PIEDRA DE TOQUE
El Comercio
Por: Mario Vargas Llosa Escritor
Domingo 16 de Mayo del 2010
Hace unos días, en el piso A3.1 de un edificio que hace esquina entre la avenida Francisco Prats Ramírez y la calle Núñez de Cáceres del barrio residencial El Millón de Santo Domingo, República Dominicana, se encontró muerto a un octogenario llamado Luis José León Estévez que, según testimonio de los vecinos, vivía solo como un hongo y nunca recibía visitas. A todas luces, había puesto fin a su vida por su propia mano, descerrajándose un disparo en la cabeza. La pistola Colt, calibre 45, estaba junto al cadáver, que yacía de espaldas en una cama simple en la que, para entrar en la muerte con más comodidad, el suicida había colocado dos almohadones bajo su espalda. Antes de tumbarse, se había quitado los zapatos. En el cuarto había, además, varias maletas hechas, un teléfono, un televisor y un novenario.
Con él desaparece un personaje que fue muy famoso, en el peor sentido que puede tener esta expresión, en los años 50 del siglo pasado, durante la llamada Era de Trujillo, esos 31 años (1930-1961) en los que el generalísimo Rafael Trujillo Molina, jefe máximo y benefactor y padre de la Patria Nueva, fue el amo y señor —un verdadero dios— de la República Dominicana. León Estévez era entonces oficial de la Fuerza Aérea, íntimo amigo y compañero de francachelas, correrías y orgías del hijo mayor del dictador, Ramfis Trujillo, del que sería también asesor y cuñado pues tuvo la suerte de casarse en 1958 con Angelita, la hija mimada de Trujillo. A esta se la proclamó reina en el más fastuoso acontecimiento de la era, la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre, con que en el año 1955 se celebraron los 25 años del generalísimo en el poder. Cerca de setenta millones de dólares costaron los milyunanochescos festejos en los que participaron las coristas del Lido de París, la orquesta de Xavier Cugat y delegaciones de 42 países “libres” del mundo, muchos presidentes, entre ellos el brasileño Juscelino Kubitschek, y dignatarios internacionales como el cardenal Spellman de New York. El vestido de su graciosa majestad, Angelita I, confeccionado por dos célebres modistas romanas, era de gasa, encaje y cuarenta y cinco metros de armiño ruso. Su toga era idéntica a la que llevó la reina Isabel de Inglaterra en su coronación.
Angelita Trujillo está todavía viva, en Miami, donde, desde que se volvió una “born-again Christian”, suele cantar himnos bíblicos en las iglesias evangélicas. Últimamente ha publicado unas memorias en las que muestra una frialdad polar para con su primer esposo, León Estévez, incluso en un tema delicado que debió de ser materia de los primeros conflictos en el matrimonio. La inverificable leyenda dice que Angelita se prendó de un joven oficial, el teniente Jean Awad Canaán, quien murió por esa época en un oportuno accidente. La familia de este no creyó nunca que aquella muerte fuera casual y acusó siempre al marido de Angelita de haberla provocado, por celos. En estos días, con motivo del suicidio de León Estévez, la hija de aquel teniente, Pilar Awad Báez, ha resucitado aquellas acusaciones.
Gracias a su matrimonio y su amistad con Ramfis, León Estévez hizo una carrera meteórica. Fue nombrado director de la Academia Militar Batalla de las Carreras a los 23 años y muy poco después ascendido a teniente coronel. Pero su fama de entonces no se debía a sus méritos profesionales, sino a su elegancia y su apostura. Aunque su seudónimo era Pechito, la gente común y corriente, y sobre todo las muchachas, lo llamaban “Pimpollo”, es decir, guapo, galano y gentil. En las fotos aparece siempre vestido de manera impecable e imitando el atuendo y las coqueterías de Ramfis, los anteojos oscuros Ray Ban, el bigotito recortado a la manera de los astros del cine mexicano como Arturo de Córdoba, los zapatos brillando como espejos y la sonrisita de triunfador.
En los años 90, cuando yo investigaba sobre la Era de Trujillo, el nombre del teniente coronel Luis José León Estévez se me aparecía por doquier en los testimonios escritos y orales y casi todos coincidían en señalarlo como uno de los más crueles y feroces torturadores y asesinos de aquellos años terribles, sobre todo en los seis meses que siguieron a la muerte del dictador, cuando Ramfis Trujillo, al frente de las Fuerzas Armadas (Balaguer era el presidente nominal) desencadenó una vertiginosa represión en venganza por el asesinato de su padre, en que cientos de dominicanos fueron torturados y asesinados por todo el país. Es seguro que Pechito estuvo en la Hacienda María, de Ramfis, el día que seis de los ajusticiadores del tirano fueron arrebatados a la Justicia, secuestrados por militares y llevados allí para que Ramfis y sus compinches, con vasos de whisky en las manos, los mataran a balazos. Por participar en este crimen, Pechito Estévez fue condenado en contumacia a 30 años de cárcel en febrero de 1965. Pero no cumplió un solo día tras las rejas, porque ya vivía en el exilio, y en 1977, por prescripción de la pena, pudo volver a Santo Domingo, donde se convirtió en un próspero empresario.
En el exilio se había separado de su mujer, a la que acusó de haber “secuestrado” a sus tres hijos, contraído una nueva unión con una señora acomodada, y experimentado una conversión a una forma afiebrada y extrema del catolicismo. Se lo decía miembro de una organización integrista, tal vez el Opus Dei. Yo visité la iglesita donde el Pimpollo oía misa todas las mañanas y pasaba el copón de las limosnas. Aparentemente estaba ya desencantado de la política, pues, en la cena que me organizó el simpático Kalil Haché, antiguo secretario de Trujillo, para que pudiera conversar con los trujillistas sobrevivientes y fieles a la memoria del tirano —la más inolvidable de todas las cenas a la que me ha tocado asistir— el teniente coronel no se hizo presente. Solo le interesaban entonces la religión y los negocios.
Después de muchas gestiones e intermediarios, aceptó recibirme en su despacho. Había dejado de ser un Adonis hacía tiempo, pero conservaba la pulcritud en el vestir. Era un hombre frío, desconfiado, y no ocultaba su veneración a la memoria de Trujillo. En un momento dado, me dijo que había conversado con una mujer humilde a la que el jefe le había besado los pies porque ella, en la cama, le dijo que los tenía muy fríos. “Ya ve usted, en contra de lo que se dice, era un hombre compasivo”, concluyó.
Le recordé que casi todos los dominicanos que habían sido torturados en la época de Trujillo en la cárcel La Cuarenta y sentados en la famosa silla eléctrica, para recibir descargas que les quemaran el cuerpo, aseguraban que él siempre estaba allí, presenciando el horror, y muchas veces participando en él con su inseparable fusta de jinete, con la que le gustaba azotar a las víctimas. Añadí que, sin ir muy lejos, mi amigo José Israel Coello, que me acababa de dejar en la puerta de su despacho, había sido una de ellas, y que todavía le quedaba en el cuerpo algún rastro de las cicatrices de los fustazos que le infligió mientras, amarrado en la silla, recibía descargas eléctricas.
Estuvo mirándome un buen rato en silencio, mientras palidecía. Pensé que iba a echarme de su oficina o agredirme. Pero se limitó a murmurar, con un gesto de disgusto: “Si quiere que le diga la verdad, no me acuerdo de ese episodio”. Su respuesta me produjo un escalofrío. Probablemente era cierto, lo habría hecho tantas veces y con tantos, que ya no quedaban caras y nombres concretos de los martirizados en su memoria.
Ahora veo en los diarios de Santo Domingo que algunos de los disidentes antitrujillistas que sobrevivieron a las torturas de La Cuarenta, como la doctora Asela Morel, que estuvo allí presa con las hermanas Mirabal, han recordado las siniestras hazañas que perpetraba Pechito Estévez, en 1961, en aquellos calabozos inmundos, oscuros, llenos de humo, sangre, injurias y dolor, en una época en que, casi por doquier en América Latina, las dictaduras perpetraban monstruosidades parecidas.
Los jóvenes dominicanos de nuestros días deben oír hablar de todo aquello como de algo prehistórico. Por fortuna, su país ha dejado atrás y cada día se aleja más de semejante barbarie. Es uno de los países latinoamericanos donde la democracia ha arraigado mejor y donde unas políticas sensatas han traído progreso económico e institucional considerable. Desde luego que hay mucha pobreza todavía y la violencia no ha desaparecido en la vida social. Pero, comparada con el horror de aquellos años, la situación actual está a años luz de la de entonces, aunque solo fuera porque en la República Dominicana de hoy un Pechito Estévez sería inconcebible.
MADRID, MAYO DEL 2010
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