado el Esclavo, delata a Cava, el ladrón, quien será expulsado. Luego, durante unas maniobras, el Esclavo cae muerto de un balazo. No se sabe si por un accidente, o si porque el Jaguar se vengó de su delación. Alumnos como Alberto y un oficial ejemplar, el teniente Gamboa, querrán denunciarlo. Pero los altos mandos temen el escándalo y todo termina arreglado por lo bajo.
¿Qué más se puede pedir? Vargas Llosa, autor moderno, visionario y honesto, habló en voz alta cuando muchos apenas murmuraban. Y además, causando perplejidad en el país literario, se dio el lujo, tal como lo señala el crítico Carlos Garayar, de anticiparse en cuarenta años a la técnica del “desorden narrativo” –fórmula que combina estructura compleja y lenguaje claro–, utilizada luego en la célebre Pulp Fiction de Quentin Tarantino. 
¿Y aún Vargas Llosa tiene enemigos?, se preguntan muchos, desconcertados. Bueno, enemigos no, según dicta el cáustico wit de la intelectualidad británica. Tiene solo contemporáneos. 

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