sábado, 26 de mayo de 2012


El Visionario


06 de mayo de 2012
Escribe Mario Vargas Llosa

Soñó toda su vida con ser arquitecto, actividad a la que consideró “una profesión divina”, y orgullosamente firmó todos sus libros como “Giambattista Piranesi, arquitecto veneciano”, pero la única obra que llegó a diseñar y ejecutar fue la restauración de la iglesita de Santa María del Priorato, en el Aventino, que le serviría también de tumba.
Su maestro en la técnica del aguafuerte, en Roma, Giuseppe Vasi, debió decepcionarlo mucho cuando le dijo que no tenía aptitudes para ser un buen artesano grabador porque era “demasiado artista” y debía dedicarse más bien a la pintura. Pero tenía razón, porque un grabador en aquellos tiempos, mediados del siglo dieciocho, era sobre todo un diestro técnico fabricante de imágenes en serie a las que se consideraba, por lo general, en la periferia de lo artístico. Felizmente, Piranesi, que, además de malhumorado, inconforme y polémico, era terco, persistió, e hizo bien, porque convirtió el aguafuerte en un arte tan creativo y osado como la pintura y la escultura. Él, gracias a sus aguafuertes y diseños, llegó a ser uno de los más grandes artistas de su tiempo y uno de los que crecerían más y ejercerían una influencia mayor después de muerto.
La muestra que se exhibe de él ahora en Madrid, en Caixaforum, “Las artes de Piranesi, arquitecto, grabador, anticuario, vedutista y diseñador”, es extraordinaria. Tiene, entre otros, el mérito de mostrar buen número de los objetos que Piranesi concibió y diseñó, pero nunca llegó a ver materializados, pues eran demasiado excéntricos e insólitos para el gusto de sus contemporáneos. Los ha producido, con escrupulosa fidelidad y utilizando la tecnología más avanzada, el laboratorio madrileño Factum Arte que dirige Adam Lowe. Esos candelabros, trípodes, sillas, chimeneas, adornos, apliques, jarrones en los que Piranesi dio rienda suelta a su desbocada fantasía y su amor por las civilizaciones del pasado –Roma, Egipto, los etruscos– fascinan casi tanto como las invenciones carcelarias que lo han hecho famoso o las “Vistas” de esa Roma de los siglos grandiosos que él creyó documentar en sus grabados cuando en realidad la rehacía e inventaba.
Esos objetos constituyen una representación fantástica. No hay en ellos asomo de realismo, pese a estar constituidos de fragmentos, símbolos y otros ingredientes del pasado histórico y arqueológico. Pero estos materiales han sido combinados y reconstruidos con tanta libertad y siguiendo unos patrones de gusto y belleza tan personales que se han emancipado de sus fuentes y alcanzado plena soberanía. Lo que en ellos destaca es la imaginación desalada y la maestría formal de su inventor, que era capaz de abandonarse a los delirios más rebuscados sin perder jamás el gobierno de aquel simulacro de desorden al que daba coherencia un orden secreto. Cada uno de estos objetos es un verdadero laberinto hecho de simetría, intuición y desacato a los cánones establecidos en que se vuelca una vida profunda, aquella que, como escribió Goya, produce “el sueño de la razón”. Como los poemas “oscuros” de Góngora o los monólogos interiores de Joyce, los artefactos domésticos que fantaseó Piranesi son testimonio de esa dimensión de la vida que llamamos el inconsciente. Estos delirantes muebles o adornos que ahora podemos ver (y hasta tocar), Piranesi sólo pudo soñarlos.
Le apasionaban las piedras antiguas, las ruinas, los caminos imperiales medio desaparecidos por la incuria de la gente y la fuerza destructora de la naturaleza, los monumentos víctimas de la usura del tiempo, y seguía con hipnótica perseverancia las excavaciones arqueológicas que iba revelando a pocos aquella antigüedad de la que vivió siempre prendado. Sobre todo, los hallazgos en torno a la civilización etrusca lo deslumbraron y toda su vida sostuvo, aún en contra de la evidencia histórica, que aquella, y no la griega, habría sido la fuente cultural de la civilización romana. Muy sinceramente creyó que el casi millar de grabados que produjo tenían como fin salvar de la desaparición y el olvido de las nuevas generaciones, esos edificios, templos, puentes, arcos, pórticos, sepulcros, murallas, caminos, pozos, tuberías, que atestiguaban sobre la grandeza histórica y artística de los antiguos romanos. Pero, era más fuerte que su voluntad: cuando se ponía a diseñar en el papel o a pasar el buril sobre la plancha de cobre, su imaginación estallaba y hacía tabla rasa de la objetividad de sus propósitos. Al final, lo que resultaba era un mundo tan suyo como si lo hubiera inventado de pies a cabeza, sin necesidad de esos modelos a los que pretendía ser fiel, pero a los que su genio y sus pulsiones secretas transformaban, imprimiéndoles un sesgo absolutamente propio.
Era un realista visionario, a la manera de Goya, como lo señala Marguerite Yourcenar en el luminoso ensayo que le dedicó (“El cerebro negro de Piranesi”). (Dicho sea de paso, pocos artistas han inspirado a tantos escritores a escribir sobre ellos y su obra como Piranesi, desde Thomas de Quincey hasta Aldous Huxley, pasando por Coleridge, Victor Hugo y André Breton). Yourcenar se refiere específicamente al sutil parentesco que existe entre las “Carceri” del veneciano y los frescos de la Quinta del Sordo del aragonés, pero sin duda las similitudes son más vastas. En sus obras, ambos fueron no sólo testigos, también creadores e inventores de su tiempo pues impregnaron a la sociedad que describieron de una sensibilidad que era la suya personal. En ambos, había una mirada que sutilmente discriminaba, elegía, magnificaba y abolía lo real rehaciendo subjetivamente aquello que aspiraba sólo a representar.
Pero, en tanto que a Goya le fascinaban los tipos humanos, cómo lucían y qué hacían los hombres y mujeres de su entorno, Piranesi no tenía mucha simpatía por sus semejantes. Secretamente, los despreciaba, al menos como materia artística. Él privilegiaba las piedras y las cosas, a las que infundía un poderoso élan vital, en tanto que a los hombres en sus grabados los empequeñecía y condenaba a la condición de simples bultos o sombras anónimas.
Una de las originalidades de esta muestra es cotejar, en la última sala, ciertos edificios de la Roma antigua que Piranesi fijó en sus grabados con las fotografías de esos mismos lugares tomadas en nuestros días por Gabriele Basilio, un distinguido fotógrafo de temas arquitectónicos. Son los mismos modelos y sin embargo se diría que una esencia, un alma, un aura los separa, que está presente en los grabados y ausente en las fotos, ese elemento añadido con que el gran artista dieciochesco reconstruyó y adaptó a su propio mundo interior aquella Roma que creía solamente rescatar.
Una leyenda pertinaz, que subsiste pese a todos los desmentidos de biógrafos e historiadores, es que Piranesi realizó sus famosas “cárceles inventadas” –apenas dieciséis placas que atravesarían los siglos con efectos seminales sobre el arte y la literatura modernos– bajo el efecto de las fiebres de la epidemia de cólera que en esa época asoló Roma. En verdad, no necesitaba de enfermedades ni calenturas para desvariar: la alucinación fue su manera cotidiana de mirar y, por supuesto, de crear.
Lo hizo de manera más discreta y solapada cuando grabó sus “Vedute” (vistas) de la antigüedad. En sus cuatro “Caprichos” y en sus “Carceri”, en cambio, operó de manera desembozada, como en un trance enloquecido, y, por eso, sus contemporáneos no supieron reconocer la fuerza convulsiva de esas imágenes pesadillescas, teatrales y angustiosas. Casi nadie se interesó en ellas. Sólo la posteridad reconocería su hechicera originalidad. Enormes recintos poblados de puentes, escaleras, columnas que remiten a otros puentes, escaleras y columnas, monstruosos aparatos, grúas, arietes, potros de tortura, cadenas, asfixiantes y aterradores por su profundidad y su soledad, en la que lo humano se ha reducido hasta la insignificancia y alejado, sobreviviendo apenas en los rincones sombríos, como les ocurre a las alimañas más nocivas. Esas prisiones tienen un contenido simbólico que alude a las peores calamidades, empezando por la pérdida de la libertad. En ellas están sugeridas todas las formas de la represión y la crueldad inventadas para convertir la vida en un infierno y entronizar el reinado de la maldad sobre la tierra. Es imposible no sentir un estremecimiento de horror al contemplarlas. Por eso, se ha dicho de ellos con justicia que parecen los escenarios ideales para las historias del Marqués de Sade.
Jacques Guillaume Legrand asegura que oyó decir a Piranesi alguna vez: “Necesito ideas y creo que si me encargasen el proyecto de un nuevo universo, un loco arrojo me empujaría a acometerlo”. Los biógrafos discuten si pronunció esa frase atronadora e insolente o se la atribuyeron. La verdad, no importa nada que la dijera o no, pues eso que dicen que dijo es exactamente lo que hizo a lo largo de toda la obra imperecedera que nos dejó.
Madrid, mayo de 2012

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